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Difusión

Leé un avance de «Si las cosas fuesen como son», de Gabriela Escobar (Criatura Editora, 2022)

Por Escaramuza / Lunes 16 de mayo de 2022
Portadas del libro «Si las cosas fuesen como son», de Gabriela Escobar (Criatura Editora, 2022) ilustradas por Guillermo Stoll.

Una primera novela, y premiada, es un acontecimiento. Sumen dos tapas para un mismo libro y aumenta la expectativa. Si las cosas fuesen como son, de Gabriela Escobar (1990), obtuvo el Premio Juan Carlos Onetti en Narrativa (2021) y sale en estos días por Criatura. 

Gabriela Escobar Dobrzalovski (Montevideo, 1990) es música y escritora. Publicó en la antología Devotas (2021) y en la antología del Premio Pablo Neruda (2018). Si las cosas fuesen como son recibió el Premio Juan Carlos Onetti en Narrativa (2021) y es su primera novela.

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1

Papá es una mala palabra. Mama lo decidió así. Tengo nueve años y aprendo rápido. Papa es un conjuro que no hay que nombrar.

Esa noche nos sentamos en el sillón a mirar una ventana, un vidrio que muestra la cabeza de mi padre apoyarse y alejarse. Recuerdo el olor a whisky y la piel de su cara pegada al vidrio, aplastada como una masa cruda. El resto de su cuerpo en zigzag, separado por cinco centímetros del living de la casa, como cuando te olvidas de las llaves y entendés el poder idiota de una pared. Y mi madre diciendo: «No se levanten. Tu padre no vuelve».


2

No imaginaba llamarla ni pedirle un cuarto. Después de años volví a ver su cara. Mi madre tiene cuatro arrugas nuevas. Cuatro puntos cardinales desplazados en su rostro.


3

El mapa de este lugar será de papel manteca. Agarrá un lápiz, dibujá la casa: un rectángulo de paredes celestes con un terreno atrás y un jardín adelante. Sobre el frente dejá una pasarela ancha: es la alfombra de pétalos que caen del jacarandá. Podés dibujar el olor, si sabés cómo. A metros, una playa de arena blanca. El mar debería traspasar los bordes del papel. Dibujá un límite, esa línea ondulada será la costa africana, está a miles de kilómetros y es lo que te chocás si nadás durante meses por el espacio curvo.

Acá nos mudamos.

Rincones fuera de foco. Un lavarropas oxidado en medio del jardín. Primer plano de un tomacorriente. Alquilaron la casa mirando fotos en internet. Después de años, vuelvo a compartir techo con la Tumbona. Así le decimos a mi madre. Tenía que mudarme por la separación con Julia y ellos tenían que mantenerse en el pegote, seguir viviendo juntos hasta que la muerte los separe: mi madre y mis hermanos.


4

El camión de mudanza llegó con una lluvia de gritos. Como un abrigo reversible, el interior de la casa quedó desperdigado afuera. El ropero desarmado en el pedregullo, cuatro camas verticales sobre el pasto, decenas de cajas. La Tumbona dio órdenes para configurar el espacio, y Juan y Marcos obedecieron hasta que la casa fue entrando en la casa y el jardín frontal quedó solo, con sus plantas de siempre. Ver todas nuestras cosas amontonadas en el living, no poder discernir las mías de las suyas, el pánico de sentir que estábamos otra vez, mis hermanos y yo, atrapados en su útero.

Cuando las cosas se ponen rápidas, busco detalles que enlentezcan. Miro a mi madre a los ojos. Sigo la línea del parpado caído y llego a la cicatriz que tiene cerca de la oreja. Recorro la piel colorada hasta su boca abierta, veo su lengua moviéndose en cámara lenta, los diecisiete músculos mojados levantándose para gritarnos.


A media tarde oímos el viento pasar por los corredores que dejan las casas y los árboles, un zumbido que, si desmenuzás, te habla.

Huele a mar y parece un balneario, lleno de casas vacías y de frutales que crecen sin que nadie los riegue. En este barrio el suelo es de pedregullo, pero las máquinas de asfaltar nos pisan los talones.

Por primera vez vivo cerca de la costa. Hay plantas que no acostumbro: plátanos, guayabos, pomelos. Algunos vecinos hacen mermelada y otros dejan pudrir la fruta. Se fermenta, cae arrugada y se vuelve cadáver. Lo más duro sobrevive: un carozo, una semilla.

Es raro oír olas desde la cama. Cuando me acuesto, siento que la casa entera flota como una bolsa en el mar.


Cerca de este hogar, dibujá terrenos grandes y deshabitados. Llenálos de yuyos: verdolaga, achicoria, quimpe. Les llama maleza quien ignora que son comestibles. Hacé una cruz en esos lugares. Ahí no se puede entrar. Los dueños de esos terrenos son anónimos y nunca pisaron este país. En esas hectáreas, el viento es un bloque inmenso, el silencio hecho cubo.

El niño Marcos cruza los alambrados, vuelve de la tierra vecina con bolsas de limones. Se trepa a la mesada para alcanzar el cuchillo y los corta al medio.

Exprime, se limpia en la remera, echa jugo en la jarra, luego hielo. Gira un dedo por la boca del recipiente y lo chupa. Ácido. Los limones quedan en la mesada. Secos. Una cascara inútil. El niño Marcos sale a la vereda, que es puro pasto, extiende un mantel sobre un cajón de feria y en una hoja con renglones escribe: «Puesto de limonada». La calle esta vacía, pero él espera minutos, horas, hasta que alguien le compra un vaso a veinte pesos.

Cada vez que sale a buscar limones, Marcos dice que se va a China. Piensa que los terrenos abandonados pertenecen a ese país desde que la Tumbona, como un oráculo, sentenció: «Un día toda la Tierra será China». Así que el niño cruza un alambrado y cree que está del otro lado del mundo. Me casaría con él, pero este barrio no aprobaría que tome por esposo a alguien que lleva solo ocho años vivo. Además, es mi hermano e, hiperademás, es uno de los tres esposos de mi madre.



Lunes y jueves, una niña visita el puesto de Marcos. Tiene su edad, la misma altura y casi el mismo corte de pelo, corte taza. Una tarde, Florencia viene a buscar su refresco, pero olvida las monedas: lo único que tiene es un collar de caracoles con mal olor que Marcos acepta. Se da vuelta y deja que la niña se lo ate en la nuca. El niño Marcos tiene cosquillas, se retuerce y ríe. La Tumbona observa la secuencia apretando los dientes. Esta madre nuestra se acerca, agarra la mínima mano de la niña y, tirándole del brazo, la separa de Marcos y la arrastra hasta la esquina, sin limonada, susurrándole que es una prostituta. Es que el cuerpo de mi hermano pertenece a la colección de la Tumbona.

Las marcas de ese trayecto sobre la calle: la huella gigante de mi madre que calza cuarenta y uno, el contrapunto de una pisada de niña que se pierde en algunos tramos, dejando una imagen coja, un silencio en el suelo que se prolonga por el arrastre aéreo de su cuerpito de metro veinte. Mi madre es una bestia, siempre fue difícil encontrar zapatos de su talle.

Hace años que la Tumbona se rindió y solo usa championes de hombre. También medias de hombre. Creo que por eso nos atrae un poco. Su aspecto de leñador, de mujer árbol de tronco grueso, las manos curtidas, las uñas anchas y cortas, con heridas cerca de la cutícula. No sé a quién salimos tan pequeños. Quizás se alimenta de nosotros. Somos su vitamina, su proteína. Nuestra madre se ensancha y nos deja flaquitos, nos gana el margen y se lleva un centímetro por día, es una conquistadora lenta que te come de a poco, pero nunca demasiado. No quiere cargarnos aúpa; quiere que no tengamos fuerzas para alejarnos. Una distancia justa y constante. Mirarnos como quien mira una playa pintada en una pared.

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