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De cómo usamos las palabras

El Día de la Poesía

Por Roberto Appratto / Jueves 21 de marzo de 2019

En 1999 la UNESCO declaró el 21 de marzo como Día Mundial de la Poesía, por contribuir «a la diversidad creativa al cuestionar de manera siempre renovada la forma en que usamos las palabras y las cosas». Roberto Appratto reflexiona en torno a esta conmemoración.

Este es un día particular, en que se piensa en la poesía como en una actividad, un hecho de lenguaje, una forma expresiva. La singularidad de la poesía parece indudable: no hay un día de la prosa. Ahí, en la trasmisión oral, en el registro de las historias que después fueron prosa, empezó la literatura. Con el tiempo, la razón de ser de la poesía como expresión del individuo sustituyó a lo colectivo sin perderlo: cada vez que se lee o se escribe un poema se entra en contacto con una manera especial de nombrar el mundo, y esa especialidad se manifiesta en una forma de habla. De golpe, el poeta, o el yo lírico, o el yo estructurador, dice algo que no responde a ninguna necesidad; aparece una voz que se impone a la lectura, que arrastra la escritura, como si viniera de otra parte. No es en el romanticismo, viene de mucho antes ese modo de articular el pensamiento, y sigue, más allá de las variantes de escritura,  de concepción del arte, del lugar del escritor en la sociedad. Eso que se entiende como poesía,  en todas las culturas previas a la escritura y a las agrupaciones estables de individuos, en todos los idiomas, subsiste.

La reflexión sobre la poesía no debería ser cosa de un día. Más que nada, porque ese modo de irrumpir, de sustraerse a las ataduras lógicas del pensamiento y proponer otras formas de asociación de ideas y de imágenes, está también fuera de la poesía como género. Se dice, desde hace tiempo, que no hay géneros históricos sino modos expresivos que pueden encontrarse en textos ajenos a las clasificaciones correspondientes: lo poético puede verse en muchos tipos de discursos, también en el del habla cotidiana. De manera que la poesía no pertenece a los autores consagrados por el juicio de los tiempos, no es un don de almas selectas, no debe pasar por la enseñanza como rareza o material exclusivo para especialistas. Darse cuenta de eso e integrarla a la vida requiere un cierto esfuerzo de lectura y percepción, pero da buenos dividendos.

Las peculiaridades de la escritura poética, esas que a menudo alejan de su frecuentación y de su práctica, van en realidad a su favor. La división en versos o en marcas espaciales, el énfasis en el sonido, la elección de matices de significado no habituales, la sintaxis quebrada, las asociaciones extrañas, las imágenes a menudo oscuras, la libertad de afirmar lo improbable, ponen delante del lector un mundo de posibilidades que también le pertenecen cuando es escritor: las que corresponden a la necesidad de expresarse cuando no hay un lenguaje lógico a mano para ello. Muchos han hablado ya de la ambigüedad como de un rasgo consustancial a la poesía, del ritmo como parámetro que crea nuevos significados, de la temporalidad imprecisa desde donde se escribe, de cómo las fragmentaciones del habla en el verso y dentro de él pueden aumentar las lecturas de un texto. Conviene pensar que nada de eso, por raro que parezca, pertenece a una esfera espiritual intocable, sino que responde a posibilidades de escritura para necesidades humanas, entre otras, la de comprender el mundo en que se vive.

En la poesía como género histórico, y también en la prosa que incorpora estos procedimientos, estas maneras de concebir el discurso, se puede aprender un tipo de argumentación, el trato que puede darse a una idea o al matiz de una idea. Se aprende, en última instancia, lo que ya se sabe, pero requiere tiempo y atención para ser incorporado al torrente sanguíneo. Es lo estético lo que marca la diferencia. Uno percibe, en una imagen, en la acumulación sonora, diferentes puntos de vista para enfocar un asunto y situarse ante él. Al leer puede darse cuenta de la razón de ser de un recurso, como por ejemplo cortar el verso de manera abrupta, o derivar el razonamiento hacia afuera, o cambiar de tono solemne a irónico: uno advierte que en la poesía, la pura libertad de elegir qué palabras usar, qué plano de significados poner en escena, el panorama se abre. No es necesario saber el nombre técnico de esos recursos: detenerse en eso a veces paraliza la comprensión. Hay que reconocer su pertinencia, evaluar, en términos personales, si lo que se lee y lo que se escribe cuando la historia no importa tanto como el lenguaje es necesario para decir lo que se quiere decir, si el texto lo pide. De ese modo, aun en tiempos como este, en que se lee poco, o sin criterio, o se escribe en la creencia de que se está transgrediendo algo sin esfuerzo alguno, el trabajo con la poesía vale la pena. Hoy y siempre.

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