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La poesía de Louise Glück

Filosofía, tierra y versos

Por Roberto Appratto / Martes 15 de diciembre de 2020

Poeta lírica estadounidense, Louise Glück fue galardonada en octubre de 2020 con el Premio Nobel de Literatura. Roberto Appratto selecciona algunos versos y nos invita a conocer la obra de la poeta, serena, sencilla y filosófica, que atraviesa la naturaleza, la mitología y el duelo con una multiplicidad de voces.

No es triste no ser humano,

tampoco vivir enteramente bajo la tierra

es degradante o vacío: está en la naturaleza de la mente

defender su eminencia, como está en la naturaleza de aquellos

que caminan por la superficie temer las profundidades –la

posición de uno determina los propios sentimientos. Y, no obstante,

caminar sobre algo no es triunfar sobre ese algo, más bien

es lo opuesto, una dependencia disfrazada,

a través de la cual el esclavo completa al amo. Así,

la mente desdeña lo que no puede controlar,

que a su vez la destruirá. No es doloroso volver

sin lenguaje o vista: si, como los budistas,

uno declina dejar inventarios del yo , uno emerge en un espacio

que la mente no puede concebir, ser completamente físico, no

metafórico. ¿Cuál es tu palabra? Infinitud , que quiere decir lo que no puede ser medido.

Este poema se llama «Lombriz» y pertenece a Una vida de pueblo (2009) uno de los últimos libros publicados por Glück (New York, 1943), Premio Nobel de Literatura de este año. Es un poema  que tomo al azar de ese libro, que es uno de los once que publicó hasta ahora, y también uno de los siete que llegó a publicar la editorial valenciana Pre-textos: alcanza, a mi entender, como ejemplo del tipo de poesía que practica Glück, más allá de las grandes diferencias de tono y estilo que pueden comprobarse de un libro al otro. Los cambios en tono, temática  y estilo son variantes de una actitud sumamente consciente ante la escritura, y específicamente la escritura poética.

Uno termina de leer este poema y recibe un impacto en sordina: los cortes de verso, los cambios de plano, la respiración visible pasan por la vida de la lombriz como una voz reflexiva que sale no se sabe de dónde —tal vez de la misma lombriz, como de plantas y flores en otros textos— y se desplaza de verso a verso casi en silencio, en un impulso narrativo tan claro como sereno, en que la complejidad se inserta en la sencillez. Se puede percibir también, dentro de esa línea que deja en suspenso el pensamiento, una discusión interna, un contrapunto de conceptos. Ya sea en primera, en segunda o en tercera persona, la voz se transforma en voces, rompe con el monologuismo de la poesía para cubrir el espacio del tema y de la página. En «El iris salvaje», poema incluido en el libro del mismo título, de 1992, dice «lo que vuelve del olvido vuelve / para encontrar una voz». La naturaleza, la mitología griega, la vida cotidiana, los afectos, los duelos, pasan por sus poemas y son sometidos siempre a la misma conciencia de lenguaje que domina las oscilaciones temporales, las ondulaciones entre lo abstracto y lo concreto. En la poesía, la significación de las palabras y de las frases depende del contexto creado y del hecho mismo de emplearlas en un determinado momento. Glück conoce la retórica del discurso poético lo suficiente como para moverse allí y situar sus observaciones en ese contexto y en ese tiempo exclusivo de la escritura.

«Hay dos tipos de visión: / mirar las cosas, que pertenece / a la ciencia de la óptica, versus / mirar más allá de las cosas, que / resulta de la carencia.» («Murciélagos», en Una vida de pueblo). Parece filosofía, pero es poesía que respalda un pensamiento sobre «las cosas» y los seres humanos a través de lo que se ve. Al mismo tiempo, Glück construye cada poema, desde el trabajo simple del principio hasta la división en secuencias de los últimos textos, como lo que se ha llamado una «escultura de las creencias»: como si estuviera leyendo la historia mientras la escribe y marcara la necesidad de tal o cual referencia cultural integrada al texto. «Amar la forma es amar los finales» dice en un poema de Ararat (1990), y eso prueba su modo de intelectualizar el sentimiento y convertirlo, cada vez, en una voz que habla directamente con el lector.

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