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contra la vida cotidiana: Maiakovski lírico

El bote del amor se estrelló

Por Francisco Álvez Francese / Miércoles 27 de junio de 2018

El aire mundialista se respira hasta en las letras y Francisco Álvez Francese se detuvo a contemplar la belleza lírica de la poesía de Maiakovski, en una hermosa edición de la editorial Blatt y Ríos.

Quién fue realmente Vladimir Maiakovski es la pregunta, a la vez central e impertinente, que nos hacemos cada vez que nos encontramos con su rostro de mandíbulas cuadradas, ojos serios, ceño invariablemente fruncido. Es la pregunta que se hicieron ya en su tiempo quienes lo conocieron y escribieron sobre él (Pasternak, Shklovski, Jakobson), y la que se hace Laura Estrin en el prólogo de la antología que la editorial Blatt & Ríos publicó en 2015, con traducción de Irina Bogdaschevski.

¿Fue el poeta futurista, el preso por primera vez cuando era todavía casi un niño, el propagandista de la revolución de octubre, el publicista, el dramaturgo, el actor, el «compañero de ruta»? ¿Fue el amante de Lili Brik, el oscuro, el incomprendido, el suicida? Tal vez nada de eso importe mientras tengamos su obra vasta, contradictoria, deslumbrante.

Los poemas que reúne este volumen son, además, particularmente especiales dentro de su producción, porque se trata de su poesía lírica, de corte más íntimo, por momentos confesional y amorosa, aunque jamás convencional. Con una fuerte impronta narrativa, a menudo los versos encuentran a un yo lírico vagando por las ciudades, viendo el mundo cambiar, explicarse, desenvolverse, en un movimiento que se asemeja al montaje acelerado de un film de Vertov. En formas que casi siempre remedan la declamación o la escritura epistolar, el amor, en toda su aparente cursilería, se presenta, sin embargo, como tema de controversia. ¿A qué amor canta Maiakovski tras «el año extático» de 1917? ¿Al amor burgués al que cantaron tantos antes que él o al de los camaradas?, ¿es posible, en todo caso, cantar al amor en el país de los soviets? Y no me refiero, claro está, al amor a la patria, al partido o al líder, como en sus largas piezas a Lenin, sino a la mujer y a la vida. «No soy partidario de la familia», dice en un texto de 1926, «¡Con humo azul, / en el fuego, / que se quemen los pedazos / de esta antigualla, / donde siseaban las madres, / gallinas-cluecas, / y cuidaba / a los niños / el padre-gallo!». Así abogaba por un nuevo amor, más libre, que, como deja claro Trotski en La revolución traicionada, nunca logró cuajar del todo.  

Es que, como expresa en su poema a la Quinta Internacional, Maiakovski buscaba, tras la revolución social, la del espíritu: un nuevo orden de vida, un nuevo arte. En ese texto, que le tomó años de trabajo, planteaba consecuentemente la importancia de eliminar de la literatura la efusión sentimentaloide y la belleza. Retomaba así algunas de las propuestas de los primeros manifiestos, que a su vez replicaban muchos de los lineamientos del movimiento vanguardista iniciado en 1909 por F. T. Marinetti (a quien Maiakovski detestaba): el entusiasmo por la máquina, el impulso vitalista, esperanzado, el desprecio por la tradición y la exaltación de lo nuevo y de la juventud, de una violencia alegre y renovadora. En los poemas reunidos en este libro, entre los que se encuentran el extenso y descomunal «De esto» y el frágil y magnífico «Lo inconcluso», se puede percibir el carácter rupturista de Maiakovski (que se despacha contra Pushkin y se burla de Tolstoi), pero también la continuidad de muchos de los elementos centrales de la luminosa tradición del simbolismo ruso y del romanticismo.

Ese choque, tan profundamente moderno, se reafirma en su individualismo radical, que se cuela en su obra como un intruso. Si el comunismo cantaba a las multitudes obreras en las plazas, en el campo, en las fábricas, el poeta luchaba, al mismo tiempo, por encarnar un ideal que se le rebelaba. Su obsesión por hacer cantos para el pueblo y su reticencia a renunciar a su genio son los dos extremos siempre en tensión en su obra, que a él le gustaba declamar con voz clara y enérgica, vistiendo la blusa amarilla de los proletarios. Esa voluntad de crear un lenguaje nuevo, que rompiera con la herencia anquilosada, que le trajo innumerables problemas con el régimen, se ve en este volumen en el uso libérrimo del espacio de la página, en los impredecibles sustantivos compuestos, en la exaltación de un yo patético, en la delicada ironía con la que denuncia la doble moral imperante: «Dicen, — / ¡que mis temas son muy p-e-r-s-o-n-a-les! / Entre nous… / para que el censor / no se encorajine — / les contaré — / hay rumores / de que vieron paseando / hasta a dos / miembros enamorados / del Comité Central Ejecutivo».

Así, entre el poeta al servicio de la revolución, escritor de panfletos y poemas épicos, y el lírico, hay una auténtica lucha de contrarios: porque, si el futurismo busca «el lenguaje exacto / y desnudo», la poesía persiste y, más allá de los preceptos (autoasumidos o impuestos), la verdad, cuando es suficientemente fuerte (y no lo será siempre) irrumpe en la vida, la interrumpe, bajo la forma de la melancolía o del sueño, de la tristeza o del amor, porque amar, ese quiebre, significa «entrar corriendo / al fondo del patio / y seguir la noche entera / hachando leña / con un hacha reluciente / como jugueteando / con la propia / fuerza».

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