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Volver al bosque

La alegría de no pertenecer

Por Martín Cerisola / Miércoles 17 de julio de 2019

«Prefería la vitalidad de los forajidos antes que la rancia decencia de los hombres de bien». Martin Luther King y Gandhi lo leyeron y lo estudiaron con fervor. Thoreau era un disidente, y sus Diarios irradian, aún hoy, la fuerza de su resistencia contra la los valores del hombre blanco. Martín Cerisola reseña los Diarios de Thoreau, publicados por Capitan Swing, la edición más completa hasta el momento con los pensamientos del filósofo estadounidense.

Conocemos a Thoreau principalmente por su obra Walden (1854), en la que expone su vida lejos de la civilización, aquellos casi tres años en que vivió inmerso en la vida de los bosques, sin dinero y alimentándose sólo de lo que cultivaba y pescaba.
También lo conocemos por su ensayo Desobediencia civil (1849), en el que reflexiona acerca de cómo la justicia y las leyes rara vez van de la mano, y en donde cuenta, además, cómo terminó en la cárcel por negarse a pagarle impuestos a un gobierno que aún legitimaba la esclavitud y que sostenía una absurda guerra contra México.

Detestaba la sociedad humana. Los asuntos triviales de los hombres y de sus instituciones no le llamaban en absoluto la atención. Nunca tuvo pareja estable, eso hubiera sido -para él- un innecesario embrutecimiento de la sensibilidad. También -dedicado a observar minuciosamente el movimiento espontáneo de los animales- percibía cómo el disciplinamiento de la civilización colonizaba su cuerpo y asfixiaba su naturalidad. Quería purgarse de esa cultura letrada que oprimía la libertad de sus gestos, de sus hábitos y de su escritura. Para escribir bien, para lograr un estilo genuino y una voz auténtica, su método era cortar leña o trabajar la tierra. Mediante esas prácticas (que involucraban toda su energía y su cuerpo) aprendía que las palabras y las frases también podían alcanzar la tajante precisión de un hachazo, o la nitidez del surco que abre el arado. 

En sus largas caminatas diarias recogía puntas de flechas y otros utensilios indígenas. Coleccionaba esos restos y estudió con fruición a cada una de las etnias que habían poblado esas tierras antes de ser desplazadas por el proyecto civilizatorio expansionista blanco.

Estaba casi enteramente dedicado a vincularse con todo aquello que fuera ajeno a las lógicas humanas: el tiempo misterioso de la maduración de la fruta o de la eclosión de las flores, los signos que anticipan las estaciones, el viento susurrante entre los juncos, el vuelo que levantan los pájaros, los hongos  que crecen en la madera podrida, los reflejos cambiantes de la luz en la serenidad de los lagos, la savia hirviente de los troncos…en fin: los procesos secretos de la naturaleza; la vida íntima de la materia.
 

Y todo esto es el diario que el autor llevó durante más de 20 años: el registro de su amor. La «dulce amistad» con la naturaleza. El «aluvión de vida» que lo «inunda hasta un grado de felicidad insospechado por el resto de los hombres».
Thoreau lleva un diario porque no puede contener en sí mismo esa alegría que «los dioses me susurran al oído». Y en sus páginas, entonces, vamos ahondando en esa experiencia sensorial que es umbral de contacto con lo sagrado, con la fuente creadora de la vida.

Antes de seguir, aclaremos esto: existe una escritura del yo que sólo puede mirarse el ombligo, que es incapaz de salir de sí y de conectar con algo que no sea ella misma y su propio mundo de referencias. Quiero decir: este vicio del hombre blanco que insiste en colocarse a sí mismo como centro de la vida. Como si escribir fuera solamente eso: el síntoma o el registro de una subjetividad aislada en su omnipresente y rumiante conciencia egótica.

Ahora bien, lejos de esa exaltación de la personalidad exacerbada hasta lo infumable, Thoreau enseña a salir afuera, a abrirse al alrededor y asombrarse ante las leyes que nos exceden. Porque la observación atenta y minuciosa abre una vía: una comunicación. Pero no digo comunicación en el sentido estrecho del intercambio verbal que podemos establecer con un igual, sino como una disposición interior que puede hacer contacto con todo aquello que el hombre no es. Thoreau es un maestro de la soledad como ámbito propicio de apertura. Sus diarios son el legado de ese trabajo interior que logra desmarcarse del laberinto de la mismidad y ponerse en contacto con lo otro, lo ajeno, lo extraño, lo diferente. 
Con él descubrimos que es posible crear maneras nuevas y posibilidades alternativas de vinculación con todo aquello que no es humano y que no habla nuestro idioma.

Y en este sentido sus diarios funcionan como un dispositivo[1], ya que transmiten una práctica y una sabiduría. Leer a Thoreau en la intimidad de sus pensamientos devuelve intensidad a nuestra percepción, entrena y transforma nuestro modo de mirar, de sentir y de escuchar.    

[1] Así lo expresa Ernesto Estrella en el prólogo a esta edición de los Diarios (Capitan Swing).

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