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Cuerpo y sociedad III

Cuerpo, moda y fetichismo

Por Teresa Porzecanski / Miércoles 15 de mayo de 2019

El cuerpo es una instancia privilegiada, una herramienta con capacidad para operar sobre el deseo de «los otros» y por tanto, objeto de reglamentación y manipulación. La antropóloga Teresa Porzecanski pone el foco en esta ocasión en la construcción de los cuerpos como fetiches.

El cuerpo ha sido siempre, en todas las sociedades, un lugar de tensión entre naturaleza y cultura, entre las bases y predisposiciones biológicas y la deliberada construcción de estilos y maneras de aparecer ante los otros. El «cuerpo natural» no ha existido nunca, sino que siempre se lo ha forzado a significar, en términos de Baudrillard.

El tránsito de lo «natural» a lo «cultural» (o bien, de lo ya dado a lo elaborado deliberadamente) termina por hacerse central a toda sociedad, e ilustra la intención social de reglamentar las conductas colectivas en torno a la apariencia. La creatividad ha apuntado a satisfacer un imperativo de simulación, transferido a sistemas simbólicos de envolvimiento y ocultamiento de la condición natural. De allí el origen de la cosmética (de cosmos, orden), la reglas de la moda y el adorno, y todas las terapéuticas que proponen dilatar las señales de envejecimiento y estirar la apariencia juvenil.

Es clara, entonces, la soberanía de la apariencia y de la simulación sobre la marcha del cuerpo mundano, que está sometido a un destino irreversible: hacerse un objeto simbólico de la propia cultura en la que vive.

Pero este rasgo no es patrimonio exclusivo de las civilizaciones de Occidente (aunque, desde el posmodernismo, todos los defectos y calamidades se le atribuyan). Las condiciones que hacen de la apariencia corporal un patrimonio social coercitivo, responden al carácter uniformizante, ordenador y simbólico del rito, cuya estructura sostiene todas las formas sociales: cubrirse el cuerpo con ungüentos, como hacían los minuanes que habitaron  la antigua Banda Oriental, mutilarse falanges en actos de funebria, como practicaron los charrúas, o tatuarse emblemáticamente el rostro como acostumbraban hacer las vecinas caduveo que habitaron cerca del río Paraná.

Mujer caduveo

Abrir las satinadas páginas de una revista de modas, que ilustran las colecciones de moda más importantes de cada temporada, supone enfrentarse a cierto tipo de estereotipos: las fotos muestran mujeres en posiciones corporales alambicadas, con rostros inexpresivos y estatuarios; abruptos planos de perfil contrastan con miembros articulados en poses rebuscadas; sendas mannequins, dentro de la misma foto, miran al frente y se ignoran una a la otra olímpicamente. Un marcado hieratismo recorre las imágenes de la llamada sofisticación. Los ojos no ven, y en su ceguera no puede ser detectado ningún sentimiento o emoción.

La moda propone una coerción sobre la apariencia y compone, junto al adorno, los gestos, la mímica, y el maquillaje, una actuación (de tipo teatral, a veces) que postula que un cierto estereotipo debiera ser mirado, admirado e imitado. Se le pide a los cuerpos que inspiren una suerte de seducción quietista y subterránea, muy reglamentada, en cada propuesta dirigida implícitamente a provocar el deseo del otro.

Estimular ese deseo, sin responder a su vez a él, es el objetivo de todo proceso de seducción, según Baudrillard. Ello supone adscribirse una clase de poder: el de la manipulación deliberada del deseo del otro y el de su domesticación voluntaria.

Pero también, para quien seduce, se exige una acto de conversión: pasar a ser objeto de adoración para los otros implica asumir la frialdad del ídolo, enmascarar la propia naturaleza (su fragilidad, su enfermedad, su finitud) y «aparecer» como justamente un «otro», suficientemente impenetrable y distante. Todo seductor, en vez de aproximarse a sus seguidores, se va a esforzar en afirmar una cierta distancia.

Ninguna emoción, debilidad, fragilidad, envejecimiento o decadencia pueden dejarse entrever a la mirada de los otros. Acceder a la  inmutabilidad de las máscaras, transformarse a sí mismo en máscara, llevar todo el cuerpo a la condición de fetiche, asegura la impenetrabilidad del otro en la propia condición natural, la que se hace necesario negar, para que brille constantemente y solo, la apariencia. De esta clase de fetichismo vivimos todos, en un imaginario en el que somos para siempre eternos, jóvenes e inmortales.

 

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