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Conversaciones con Pascal Quignard

Ruinas de soledad

Por Santiago Cardozo / Lunes 11 de noviembre de 2019

En 2012 y 2014 el escritor y ensayista Pascal Quignard dicta las conferencias Las ruinas de Port Royal y Complemento a las ruinas, publicadas en 2015 con el título Sobre la idea de una comunidad de solitarios. Santiago Cardozo reseña estos textos que se detienen en la figura del solitario y la posibilidad de una congregación de estos; unos textos que exploran el propio origen del término soledad.

Pero ¿cuál no es el hombre que no tiene la falla del lenguaje por destino y el silencio como último rostro?

Pascal Quignard, El nombre en la punta de la lengua.

1.

¿Se puede decir la soledad? ¿Qué clase de palabras (en todos los sentidos de la expresión) podrían decir la soledad o, al menos, hablar de ella? Los tanteos de la escritura de Pascal Quignard (Francia, 1948) intentan salir del autismo en el que todos, por defecto, vivimos frente a experiencias como la soledad. Por ello, no es raro que el escritor francés apele a la poesía de otros, para que estos, o sus universos, digan la verdad.

En la voz de Quignard parece haber, siempre, algo que está por escaparse, desbordarse, pero que, en la misma medida, está contenido, si no reprimido o, en el peor de los casos, forcluido (perdóneseme el término psicoanalítico). En este sentido (¡qué vanidad es hablar acá de sentido!), la soledad recuerda un poco una de las definiciones que da Jacques Lacan de lo real: lo que no puede ser representado por ni en el lenguaje, pero que, sin embargo, lo anima y, paralelamente, lo daña. Esa contención y ese desborde a punto de estallar parecen el síntoma de un vacío que se experimenta en el intento de aprehender aquello de lo que se está hablando: pocas palabras como soledad muestran la ridiculez de una noción como la de denotación: ¿qué denota soledad? Vaya uno a saber.

2.

La escritura breve, sincopada, que tensa el ritmo y el sentido, que avanza como a golpes de efecto: la sintaxis fluye y no; el léxico es siempre una exigencia de detenimiento, llegado el caso, un precioso obstáculo para pensar (así, pensar, como verbo intransitivo). Pascal Quignard no derrocha palabras: estas parecen un bien preciado que debe dosificarse en su justa medida (Quignard: especie de «asceta verbal»), pero que, al mismo tiempo, dejan una serie de recovecos por los cuales el sentido creado se escabulle o se escurre. A su vez, hay una inoculación contra el sentido común, es decir, la escritura de Quignard funciona como antídoto al bestsellerismo de la vida cotidiana, mostrando que el sentido es algo con lo que hay que luchar, con lo que hay que tratar, algo que debe ser extraído con esfuerzo. Por eso, el tono de Quignard no se ajusta a nuestras praderas levemente onduladas, a la planicie del sentido que campea por doquier.

«Se muere solo»: este puede ser el enunciado que condensa el planteo de Quignard en Sobre la idea de una comunidad de solitarios (Valencia, Pre-Textos, 2018, originalmente publicado en 2015). Y el «se» impersonal no es ocioso: la soledad cala incluso en lenguaje con el que la decimos, como si este nos hubiera abandonado en el momento mismo en que más lo necesitamos, porque morimos solos (como hablantes), sin interlocutor. La mudez es completa; la soledad, implacable.

Desde, y a partir de, las ruinas de Port Royal des Champs a las ruinas de Le Havre (recuerdo, todavía tibio, de la guerra), en el ambiente real e imaginario del barroco, pasando por Georges de la Tour y Charles de Fleury, Quignard cuenta muertes y los efectos que estas producen sobre las personas cercanas a los que mueren, y lo hace poniendo de relieve el espíritu musical del dolor, las narraciones que la música ha dado al mundo y que el propio Quignard, en pentagrama y en literatura, ha compuesto inspirado siempre en ese intrincado arte nacido a finales del XVI y principios del XVII.  

«No pienso a través de argumentos; siempre pienso a través de imágenes, escombros de sueños, mociones, emociones, partidas, fugas, éxtasis, escenas novelescas», dice Quignard, y adivinamos en sus palabras una poética, en cuyo fondo vemos, como en la superficie de la sintaxis y del léxico, la materialidad de la música, por ejemplo, «fugas», «éxtasis». Esta poética, que podemos llamar, usando las palabras del propio escritor francés, «poética de los escombros» (de los fragmentos, de las ruinas, de la fascinación por las frases cortas que parecen dejar incompletas las ideas), recupera vidas pretéritas cuyo drama (en todos los sentidos de la palabra) pone en escena el juego de los nacimientos y las muertes: así, concurre a la cita Sainte-Colombe, «afamado» compositor del siglo XVII –siglo objeto de los desvelos de Quignard– que se destacó como violagambista y con él, la muerte como figura central del libro: «En la primavera de 1650, la señora de Saint Colombre murió. Dejaba dos hijas de dos y seis años. El señor de Sainte Colombe no se consoló de la muerte de su esposa. La amaba. Fue en esta ocasión cuando compuso la Tumba de los pesares».

Y, como sabemos, no hace falta que alguien muera (la evidencia del cadáver, digamos, su angustiosa presencia) para que la muerte se vea: «Voy a cantar lo que está en ruinas. Todo lo que es ruinas es en mí como un primer rostro. Es exactamente esto lo que los naturalistas llaman la impronta en los animales. Pasé mi infancia en un puerto que saltó por los aires al extremo de un estuario. Allí donde el Sena se ensancha, allí donde se lanzaba a La Mancha, allí fueron arrojadas las bombas»: así abre Quignard su recuerdo íntimo de las «Barracas del liceo en ruinas», estremecedor pasaje que, en su hechura misma, aparece atemperado por la música, en este caso a través de la evocación de la figura de su bisabuelo, Julien Quignard, organista de Ancenis. Laberintos del parentesco y de la arquitectura destruida, Pascal Quignard se introduce en los oscuros pasillos de la memoria para ver qué hay del otro lado, quién espera.   

El sentido de la creación artística se fragua en y emerge de la muerte –tema e inspiración de la creación poética si los hay, conjuntamente con el amor, que también vemos en la referencia a la vida de Sainte-Colombe–; finales siempre trágicos: alguien que muere en penosas condiciones, la soledad; otro que deja un reguero de angustia en sus descendientes; un tercero que no puede superar la «fuga» de su amada e intenta conjurarla artísticamente.

La soledad también es convocada en el retiro espiritual en Port Royal des Champs, al que un abogado joven y célebre, en 1637, se consagró dejando atrás su profesión y los beneficios que le traía entonces, bajo la protección del canciller Séguier. En este sentido, las ruinas, como las de Port Royal des Champs, son el signo de una soledad, de algo que ya no está y que no podrá recuperarse, pero que, en la historia de aquel abogado, funciona como el espacio en el que la soledad es la condición indispensable del desarrollo de su interioridad y de su diálogo con Dios.

Libro hecho de «retazos» (pedazos de esos laberintos personales y ajenos), de diversos relatos autosuficientes y, al mismo tiempo, conectados por el vacío, por lo que ya no está y por las huellas que esta ausencia ha dejado en forma de ruinas, el autor de El odio a la música propone una reflexión sobre la posibilidad de una comunidad de solitarios, allí donde hay un retiro hacia un refugio, a veces literal, a veces metafórico, en el que la interioridad gana espesor y se desborda en el retiro espiritual, en la pintura, en la música o en la literatura.

Pocos escritores como Quignard se relacionan así con la escritura, o más ampliamente, con el lenguaje: es consciente, hasta donde le resulta posible, de la desposesión que introduce en el que habla, el modo en que lo desplaza de los sentidos en el preciso momento en que cree haber capturado algo interesante, una intuición de la que se pueda tirar, una pequeña hilacha que nos diga algo del sentido. Quignard lucha con el lenguaje, y esta lucha se exhibe párrafo a párrafo. El resultado: huellas de una ausencia, ruinas de un argumento que no llegó a cuajar, indicios de las profundidades del alma del que está solo.

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