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Apuntes sobre ideas, arte y sociedad

Nítida confusión III

Por Luis Mardones / Lunes 13 de noviembre de 2017
Slavoj Žižek

¿Es el mundo un lugar mejor que el que ha sido? ¿Logramos que el futuro que hoy es presente sea ese lugar utópico planteado por los pensadores revolucionarios que veían en él el anhelado porvernir? Luis Mardones reflexiona sobre esto y mucho más en la tercera entrega de Nítida Confusión.

Cuando en 2014, en Problemas en el paraíso. Del fin de la historia al fin del capitalismo Slavoj Žižek polemiza con Matt Ridley, el autor de El optimista racional, no hace sino volver sobre un tópico que atraviesa el debate de ideas a lo largo de la historia.

Ridley había sostenido, y fundamentado, que las cosas en el mundo estaban mejorando, que la calidad de vida de la gente era hoy muy superior a la conocida en otras etapas de la historia y que no había elemento material u objetivo alguno que permita aferrarse a la creencia de que el futuro solo puede ser desastroso

El filósofo esloveno, un pensador dilecto de los indignados y de los radicales de izquierda universitarios, en esta ocasión, con remarcable honestidad intelectual, no descalifica como panglossianos los datos y enfoques aportados por Ridley, un periodista científico británico de orientación conservadora, y, por el contrario, los toma por válidos. Hace notar, eso sí, que ese es uno de los ángulos posibles desde los que es dable analizar la realidad, pero que hay otros. Siempre hay otros. Žižek se encargará, en la obra de marras, de ayudarnos a mirar el mundo desde esa otra perspectiva y, visto desde allí, el panorama es más oscuro y desalentador.

Žižek y Ridley están acompañados, respectivamente, por nutridas legiones de pensadores que se han alineado, antes y ahora, en el bando de los optimistas o de los pesimistas.

Optimistas y pesimistas respecto del presente y del futuro, visiones eufóricas o distópicas del porvenir y su correlación con izquierdas y derechas políticas, es, de igual modo, el asunto central que aborda Antoine Compagnon en su ensayo Los antimodernos.

También Robert Nisbet ha seguido la historia del progreso a lo largo del tiempo en una obra formidable, con la calidad que caracteriza la producción intelectual del autor de La tradición sociológica, una obra que, con el paso del tiempo, ha devenido en clásico de la literatura sociológica aportada por un académico conservador muy recomendable en virtud del vuelo y rigor de sus indagaciones.

Tanto de las obras de Compagnon como de las de Nisbet surge que la idealización del pasado y la demonización del futuro forman parte de las weltanschauung conservadoras. El futuro fue, desde que estas existen, el territorio de las izquierdas: el anhelado porvenir, el mañana utópico en el que todas las cadenas se rompen y la emancipación se realiza: «al amanecer, armados de una ardiente paciencia, entraremos en las espléndidas ciudades», profetizaba Arthur Rimbaud.

Hoy, sin embargo, Žižek y Ridley aparecen invirtiendo los roles, y, aunque esta tendencia está consolidada, el proceso se inició en los ochenta. El triunfo del neoliberalismo ha hecho que pensadores e intelectuales progresistas observen con recelo el futuro y miren con nostalgia hacia atrás. Valga el oxímoron, que los «progresistas» sean «conservadores». Las agendas activas y dinámicas, ya reformistas, ya revolucionarias, en estos tiempos de hipermodernidad son de derechas, y las izquierdas parecen limitarse a aguantar el temporal sin que se vuelen algunas chapas básicas supervivientes de un estado de bienestar y de una sociedad integrada, otrora construida.

El «todo tiempo pasado fue mejor» manriquiano (que parecería ser solo una sensación) responde, naturalmente, a causas profundas de la psique humana, y es por ello, en consecuencia, que aparece como un leitmotiv que se presenta como eterno y universal atravesando historias y geografías. Como lugar común ha sido frecuentado por el arte, las letras, las mitologías, las religiones. Los mitos de la Edad de Oro o de la Arcadia perdida, navegan por zonas aledañas.

Cuenta Platón en el Fedro que el dios egipcio Teut inventó la escritura y le quiso explicar las ventajas de su invento al rey Tamos: «Oh, rey, esta invención, la escritura, hará a los egipcios más sabios y servirá a su memoria. He descubierto un remedio contra la dificultad de aprender y retener». «Ingenioso Teut», le respondió el rey, «padre de la escritura y entusiasmado con tu invención, le atribuyes todo lo contrario de sus efectos verdaderos. Ella solo producirá el olvido de las almas de los que la conozcan, haciéndoles despreciar la memoria».

Ante la invención de la escritura surgieron, también, los dos conocidos temperamentos: apocalípticos e integrados. Mientras unos lamentaban el fin de la oralidad y la memoria, otros celebraban la potencialidad de la nueva herramienta y las oportunidades infinitas que se abrían hacia el futuro.

La profecía negativista, todos los días escuchada, «¡Este es el fin de la cultura!», atraviesa la historia entera de la humanidad. Nada nuevo bajo el sol.

Cormac McCartthy apunta en dirección opuesta, cuando en No es país para viejos, su novela más tarde llevada al cine por los hermanos Cohen nos provoca de este modo: «Hace tiempo leí en un periódico de aquí que unos maestros encontraron de casualidad una encuesta que enviaron en los años treinta a varias escuelas del país. Incluía un cuestionario sobre cuáles eran los problemas de la enseñanza en las escuelas. Y encontraron unos formularios que habían enviado desde varios puntos del país respondiendo a estas preguntas. Y los mayores problemas mencionados eran cosas como hablar en clase y correr por los pasillos. Mascar chicle. Copiar los deberes. Cosas por el estilo. Cogieron uno de los impresos que estaba en blanco, hicieron fotocopias y los volvieron a enviar a las mismas escuelas. Cuarenta años después. Y he aquí las respuestas. Violación, incesto premeditado, asesinato. Drogas. Suicidio. Me puse a pensar en eso. Porque la mayoría de las veces cuando digo que el mundo se está yendo al infierno la gente simplemente sonríe y me dice que me estoy haciendo viejo. Que ese es uno de los síntomas. Pero lo que yo creo es que cualquiera que no vea la diferencia entre violar y asesinar gente y mascar chicle tiene un problema mucho mayor que el que tengo yo».

A fuerza de repetirlo, nos hemos convencido de que aquello de que «todo tiempo pasado fue mejor» es solo y siempre nuestro «parecer». McCarthy viene a advertirnos algo obvio: es bueno no perder de vista que, a veces, en forma rotunda, sucede que, simplemente, el pasado fue mejor.


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