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el folletín filosófico

Imantada VIII

Por Aldo Mazzucchelli Mazzucchelli / Miércoles 03 de enero de 2018
«El sueño del caballero», Antonio de Pereda
En el discurso fragmentado que se propone en El Folletín Filosófico de Aldo Mazzucchelli, se plantea la posibilidad de reducir a dos las formas de respeto al lector o espectador de las creaciones literarias: la clásica y la barroca. Analizando estas formas, Mazzucchelli encuentra la referencialidad en la primera y la tragedia en la segunda, para seguir descubriendo las miles de posibilidades que nos ofrece algo que vino para quedarse: la escritura.

Reduzcamos arbitrariamente a dos las formas de respeto al otro, al lector, al espectador. La una, la forma clásica: se explicita en lo posible cada término de lo que uno quiere decir. Se tiene amor por la referencia. Se apasiona el cuerpo sobre lo que se dice y no sobre las interfases, que se entienden automáticamente a disposición. Si hay atención al medium, piedra, letra o icono, es para medirlo, para emparejarlo, para controlarlo y no dejarlo en desmadre.  Se presupone un otro, horizontal, que pueda restablecer, al escuchar, un equilibrio a lo que se le dijo. Es una forma de proceder, ya sea en discurso o en arte, en donde la inestabilidad de todo decir espera su apuntalamiento por parte de un otro que quiere participar. Al otro se lo quiere radicalmente igual, aunque no lo sea. Se lo eleva, o se lo baja hasta encontrar una contingencia dialogante, una nivelación, aunque sea a efectos del momento de la presuposición. Es el ethos del comerciante, naturalmente. También la forma ancestral de la convivialidad. La forma realizadora, ahorrativa, emprendedora y práctica. El mundo se va abriendo en objetos. No puede salir nada de esa forma que no sea tecnológico a la corta o a la mediana. Esa forma clásica no puede creer en nada que no pueda decir. Por tanto, no puede creer. Pero puede dar las condiciones para que, contradiciéndolo, surja el creyente. Pesimista, cree sí, al menos, que hay límites a lo decible, y que deben ser establecidos con claridad, y respetados dentro de lo humanamente posible.

La otra forma, barroca-siglodeoro o romántica, o decadente. Es trágica: presupone que hay un conflicto insoluble y toma partido antes de empezar a hablar. No le interesa el otro salvo para salvarse juntos en una carrera ciega y sorda hacia la luz o la nada. No comunica, pero abre caminos para que el otro pase de plano, se vaya a conversar con las sombras de los muertos o se asujete a la epifanía. No se espera «devolución» —maldita palabra de burócrata del verbo o comerciante—, sino una sumisión. Pero no a quien dice, sino a quien Dicta por atrás. El Barroco es imposible sin algún tipo de fe desesperada. Salvada la fe, el campo se hace orégano a la risa, a la fiesta, al juego, al perdón y aun a la orgía de la forma y de la carne. ¿Qué importa el decir, lo que se dice? ¿No estábamos los dos en el secreto? Y si no estamos en el secreto, te secretearé a prepo. Si no entendiste, te empujaré al abismo. Si no ves la Luz o la Oscuridad, te impresionaré, te desbordaré, te dejaré sin palabras y, por eso, sin que siquiera te des cuenta, sin referencia. La virgo, hetaira griega, es la que no entrega el alma ni la personalidad a un hombre determinado, la que no se revela ni se entrega ni siquiera en el sexo. La única que se preserva para sí. La puta —ser autoportante y por tanto no inventada, pero bautizada en el lenguaje resentido del macho— es, sin embargo, ante todo, la que no se casa, la más pura. Asegurada el alma en esta epistemología dualista hasta la náusea y el naufragio, es posible consumar la separación completa de lo que se aparenta y lo que se es. Un místico no tiene interés en salvar el himen propio ni ajeno. Disciplinas, si hay, son para salirse más lejos aún de las pequeñas demandas del cuerpo. No hay místico, barroco ni artista decadente que dure cien años. Una monja, es sabido, goza primero para luego poder entregar mejor su alma al señor. Las paredes de algunas celdas en el convento de San Jerónimo estaban cubiertas de sangres chijeteadas al chasquido de los silicios en rítmicos crepúsculos. El barroco es así la más brillante de las formas de ningunear al Sujeto otro, salvando al mismo tiempo lo que importa que permanezca a salvo entre dos que hablan-de cualquier cosa. Arte y discurso atacado por publicitario, por fatuo y por incomprensible por todos aquellos espíritus libres hasta cierto punto. El punto en el cual deciden que de ahí en más no se harán la pregunta sin respuesta que los dejaría entrar en la fiesta.

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