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Difusión

Leé un fragmento de «La noche» de Al Alvarez

Por Escaramuza / Martes 16 de abril de 2019
«La noche», de Al Alvarez (Fiordo, 2018)

Compartimos un fragmento del primer capítulo del libro La noche. Una exploración de la vida nocturna, el lenguaje de la noche, el sueño y los sueños de Al Alvarez, editado por Fiordo y traducido por Marcelo Cohen. ¿Qué ocurre cuando cae el sol?

Al Alvarez nació en Londres en 1929. Estudió en Oundle School y en la Universidad de Oxford. Recibió la beca de investigación Jane Eliza Procter de la Universidad de Princeton, y fue profesor en Oxford y Estados Unidos. Desde muy joven empezó a escribir poesía, novela y ensayo, y llegó a ser uno de los más importantes editores y críticos de poesía en The Observer, donde dio a conocer la obra de autores como Sylvia Plath y Robert Lowell. Es reconocido como uno de los ensayistas más versátiles e interesantes de la literatura inglesa contemporánea.


Introducción: Haya luz

 

Octubre de 1802. En casa del señor Clarkson, Hartley mandó

por una Vela — las apariciones lo abatían — ¡qué quieres decir,

Amor mío! — Las Apariciones — las apariciones — lo que

parece ser y no es — hombres y caras y no [sé] qué, feos, y a

veces bonitos y luego se vuelven feos, y aparecen cuando tengo

los ojos abiertos, y cuando los cierro empeoran — y la Vela cura

las Apariciones.

Coleridge, Cuadernos

 

Light hath no tongue but is all eye.

[La luz no tiene lengua sino que es toda ojo].

John Donne, «Raya el alba»

 

En los últimos cien años hemos perdido contacto con la noche. Quizá el feto que vive en el vientre la conozca, pero hasta la noche del vientre es iluminada por el rojizo resplandor que penetra el cuerpo de la madre cuando se quita la ropa. La oscuridad de veras —la subterránea, la de una habitación sellada o la negrura artificial de una prueba de privación sensorial— es una experiencia de orden diferente y para las personas del siglo XX, en condiciones de eliminarla apretando un botón, es más que nada una fuente de terror:

 

Nadie asusta a la gente a la luz del día. Espera. Como la oscuridad te estruja hacia dentro, quedas aislado del mundo y la imaginación se apodera de todo. Psicología básica. Yo había aguantado suficientes guardias nocturnas para saber cómo se multiplica el factor miedo cuando te pasas horas y horas sin nadie con quien hablar, sin nada que hacer salvo mirar el gran agujero negro que tienes en el centro del alma apenada. Pasan las horas y pierdes el giroscopio; el alma empieza a vagar. Piensas en armarios oscuros, asesinos, locos bajo la cama, todos los miedos de la infancia. Diablitos y trasgos y gigantes. Tratas de bloquearlo pero no puedes. Ves fantasmas… Fantasmas que en veinte segundos barren un pelotón entero de marines. Fantasmas que se alzan de entre los muertos. Fantasmas detrás, delante y dentro de ti. Al cabo de un rato, a medida que la noche se va ahondando, sientes en los oídos un zumbido curioso. El menor ruido se amplifica y se distorsiona. Los grillos hablan en código; la noche cobra un extraño cosquilleo electrónico. Contienes el aliento. Te desovillas, estiras los músculos y prestas atención, los nudillos tensos, el pulso golpeteándote en la cabeza. Oyes que los espectros se ríen. Qué mierda: se ríen. Te levantas de un salto, te estremeces, escrutas la oscuridad. Sin embargo, nada. Pones el arma en automático. Te agazapas y cuentas tus granadas y te cercioras de que las espoletas están listas para quitarlas enseguida y respiras hondo y escuchas y tratas de no arrugarte. Y luego, después de que pasa suficiente tiempo, la cosa empieza a empeorar.

 

Vietnam, según lo describió Tim O’Brien en Las cosas que llevaban, fue una comba en el tiempo, un regreso a la Edad de Piedra y sus terrores, un episodio en que el propio campo de batalla, totalmente alejado del mundo moderno y las comodidades que damos por supuestas, intensificaba el horror de la guerra.

Es difícil encontrar una oscuridad de ese tipo, una noche acentuada por un cielo cerrado y un bosque impenetrable. Muy al norte, aun en los yermos y a gran distancia de cualquier lugar, la oscuridad de la noche nunca es absoluta. Esto lo descubrí yo a la fuerza, hace mucho, en las montañas. Durante dos noches, aunque en años diferentes, me vi obligado a vivaquear en el mismo pico de las Dolomitas italianas. El primer vivac, sobre una larga cornisa justo bajo la cima, fue cosa cómoda. No había luna, pero el aire era tibio y el cielo estaba lleno de estrellas. Era una noche como la que un poeta místico, el galés Henry Vaughan, llamó «oscura tienda» de Dios, «serena y sin fantasmas»; y, porque la tierra gira y las estrellas se mueven, también la llamó:

 

Silencioso, indagador vuelo de Dios;

cuando el rocío colma la cabeza del señor, y las

claras gotas de la noche le empapan los rizos.

 

Las estrellas como gotas de rocío en el pelo de Dios son una imagen bella y rara, pero esa noche en la Cima Grande de Lavaredo me pareció del todo apropiada. La luz de las estrellas estivales era callada, benévola y reconfortante, y también de un brillo asombroso. Mi compañero y yo dormimos bien, acunados por los cencerros de las cabras del valle, muy abajo. El segundo vivac fue una experiencia mucho más dura. Estábamos en una saliente angosta, a mitad de la enorme y escarpada ladera norte, los dos mojados hasta los tuétanos y sin comida ni ropa de más. Esa noche había luna llena pero, hasta que salió, nubarrones de tormenta duplicaron la negrura del cielo —una tormenta de nieve que había entorpecido el descenso y nos había forzado a vivaquear—, y a nosotros nos preocupaban demasiado el equipo y nuestra seguridad como para sentir la oscuridad como algo más que un fastidio. Entonces el cielo se fue aclarando lentamente y surgió la luna para recoger los picos distantes en una fría luz azul, transformando el valle en un lago de oscuridad. Sin ella habríamos estado mejor. Cuanto más brillaba, más remotos y aislados nos hacía sentir. Era como un foco de interrogatorio, un recordatorio impertérrito de nuestra precipitación y nuestra fragilidad. Cuando al fin se puso, estábamos tan sumergidos en la sencilla empresa de no helarnos —echándonos aliento en los dedos, golpeándonos uno al otro para mantener la circulación— que apenas notamos la oscuridad. Era como el hambre: una prueba más que soportar, en absoluto tan acuciante como el frío.

Esa noche aprendí un montón de cosas, la mayoría sobre mí. Pero más tarde comprendí que también había aprendido sobre el don del fuego. Los dos fumábamos y, más vívidamente que el frío, recuerdo la tibieza y el consuelo que nos daba encender un cigarrillo. Los breves destellos de luz en el cuenco de las manos nos ayudaban a no ceder. Eran la línea de vida, nuestro vínculo con el día, y me hicieron entender por qué la supervivencia humana y la civilización empiezan con el fuego.


 Al Alvarez, «Introducción: Haya luz», La noche. Una exploración de la vida nocturna, el lenguaje de la noche, el sueño y los sueños, Buenos Aires, Fiordo, 2018, pp. 17-20. Traducción de Marcelo Cohen.

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