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crónicas

Londres: un enorme ojo y Virginia Woolf

Por Rosario Lázaro Igoa / Martes 06 de noviembre de 2018

Entre las calles de fachadas perfectas y flores impolutas que piden ser robadas de la Londres del 2000, una chica de dieciocho años deambula, un poco perdida, asombrada, extasiada —entre la bici y la caminata—, recordando a Virginia Woolf. Unos años después, Rosario Lázaro Igoa ya no no es aquella niña asombrada, pero la trae a la realidad para que, luego de leerla, viajemos con ella.

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La invariabilidad es un rasgo de pocas ciudades. Londres tal vez sea una de ellas. Nada es plausible de alteración en esas calles pulcras, esas fachadas continuas, ventanas matemáticas, jardines pimpolludos. Tampoco en el método con el que se hace cada cosa, el lugar donde se disponen los gestos, la dureza con que se fijan en la memoria. Así y todo, como siempre en algo que parece tan estático, no demoran en surgir los arrebatos. Si todo eso se debe a la amplitud del cemento, Londres es enorme; o a la multiplicación de recovecos, no lo sé. O al pretendido molde aristocrático que nunca contiene las otras vidas dentro de sí. Virginia Woolf anotaba en «Street Haunting: A London Adventure», de 1927 (traducido al español con el tan injusto título «Ruta callejera»), que al deambular por la ciudad el alma se libra del caparazón que excreta para alojarse dentro del hogar. En las calles londinenses, escribe, el alma pasa a ser una ostra central de percepción, un enorme ojo. 

Era el otoño de Londres. Año 2000. Yo tenía una bicicleta de carrera que ni siquiera era mía, sino prestada, de ruedas finitas y asiento demasiado alto. Con cierta compulsión, robaba flores, ya parcas en aquella época del año. Tenía un colchón sobre el que dormía, y que de mañana ponía contra la pared, atrás del sillón. Tenía trabajo cuatro noches por semana en un restaurante que vendía pescado australiano fresco. Por las noches, cuando volvía a casa pedaleando colina arriba, tenía un zorro que trotaba a mi lado hasta escabullirse de nuevo entre las casas de ladrillos. Y tenía también tres días libres, que usaba para perderme en esa ciudad que siempre esperaba que alguien más la recorriera, alguien como yo, obsesionada con las galerías de arte en las que no se pagaba entrada y con las vitrinas de una coquetería obsesiva.

Londres ofrecía un desafío al que era bravo resistirse. Los días libres, dejaba mi bicicleta en la estación del barrio y tomaba el metro, de Brixton a Charing Cross. Tenía un discman, me olvidé de decir, y le daba vueltas a un disco de Moby. En medio del subte, empezaba la fascinación con la multitud de caras, los gestos esquivos que no correspondían a mi necesidad de mirar otro ojo. Cualquier ojo. Nadie miraba a nadie. Era una fascinación a contrapelo. Pero me fascinaba también una planta que sabía atrapar el sol ausente allá abajo, y eso traía a Virginia Woolf, sus apuntes sobre los crujidos leves y susurros de hojas que sabía detectar en plena ciudad. Un ojo y un oído, capaces de dar cuenta del embate natural en pleno cemento. Yo tenía dieciocho años y un desasosiego tan grande que no me entraba en el cuerpo. Pero esa posibilidad de percepción era un desvelo.  

Al salir a la superficie en Charing Cross el deambular se intensificaba. Rondar (el verbo perdido en el ensayo traducido al español), perderse entre «… el brillo refulgente de los ómnibus; el esplendor carnal de las carnicerías, con sus ijadas amarillas y filetes morados; los ramos azules y rojos de flores que se exhiben osados tras el cristal del escaparate de la floristería». Había un contraste agudo entre los interiores cálidos y el clima helado desde donde veía las cosas, un contrapunto excluyente en mis paseos por el Soho. Tardes que caían demasiado rápido. Librerías. Museos. Sex shops. Galerías de arte. La multitud de Virginia Woolf era la misma. Caminaba sin rumbo, como se debe. Yo inventaba compras inverosímiles, como ella. Quería también encontrar a la misma enana del ensayo sobre esta misma ciudad, su cuerpo oscilante entrar a la zapatería, circundada por dos mujeres que a su lado eran «benévolos gigantes». Quería verla elegir un par de zapatos para su pie perfecto; presenciar el momento en que esa pieza completaba algo que se desvanecería apenas saliera al exterior nuevamente.

Aquel día ocurrió justamente lo contrario: miré hacia un costado y me sobresalté. Ahí estaba la escultura de Ron Mueck, que yo ni sabía quién era en aquel momento. Un gordo enorme, completamente en pelotas, retraído contra la esquina de la galería de arte, me miraba desconfiado. Ojos azules, a metros de distancia. Paré la caminata y me detuve contra el vidrio, el tiempo suficiente para observar la casi transparencia de aquella piel blanca, el lunar en la mandíbula derecha, las arrugas de las rodillas, sus dos ojos pendientes de mi gran ojo, el que volvió varias veces más a esa vereda, sin atreverse a entrar, solo para darse cuenta de que el «Big Man» era siempre así, invariablemente desconfiado, mirara quien lo mirara.

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