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mochila al hombro

Un domingo hindú en Ecuador

Por Tania de Tomás / Martes 24 de julio de 2018

Tania de Tomas, en su rol de viajera errante, nos cuenta de aquel domingo que vivió en Quito, pero que bien podría haberlo vivido en la India. Y de yapa, nos regala dos historias de amor que huelen a cúrcuma e incienso.

Son las diez de la mañana de un domingo en Quito, hace calor. Los almacenes chinos que rodean la zona y que venden casi cualquier cosa despiertan junto con la cumbia que suena furiosa en el parlante de una tienda de electrodomésticos. Familias toman helado color fucsia en cucurucho, perros deambulan por las calles grises y muchos policías parecen jugar a ordenar el tránsito. Calles que desprenden un olor a pollo frito que me revuelve el estómago, tiendas que compran oro, niñas que venden naranjas, una mujer que se frota contra los muslos de un hombre viejo, un hombre viejo que se limpia los mocos en la suela de su zapato. Una anciana asoma por la puerta de madera de una casa derruida. Afuera hay algo que parece una peregrinación pero que en realidad es el cortejo de un velorio. Las prostitutas, desgastadas en la esquina, esperan algo, alguien. Algunas perfectamente maquilladas, da la sensación de que llegaron recién, otras, en cambio, exudan con desparpajo la noche anterior en sus rostros demacrados, en sus polleras chorreadas, en sus piernas entumecidas.

Me detengo en la intersección de Manabí y Venezuela para esperar a Olivia, mi compañera de viaje. Dentro de media hora, a una cuadra de esa esquina, comenzará un casamiento doble hindú en un templo hare krishna. Me siento en un escalón de mármol blanco y frío. Y, mientras espero, leo El zoo humano, de Desmond Moris. «El animal humano es básica y biológicamente una especie formadora de parejas.» Si hubiese podido guionar la escena, no podría haberlo hecho mejor.

Entramos al centro antes de que la ceremonia comience. Nos sentamos en un banco largo de madera, mientras unas diez personas alistan el sitio. Con bloques de material intentan armar un cuadrado en el centro de la sala para encender el fuego sagrado, una parte fundamental del ritual en toda ceremonia hindú. Luego cubren el suelo con gran variedad de frutas, flores de colores, pétalos de rosa y cuencos con arroz. Prenden muchas velas e inciensos. El ambiente huele a sándalo y rosas. Es como si, de repente, un trozo de la India descendiese en medio de la capital más antigua de Sudamérica.  El mantra de los hare krishna comienza a escucharse en todo el templo.

Hare kṛiṣhṇa hare kṛiṣhṇa

kṛiṣhṇa kṛiṣhṇa hare hare

hare rāma hare rāma

rāma rāma hare hare

Me detengo en los devotos y en cómo ajustan con gran precisión y velocidad cada detalle mientras palmean sus muslos al ritmo del hare hare krishna. Escuchar este mantra durante dos horas seguidas, en variedad de ritmos (existe la versión salsa del mantra), puede llegar a dejarla a una un poco confundida. Los hare krishna, en cambio, no paran. Cantan, repiten sin cansarse el nombre de su dios, lo hacen de todas las formas posibles, lo gritan. Parece que la palabra krishna tiene un efecto motivador en ellos.

Soplan un caracol para comenzar la ceremonia. Entran los dos hombres y luego lo hacen las mujeres. Una lleva puesto un sari de color rojo bordado con hilos plateados. El pelo está recogido con una flor y la tiara, que pasa justo por la mitad de la cabeza, le llega en forma de círculo al entrecejo o tercer ojo, como lo llaman en India. La otra es un poco más discreta aunque también lleva puesto un sari color uva bordado. Ambas tienen dibujos rojos en las manos hechos con una pasta preparada con polvo de cúrcuma y sándalo.

Hay un gurú que va dirigiendo la ceremonia. Todos estamos sentados en el suelo. La mayoría de los presentes repiten las frases en sánscrito, se advierte que no es la primera vez que participan de una celebración como esta. Los novios permanecen sentados, cantan y sonríen a algunas cámaras. Durante la ceremonia extienden sus brazos y los colocan en dirección al fuego. Hay miradas cómplices y muchas madres (así llaman los hare krishna a las mujeres) que parecen estar atentas a que el ritual se siga al pie de la letra.

Solo falta el momento del . La gente murmura y saca como desaforada algún aparato que le permita registrar ese momento. Se paran los cuatro. Quedan de pie frente a frente. Ellos le colocan a sus futuras esposas un collar de flores; luego, la escena se repite, pero a la inversa. Los recién casados sonríen y saludan. Los presentes aplaudimos, emocionados. Es una verdadera fiesta. Las palmas al compás del canto, las guirnaldas de colores que cuelgan del techo, el aroma a cardamomo que sale de la cocina y augura un delicioso almuerzo, el fuego sagrado, los saris y los puntos rojos en el centro de la frente.

El festejo también es en el piso de arriba. Antes de irme quiero chusmear un poco así que subo las escaleras haciéndome la distraída. Miro de refilón por la puerta de madera semiabierta y veo cómo diez hombres vestidos de blanco saltan sin parar y gritan hare krishna. Cada vez lo dicen más rápido, cada vez saltan más alto. Pienso que están drogados de cantos devocionales. Sonrío. Bajo las escaleras, me envuelvo el cuello con un pañuelo café y salgo del templo. De nuevo en las calles de Quito veo cómo un hombre elegante con su preciosa trenza negra camina de la mano con una cholita de sombrero y pollera.


 

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