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Crónicas

Helen Garner: Melbourne, ficción y no ficción

Por Rosario Lázaro Igoa / Lunes 24 de agosto de 2020
Helen Garner, por Nicholas Purcell

Un cuaderno amarillo y otro abandonado unen a las escritoras Rosario Lázaro Igoa y Helen Garner. Ambas escriben, anotan y crean entre la efímera frontera de la ficción y no ficción. Desde el recuerdo de un bar en Melbourne, Rosario Lázaro nos presenta los diarios y otras novelas de la escritora autraliana.

Reconozco haber pensado (y prometido, lo que es peor) una crónica sobre Bali, otra sobre el sur de Marruecos. Serían llenas de aventuras, pero tendrán que esperar. Estoy leyendo a la australiana Helen Garner (Geelong, 1942). Era materia pendiente. Y ahora, imposible no escribir sobre Melbourne. En la televisión, anunciaron un nuevo toque de queda en esa ciudad, después de que pareciera, durante semanas, que la normalidad fuera posible, de alguna forma. Los casos de este virus revirado no paran de acumularse. Primero fueron los incendios. Humo denso. Después el virus. Confinamiento. Cansancio. Tristeza. Fronteras estaduales cerradas. Una y otra vez.

Empecé por los diarios de Garner, recientemente publicados en inglés como Yellow Notebook: Diaries (Text Publishing, 2019). Son anotaciones de un poco después de publicada su célebre novela, Monkey Grip (1977, Text Publishing, 2019), con la que seguí la inmersión Garner. Parece que ella misma se ocupó de quemar los diarios anteriores a esa fecha. Y de publicitarlo, décadas después. Según cuenta, vivió un año en Francia con su hija ya entrados los 70 y a la vuelta empezó el registro atesorado. «No estoy segura si fue un cambio de tono en la escritura, o el cambio de escenario, o una mayor brevedad, o porque dejé de escribir y escribir sobre el “amor”, pero la lectura de lo que había escrito en aquel entonces de a poco dejó de darme vergüenza», ha dicho.

Pero el amor no huye de este «cuaderno amarillo». Parejas que se terminan. Sucesivas crisis de amor propio. Melbourne datado, setentoso, como no lo habría imaginado (¿se puede imaginar el pasado de esas ciudades que fueron siempre tan remotas?). Vueltas en bicicleta alrededor del barrio de Carlton. Una maternidad improvisada, como todas las maternidades. Piscinas públicas de Fitzroy. El nadar sin pausa. Esa oda al deporte, sin mucha vuelta. La formación intelectual en este otro nuevo mundo. Una escapada a Sydney. Retorno a casa. Las sábanas limpias. Aire amarillo de verano. Incendios, siempre. La hija, que surge en los apuntes y luego desaparece, como si a veces no existiera. El fervor religioso con el que Garner ordena el mundo individual. La precisión inglesa sobre una naturaleza indómita, Australia.

Como dije, a los diarios le siguió Monkey Grip, una oda desesperada: al amor, cueste lo que cueste. Javo, el junkie; la protagonista, dependiente de él en una simbiosis que da miedo. Alrededor, Melbourne una vez más, en una mezcla de ficción y no ficción cuya dosificación poco importa. Por cierto, en 2002, Garner llegó a rebatir las críticas por ventilar demasiadas intimidades de aquel círculo de amigos (los de la novela, a los que retrata implacable) y reconoció: «Sí, publiqué mi diario. Es exactamente lo que hice».

Y de la novela, salté a lo que se supone son cuentos, Stories: The Collected Short Fiction (Text Publishing, 2017). En realidad, como muchas veces ocurre, los textos se deslizan entre los géneros y hay ensayo, columnas y también crónicas (el otro volumen, True Stories, es el que publicó Libros del Asteroide en 2018). Tal vez por la cercanía entre estos libros que precipita la lectura, o porque siempre se escribe sobre lo mismo, es que algunas imágenes, ciertas obsesiones, parezcan filtrarse entre los dominios de la ficción y la no ficción. Seguiré por The Spare Room (La habitación sin invitados, Salamandra, 2012), novela sobre la amiga moribunda que llega a la casa de una tal Helen a pasar un tiempo y que también se ha traducido al español. A llorar, se ha dicho.

A veces extraño un viaje que hice a Melbourne. Era de noche. Bajé del ómnibus en la esquina de la casa en que me hospedaba. Carlton. Había un bar justo frente a la parada. Entré y pedí una copa de vino. El bar parecía belga, o eso pensé (todos los bares hermosos siempre me parecen belgas). A través de la ventana, el viento frío de la ciudad, las casas bajas una pegada a la otra, los porches ornamentados y, de pronto, la angustia honda por una salud que se deterioraba a miles de kilómetros de esa ciudad. No anoté esto. Justamente, leer los diarios de Garner me hizo volver sobre un cuaderno abandonado. Tiene hojas todavía. Ensayo entradas, tan domésticas: «Fui al parque y miré hacia el sur y vi las colinas verdes, vacías, como si se tratara del campo, alejado de todo». «Ya sabe subir a la mecedora. Lo hace con todo el arrojo de sus catorce meses». «Las flores de la entrada, de una enredadera azul violácea adepta al invierno, han empezado a caer al suelo, abatidas». «Necesito hibernar y despertarme en primavera».

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