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crónicas

Chatwin en la Patagonia y el Toyota de los once mil kilómetros

Por Rosario Lázaro Igoa / Miércoles 26 de diciembre de 2018

Entre lagos de colores esmeraldas y montañanas que se presentan inmensas, Rosario Lázaro Igoa recorre la Patagonia en un Toyota Coupé que aprieta el cuerpo y el tiempo, y nos trae la mezcla de sus recuerdos con los del viaje que hiciera al mismo lugar Chatwin.

En un viaje al sur de Argentina y Chile, mis padres confundieron el pueblo Perito Moreno con el glaciar en sí, a mil doscientos kilómetros de distancia. Ya antes de llegar, un paisano nos alertó que los hielos eternos no estaban ahí. Huelga decir que el viejo Toyota Coupé con cuatro ocupantes tuvo que volver al Océano Atlántico (no había ruta por la cordillera o si la había no era apta para nuestro vehículo) y volver a entrar en Río Gallegos en dirección a las montañas. Si ya eran largas las jornadas de ruta, aquel año pasamos once de los veinte días de vacaciones apretados en el autito. Unido al equívoco cartográfico, es patente todavía hoy el color esmeralda turbia del Lago General Carrera y la ruta que lo bordeaba. Ese camino se equilibraba al borde del precipicio y dejaba pasar un solo vehículo a la vez. El Toyota se recalentó en una subida de ripio. Mi madre, tan anticlerical ella, admite que rezó en silencio para que no termináramos en caída libre. Por lo pronto, no nos cruzamos con ningún auto hasta llegar al pueblo de Chile Chico.

Hace años, leí In Patagonia y no sé si me acordé de más cosas de aquel viaje, o si las fui inventando, como bien supo inventar Bruce Chatwin en estas crónicas por el sur del continente. Al viaje, Chatwin lo justifica como si fuera tras las pistas del milodón, cuyos restos el primo de su abuela encontró en la ensenada de Última Esperanza. Tanto deseaba tocar ese pedazo de cuero prehistórico conservado en una biblioteca vedada a los dedos del nieto, que se embarcó en la aventura. Antes, muerta la abuela, hay que decir que alguien tiró a la basura el vestigio del animal. Pero no es difícil darse cuenta de que su viaje es viaje por viajar. Chatwin se mueve como una criatura infatigable, registra todo (o esa ilusión del todo tan engañosa de la crónica), e inventa el resto. Así, el libro sobre la Patagonia es una sucesión de recorridos desventurados entre pueblos que casi no existen, colonos europeos, indios desplazados, paisajes tan infinitos como monótonos y un humor siempre mordaz, siempre irónico.

Lo de Chatwin es la pincelada escueta y lapidaria. Para el cronista, una especie de William Hudson del siglo XX en las extensiones patagónicas, escribir demasiado sería tener más humanidad que la imprescindible. Y eso no se lo permite este inglés, que también sabe ser rancio. Marchand de arte devenido viajero a sueldo, transforma todo lo humano en excusa para el comentario distante, la dosis de ironía. Escribe, como al pasar, sobre el cultivo inútil de flores en los jardines áridos y ventosos; la india de sombrero de copa que masca ajos en el ómnibus; el alemán tomador de chicha y nostálgico de Luis II de Baviera. Incluso sus presumibles affaires a lo largo del camino se entienden más por lo que no dice, por las omisiones en medio de notas dosificadas y sensuales.

Los viajes en el Toyota buscaban ser didácticos, o al menos eso pretendían mis padres con sus hijos. A medida que recorríamos la friolera suma de once mil kilómetros, supimos leer la historia de los primeros navegantes, de los Onas, de los buscadores de oro, los criadores de ovejas, los guanacos, los pumas, hasta de los castores introducidos, capaces de desviar a los ríos de sus cauces… Un cierto afán enciclopédico caracterizaba al jefe de familia, hay que decirlo. Chatwin se mete con todo eso, pero le sirve para oscilar entre las anécdotas de lo que supuestamente le pasó, y el dato que respalda la unicidad del universo que recorre. Es difícil hoy abstraer al recuerdo del influjo de su mirada irónica. Y es incluso probable que otras imágenes, como la mancha tiznada de la mina de Río Turbio, que sí vimos desde el Toyota, o la persecución de conejos demasiado blancos en un bosque de Ushuaia, sean hoy más texto que otra cosa.

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