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mochila al hombro

En busca de la Isla del Sol

Por Tania de Tomás / Jueves 29 de marzo de 2018
Tania de Tomas escribe para que viajemos con ella en su mochila y esta vez el destino es la Isla del Sol, a orillas del lago Titicaca. Por senderos y alturas que nos dejan sin aliento, Tania traza un mapa entre culturas, turistas y la naturaleza que se expande a lo largo y a lo ancho de esta isla boliviana.

«A veces parejas de enamorados, a quienes el paso de la corriente sugiere mil símiles de amor, que a ellos se les antojan nuevos y son eternos. Otras veces, son solitarios paseantes que durante unos momentos recuerdan instantes de su vida que pasaron como el agua indiferente transita bajo el puente.» La chica rubia leía en voz alta pasajes de Fin de viaje, de Virginia Woolf. Era la recta final de la aventura, y esta vez no estaba sola. Hacía veinte días que viajaba con Migue, un murciano, que había conocido en Cuzco.

Entrecerré los ojos por el reflejo del sol al bajar del bus. El olor de la gasolina mezclada con el de los cuñapés que vendía una cholita a pocos metros me dieron el indicio de que había llegado. Copacabana no era precisamente el retrato que me había imaginado: demasiado turística, demasiado caótica. Habíamos llegado sin tener la más mínima idea de dónde íbamos a pasar la noche, por lo que la búsqueda de un hostel tardó un poco más que lo habitual. Al llegar dejamos las mochilas y fuimos al muelle, teníamos que ver al menos una vez cómo el sol se iba poniendo en ese lago Titicaca que horas más tarde íbamos a navegar.

El agua densa reventaba contra la pequeña embarcación mientras surcaba el lago más alto del mundo —está casi a 4000 msnm—. Mientras lo hacía, me sacudía, nos sacudía a todos (menos a Migue que estaba roncando en mi hombro). Lo sentí como una travesía, una sencilla travesía posmoderna en la que decenas de viajeros con mochilas al hombro, celulares encendidos y parlantes a todo volumen se sentían espíritus libres.  

Llegamos a la isla. A través de la ventana de la habitación se veía un pico nevado, era el Huayna Potosí, con sus 6088 msnm. Nos empezamos a hacer la cabeza con subirlo. Aunque le intenté explicar que para mí era físicamente imposible.

Después de la charla de Huayna Potosí sí, Huayna Potosí no, salimos a caminar. Costaba respirar. El centro del pueblo estaba un poco más alto que nuestro hostel por lo que había que ir cuesta arriba y créanme que en la Isla del Sol, ese cuesta arriba va en negrita y con mayúscula.

Bajo esa noche estrellada de luna nueva el aire espeso hacía difícil el movimiento. Estábamos solos paseando por aquellas calles de adoquines, en las que había pequeñas casitas incrustadas y en la atmósfera advertimos algún encanto.

Dos mujeres de cabello negro azabache, con largas y coloridas faldas y ruanas, que una de ellas usaba como mochila, arreaban con determinación cuatro o cinco mulas. Sudaban mientras lo hacían. Me daba la sensación de que cada paso les costaba, seguramente porque me hubiese costado a mí. Contemplé su belleza, sus rostros, tan ancestrales como fascinantes, y levemente sonreí. Ellas no hicieron ni una mueca. Se limitaron a mirarme con unos ojos que decían algo así como: No sos bienvenida en este lugar.

Pasaban las horas y el contacto con los lugareños solo empeoraba. No hablaban con nosotros, no sabíamos si era porque no nos entendían o simplemente porque no tenían ganas.

Puso un palo entre nosotros y me tendió la mano.

—Dame plata.
—¿Qué? —respondí.
—Plata. Te vi cómo le sacabas una foto a mi mula. Dame plata.

Era un niño que no tenía más de cinco años. Se me hizo un nudo en la garganta.


—Perdón. No sabía que era tu mula —contesté desorientada.

Seguía con la mano estirada y con el palo en el mismo lugar. Le pedí permiso y le dije que iba a pasar. Estaba con los ojos por explotar cuando hice la curva de la escalerita y se me plantó una niña guerrera un poco más grande que él.

—¿No escuchaste? Me vas a pagar porque, si no, no pasás.

Migue me miraba y me hacía señas de que siguiera, de que eran niños, de que no pasaba nada. Yo no podía moverme. La mirada de esa niña era implacable y no era de niña. Apreté los dientes y volví a decirle que no iba a pagarle. Finalmente me dejó pasar mientras decía palabras en quechua que obviamente no entendí. Me senté unos escalones más arriba y lloré.

*

En el extremo sur de la isla habita la comunidad Yumani, la única que por esos días le abría las puertas al turismo. La única que conocimos (bueno, conocimos es un decir) durante los cuatro días que estuvimos ahí.

Bordeamos la costa hasta llegar a la frontera terrestre entre el sur y el norte. La bandera roja de prohibido pasar flameaba en la barrera. Tres hombres estaban haciendo guardia. Nos acercamos sin demasiadas pretensiones. Preguntamos por qué no se podía pasar. Tomen asiento, dijeron. Nos explicaron el conflicto entre las comunidades Challa (centro) y Challapampa (norte), durante más de una hora, con mapa incluido. Contaron que desde siempre la comunidad Challapampa monopoliza el turismo en la parte norte (que incluye también el centro). La comunidad Challa decidió construir cinco cabañas con el financiamiento de la alcaldía de Copacabana y los de la comunidad Challapampa las prendieron fuego. Quien asumió el rol de vocero contó que no era porque se habían construido en un sitio espiritual, sino que todo se reducía a que esa familia quería seguir monopolizando la zona y las ganancias del turismo.

En medio de la charla vimos cómo una pareja de gringos cruzaba la frontera camino al norte. Uno de ellos empezó a correr haciéndole señas de que no podían ingresar, de que volvieran. Como no sabía español, el que estaba hablando con nosotros tomó la posta de la situación. La pareja llegó donde estábamos. Hicimos de traductores, intentamos explicarles en inglés por qué no podían conocer el otro extremo de la isla. Ellos no tenían ni la más mínima idea de que estaba bloqueada esa zona para el turismo, sabían tan poco del lugar como el lugar de ellos, con la diferencia de que ellos habían decidido visitarlo.

El hombre de gorro morado y pies cansados ya no habla, ahora toca la quena. El viento despeina y me hago un bollito mientras tapo mis piernas con un pañuelo. La melodía, sigilosa, se diluye en el lago y en un cielo traslúcido; en la magia que sentí en algún que otro sueño pero que esos días casi no conocí.

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