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mochila al hombro

Donde las cosas suceden

Por Tania de Tomás / Miércoles 24 de octubre de 2018

Tania de Tomas se calza la mochila para llegar a un «estado de excepción» por naturaleza: Ilha Grande, la isla mágica que se descubre en Brasil, y que ofrece un sinfín de experiencias fuera de lo común.

La isla es «un estado de excepción», dice el libro Atlas de islas remotas, un libro objeto, exquisito para leer en voz alta. Y ese pasaje hizo que me diera cuenta de que las islas, todas, despiertan en muchos de nosotros, los humanos, el sentimiento de que estamos yendo hacia algo «extraordinario». Tal vez porque para llegar tenemos que recorrer algunos kilómetros de mar, porque está lejos de la tierra firme, del continente, de ese lugar del que justamente queremos alejarnos por un rato. O porque las islas parecen tener sus propias normas y parece que todo puede suceder. «Un espacio teatral», dice la autora, y yo agrego en el que somos otros, en el que nos reseteamos para buscar algo nuevo. «El paraíso puede ser una isla, pero el infierno también lo es.» Y este, como el de la mayoría de las islas, es el caso de Ilha Grande. Un lugar que en la dictadura militar se convirtió en la conocida Colonia Penal Cándido Mendes y acogió a muchos presos políticos, y que hoy es uno de los lugares más codiciados por los turistas. Queda a 125 kilómetros de Río de Janeiro y se la conoce como el Caribe brasileño. Esta perla del litoral carioca no tiene rutas, ni autos. Ergo, uno puede moverse en botecito, taxi boat, velero y, si se va por tierra, en bici o a pie.

Llegamos a Abraão, la capital turística y económica de la isla, de noche, ocho amigos y yo. La travesía, la hicimos surcando un mar por momentos muy agitado. Era viernes y el Grito de Ipiranga, la conmemoración de la independencia brasileña: la isla estaba repleta, como si estuviésemos en enero o febrero, la temporada más alta. Corsos callejeros, escuelas de samba, calorcito, mucho alcohol y poca marihuana (no es legal, y no es tan fácil conseguir). Nos constó poco sumergirnos en el tan ansiado «modo isla».

Ilha Grande tiene ciento seis playas: arenas blancas, mares turquesas cristalinos, olas, rocas, mata atlántica (vegetación selvática que predomina en la isla). Hay dieciséis circuitos de trilhas (caminos en portugués) y muchísimos más que se fueron armando con el tiempo. Hay barcitos playeros, restaurantes, puestitos ambulantes que venden caipirinha y suculentas tortas elaboradas. Hay una playa que dicen que es la tercera más linda de América Latina, y hasta hay un chico que vive en una casa del árbol.


Apenas había amanecido. El aroma a café recién hecho y a naranja iba despertando hasta a los más perezosos del grupo. Es tan distinto viajar de a muchos. Me reconforta saber que están ahí. Esta vez no soy quien tiene que mirar el mapa, elegir el circuito, buscar el mejor cambio o pensar la cena. Por lo que me dejo seducir por el engranaje y la logística grupal, y también por la pérdida de la noción del tiempo. Me pierdo en la caída del agua en la cascada de Feiticeira, en lo blanco de la arena en Praia do Dentista y en el agua cristalina y repleta de peces de colores (perfecta para hacer snorkel) de la Laguna Azul. Ese día salimos temprano ya que decidimos hacer la trilha que va hacia la Lopes Mendes, una playa elegida en 2014 como la décimo tercera más bonita del planeta. Sí, también se puede llegar en embarcación, pero la adrenalina y el esfuerzo físico que supone el camino nos tentó a todos por igual. Con cada paso, nos adentramos más en la densidad de la selva, el paisaje es completamente verde, los árboles enormes evidencian sus años, y sus raíces muchas veces salen de la tierra, levantan el suelo. Las grandes hojas de palma brillan con el sol, mientras el aroma dulzón de alguna flor invade el ambiente. No hay más que el sonido de nuestras pisadas en la hojarasca que se acumula en el piso y alguna que otra chicharra a lo lejos. A medida que vamos ascendiendo podemos ver el agua turquesa colándose por entre las ramas. La adrenalina ahora se mezcla con la ansiedad de llegar, de ver, de tocar, de estar ahí. Falta poco menos de cien metros para el mar, para aquellos tres kilómetros de arena blanca, muy fina. Nos miramos, estamos todos. Caminamos despacio, saboreando cada paso, con la certeza de quien va a llegar al paraíso.


 

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