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Narrativa canaria

Leé un avance de «Panza de burro», de Andrea Abreu

Por Andrea Abreu / Lunes 26 de junio de 2023
Detalle de portada de «Panza de burro» (Barrett, 2020) y Andrea Abreu.

Un libro de Andrea Abreu (Tenerife, 1995) que se merece todo el éxito que ha tenido. Sabina Urraca, su editora, afirma: «hay veces en las que he llegado a pensar que Panza de burro no era un libro, sino más bien un largo y poderoso exabrupto, un estallido de emoción a las faldas de un volcán, un corazón de mirlo latiendo bajo la tierra». Leé un avance de la mano de la editorial sevillana Barrett. 

Tan echadita palante, tan sin miedo

Como un gato. Isora vomitaba como un gato. Jucujucujucu y el vómito se precipitaba dentro de la taza del váter para ser absorbido por la inmensidad del subsuelo de la isla. Lo hacía dos, tres, cuatro veces por semana. Me decía me duele un montón aquí, y se señalaba el centro del tronco, justo en el estómago, con su dedo gordo y moreno, con su uña chasquillada como por una cabra, y vomitaba como quien se lava los dientes. Jalaba del agua, bajaba la tapa y con la manga del suéter, un suéter casi siempre blanco con un estampado de sandías con pepitas negras, se secaba los labios y continuaba. Ella siempre continuaba.

Antes nunca lo hacía delante de mí. Recuerdo el día en que la vi vomitar por primera vez. Era la fiesta de fin de curso y había mucha comida. Por la mañana, la colocamos encima de las mesas de la clase, todas unidas, con papelito de fiestita de cumpleaños por encima. Había munchitos, risketos, gusanitos, conguitos, cubanitos, sangüi, rosquetitos de limón, suspiritos, fanta, clipper, sevená, juguito piña, juguito manzana. Jugamos a los borrachos dentro de la clase e íbamos dando tumbos agarradas Isora y yo de los hombros, como dos maridos que le habían puesto los cuernos a las mujeres y ahora se arrepentían.

Se terminó la fiesta y llegamos al comedor y todavía había más comida. Las cocineras nos hicieron papas con costillas, piñas y mojo, la comida preferida de Isora. Y cuando pasamos con nuestra bandejita de metal, con nuestro panito, nuestro vasito de agua empozada (que sospechábamos que era del grifo, a pesar de que en la isla no se podía beber) y nuestros cubiertos y nuestros yogures Celgán, las maestras del comedor nos preguntaron que si mojo rojo o mojo verde e Isora respondió que mojo rojo, y yo pensé que qué echadita palante, mojo rojo, y no tiene miedo de que sea picón, no tiene miedo de comer cosas de gente grande, y que yo quiero ser como ella, tan echadita palante, tan sin miedo.

Nos sentamos en la mesa y comenzamos a comer a la velocidad a la que se tiraban los chicos con las tablas de San Andrés. No había gomas al final de la cuesta. Los chorros de mojo deslizándose por nuestras barbillas, las trenzas aceitosas de meter los pelos dentro del plato, los dientes llenos de trozos de millo y orégano, cagadas de paloma blanca, como llamaba Isora a la comida de los dientes. Y mientras tragábamos yo ya sentía una tristeza como un estampido, una agonía en la boca del estómago, la boca seca como después de haber comido leche en polvo mesturada con gofio y azúcar. En verano no íbamos a poder salir del barrio, la playa estaba lejos. No éramos como las otras niñas que vivían en el centro del pueblo, nosotras vivíamos en medio del monte.

Isora se levantó de la silla y me dijo shit, vamos pal baño. 

Yo me levanté y la seguí.

La hubiese seguido al baño, a la boca del volcán, me hubiese asomado con ella hasta ver el fuego dormido, hasta sentir el fuego dormido del volcán dentro del cuerpo.

Y la seguí, pero no fuimos al baño del comedor, sino al de la segunda planta, donde no había nadie, donde decían que vivía una niña fantasma que se comía los roletes de las chicas que se copiaban de la tarea.

Hice pipi y me aparté para que hiciera Isora. Lo hizo y, después de subirse los pantalones, después de ver su pepe peludo como un helecho abriéndose en el suelo del monte, se alongó sobre lo blanco del váter, estiró el dedo índice y el medio y se los metió dentro de la boca. Nunca había visto algo así. Aunque en realidad en esa ocasión tampoco lo vi. Me viré pal espejo. La escuché toser como un animalito pequeño y desnutrido, me vi los ojos grandes, dos puños reflejados en el cristal. Mi cara asustada, un miedo que me mordía la piel por dentro, la garganta de Isora quemándose y yo sin hacer nada.

Escuché el vómito.

En mi cabeza imaginé su cadenita de la Virgen de Candelaria colgando de su cuello, colgando sobre el agua que después arrastraría todo lo que había arrojado.



Un fisquito namás

Doña Carmen, usté hace sopa magi, la de sobre?, le dijo Isora a la vieja. No, miniña, por qué? Dice mi abuela que la sopa magi es sopa de putas. Ah miniña, pues no sé. Yo la sopa que hago la hago de las gallinas que yo tengo. Doña Carmen estaba virada de la cabeza pero era buena. Casi todo el mundo la despreciaba, porque, como decía abuela, tenía cosas de guárdame un cachorro. Doña Carmen se olvidaba de casi todas las cosas, pasaba largas horas caminando y repitiendo rezados que nadie conocía, tenía un perro con los dientes de abajo salidos pafuera, salidos pafuera como los de un camello. Perro sato, perro sato, jala y que te cargue el diablo, le decía. A veces le posaba la mano sobre la cabeza con cariño, otras le gritaba juite, perro, juite, perro del demonio. Doña Carmen lo olvidaba casi todo pero era una mujer generosa. Le gustaba que Isora la visitara. Vivía por debajo de la iglesia, en una casita de piedras pintadas de blanco con la puerta pintada de verde y las tejas viejas y llenas de mujo y de lagartos y de lonas de zapatos viejos traídos de Caracas, Venezuela, y de verodes grandes como arbolitos. Doña Carmen lo olvidaba todo menos pelar las papas, eso sí sabía, las pelaba en círculos, las ponía de canto y con un cuchillo con el cabo de madera les sacaba la cáscara como un collar enorme. Doña Carmen hacía papas fritas con güevos para merendar. Isora le llevaba las papas y los güevos de la venta de la abuela y ella guardaba un poquito pa la merienda de Isora. Guardaba un poquito pa la merienda de Isora y si yo iba pues también me daba. Me daba, pero a mí doña Carmen no me quería tanto como quería a Isora, eso ya yo lo sabía. Isora sabía hablar con las viejas. Yo me limitaba a escuchar lo que se decían. Ustedes quieren un fisquito café, misniñas? A mí no me dejan beber café, le respondí. Yo sí, un fisquito, dijo Isora. Un fisquito namás. Ella siempre un fisquito namás. Lo probaba todo. Una vez comió comida de perro de la que había en la venta para saber lo que se sentía. Ella lo probaba todo y después si era necesario lo vomitaba. Yo tenía miedo de que mis padres me olieran el café de la boca y me arrestaran, pero Isora nunca tenía miedo. No tenía miedo aunque la abuela la amenazara con meterle un leñazo. Ella pensaba que la vida solo era una vez y que había que probar un fisquito siempre que se pudiese. Y un fisquito de anís, miniña? Un fisquito namás. Un fisquito namás. Un fisquito namás, decía.

Isora se tomó la gotita de café que le quedaba a la taza de la que estaba bebiendo doña Carmen y, directa, alargó el brazo para coger el vasito que la vieja había servido con anís del mono. Isora eructó, eructó como cinco veces seguidas. Y luego bostezó. Y en ese momento, doña Carmen la agarró por la barbilla y le miró los ojos, aquellos ojos verdes como uvas verdes. Escarbaba en sus ojos lagrimosos como quien saca agua de una galería. La vieja se quedó asustada: miniña, tú sabes si alguien te tiene envidia? Isora permaneció inmóvil. Por qué doña Carmen? Qué pasó? Miniña, tú tienes mal de ojo. Vete por Dios a cas Eufracia a que te santigüe. Díselo a tu abuela, que ella sabe desas cosas y que te lleve a echarte un rezado.

Al salir por la puerta estaba puesta la novela de las cinco. A esa hora del día, una cubierta de nubes enorme se posaba sobre los tejados de las casas del barrio. Ya no daban Pasión de Gavilanes, ahora daban La mujer en el espejo. La protagonista era la misma mujer que Gimena la de Pasión, pero a Isora y a mí no nos gustaba tanto. Era junio, en el barrio todavía no habían puesto los papelitos de colores de las fiestas y faltaba mucho para que los pusieran. Desde la ventana de la entradita de doña Carmen se podían ver el mar y el cielo. El mar y el cielo que parecían la misma cosa, la misma masa gris y espesa de siempre. Era junio pero podía haber sido cualquier otro mes del año, en cualquier otra parte del mundo. Podía haber sido un pueblo de monte del norte de Inglaterra, un lugar en el que casi nunca se viera el cielo abierto y azul azul, un sitio en el que el sol fuera más bien un recuerdo lejano. Era junio y hacía solo un día que las clases habían terminado, pero yo ya estaba sintiendo ese agotamiento inmenso, esa tristeza de nubes bajas sobre la cabeza. No parecía verano. Mi padre trabajaba en la costrusión y mi madre limpiando hoteles. Trabajaban en el Sur y a veces mi madre también iba a limpiar las casas rurales del barrio, al ladito mi casa, en El Paso del Burro. Salían temprano pal Sur y volvían tarde. Isora y yo nos quedábamos encerradas en un conjunto de casas, pinos y calles empinadas en lo alto del pueblo. Era junio y yo ya estaba sintiendo la tristeza. Y ahora, ahora también el miedo.

Cuando salimos por la puerta de doña Carmen un gusano me recorrió la garganta. Ese gusano negro me decía que alguna vez yo había envidiado a Isora. Me gustaba el color de su pelo y el de sus brazos. Me gustaba su letra. Hacía unas g con un rabo gigante que no dejaba que se entendiese lo que decía en la línea de abajo. Me gustaban sus ojos y tantas otras cosas. La envidiaba por cómo le hablaba a la gente grande. Era capaz de interrumpir las conversaciones y decir no, Moreiva es hija de Gloria la de la curva, no de la otra Gloria. La envidiaba por sus tetitas redondas y blanditas como una gomita con azuquita blanca, aunque a ella no le gustaban. Y porque tuviese la regla y porque tuviese pelos en el pepe. Isora tenía un monte de pelo negro tieso y picudo, como el cespe falso de las casas rurales. La envidiaba por su tarjeta de juegos para la guenboi, que le pirateó un primo segundo suyo que era informático y vivía en Santa Cruz. La envidiaba porque la tarjeta tenía el juego de Hamtaro y a mí me encantaba el juego de Hamtaro.

Isora no tenía madre. Vivía con su tía Chuchi y con su abuela Chela, la dueña de la venta del barrio. De que no tuviera madre, de eso no tenía envidia, la verdad. De que no tuviera madre y de que la cuidaran la tía y la abuela, no tenía envidia, la verdad. De lo que tenía entonces miedo, la verdad, era de que le dijeran que yo le hice mal de ojo. Chela, la abuela de Isora, era una mujer que creía mucho en esas cosas. Si se enteraba de que yo le había hecho eso a la nieta, me escachaba la cabeza. La abuela de Isora era una mujer gorda y bigotuda. Gorda y bigotuda y peleona. En realidad se llamaba Graciela, pero todo el mundo la llamaba Chela la de la venta. Era muy religiosa pero muy malhablada. Y por ser tan religiosa también la llamaban Chela la santa. Chela la santa porque todo el tiempo libre que tenía, que era muy poco, lo dedicaba a rezar y a hablar con el cura y a decorar la iglesia con orejas de burro y helechos que cortaba de por fuera la casa, y matas de lluvias, lluvias como pelusas blancas cayendo del cielo. Luego por otro lado, a la abuela de Isora le encantaba explicarnos a todas las niñas cosas sobre la gordura. O sobre la flacura, más bien. Para estar flaca hay que comer de un plato más pequeño, decía, y para estar flaca hay que comer menos papas fritas, y una papa frita es como comerse dos papas guisadas, y lo que tienen que hacer esas cachoputas es dejar de comer tanta golosina, y lo que le voy a dar a esa niña es un rebencazo pa que deje de comer mierdas, y yo tengo a la niña a dieta porque ya se está poniendo cachorrona, y si la dejo se me desbarata, y come y come gomitas y se engorda como una bestia, y comicomi y después le da cagalera y se pasa tres días en el cuartobaño como los abobitos, y comicomi después la siento arrojando, la cabrona se arroja toda y con cagalera, y come y caga y arroja y luego se manda los fortasé como si fueran una gomita, y come y caga y caga y caga y arroja la muy animalita y cuando se istriñe que parece que no le cabe una paja pol culo se pone los supositorios pa cagar otra vez. Y se me va a poner enferma y se me va a enfermar de tanto comer, esta niña, esta muchacha del diablo.

Isora odiaba a la abuela con todas sus fuerzas. En el colegio aprendió una vez que bitch significaba puta, y desde entonces siempre que la abuela le decía que si le lleves a Doña Carmen los güevos y las papas, que le cobres a la mujer, que le traigas dos cajas de muslos a la chica, cuatro panes, dosientos gramos de queso amarillo, dosientosincuenta gramos de queso cabra, que le pongas un trozo dulce guayabo a la chica, un saco papas, súbele unas gambas, que le cobres al estranero, que tú sabes hablar inglés, que yo solo sé hablar cristiano, Isora le respondía vale, bitch, ya voy, bitch, de acuerdo, bitch, lo que tú me pidas, bitch, gracias, bitch, alguito más, bitch? Y la abuela la miraba como desconfiada pero Isora le decía que bitch significaba abuela en inglés.

En la venta también trabajaba Chuchi. Chuchi, la tía de Isora, la segunda hija de Chela. A Chuchi todo el mundo la llamaba Chuchi pero nadie sabía cómo se llamaba en realidad. Chuchi tenía los ojos verdes como Isora, pero con manchas como de café derramadas en lo blanco. Como de café en el fondo de la taza. Chuchi era alta, flaca, de patas largas, chupada, seca. No se parecía a Isora sino en los ojos. Nunca nadie la había visto con un novio y no tenía hijos. Chuchi también era mucho de estar en la iglesia, pero su sueño no era ser santa, como su madre, sino vendedora. Durante un tiempo estuvo vendiendo pinturas para la cara y cremas y jabones para el pelo y jabones para el cuerpo a las vecinas del barrio. Iba con su ropa de secretaria, con una chaqueta verde, como sus ojos verdes, y una falda verde, como los ojos de Isora verdes, y unas botas marrones con tacón cuadrado y una carpeta con las revistas de Avon en las que mostraba los produtos, casa por casa. La madre le decía a la gente que la hija se le estaba echando a perder, porque estaba como los cueros, todo el día en en los caminos.

Subimos por la carretera hasta pasar por delante de la venta. Isora no se paró a decirle nada a la abuela. Onde irán ustedes? Ustedes no caben en casa?, nos gritó Chela con el mostrador lleno de gente. Que lo único que hacen es estar juroniando poray! Isora siguió subiendo la cuesta como si nada. Yo la seguí y miré a Chela y a Chuchi. Chuchi picaba embutidos con la cabeza agachada, escuchando los rezados de Chela, como con un peso en la punta del cuello, el cernícalo posado en los huesos de la espalda que era la presencia pesada de la madre. Vamos pa cas Eufracia a que me eche el rezado, pa que la bitch esa no se entere, me dijo Isora. Y de nuevo el gusano negro. Yo sabía más bien poco sobre el mal de ojo. Sabía que a los niñoschicos, que están rojos y calvos y feos y sin dientes y con la cabeza llena de costras, les ponían un lacito rojo en el carro porque las madres y las abuelas tenían miedos. Miedos, decía abuela, del mal diojo. Si la gente miraba a los niñoschicos mucho rato a los ojos o les decían muchas cosas bonitas, que qué niño tan guapo, dios lo guarde, dios lo guarde, cuánto tiempo tiene, qué guapo, las madres y las abuelas se ponían más tiesas que la pata de un muerto. Cuando abuela veía un bebé recién nacido lo primero que hacía era hacerle la señal de la cruz y repetirle Dios lo guarde y lo bendiga de los pies a la barriga. De los pies a la barriga y de ahí parriba nada, pensaba yo. Entonces yo creía que el mal de ojo se lo hacían en esa zona del cuerpo, en la zona del pepe y del culo y de los pelos de las piernas, que yo quería que mi madre me afeitase y no me afeitaba. Isora y yo hacíamos muchas cosas por esa zona del cuerpo, la de los pies a la barriga. La zona del pepe, sobre todo. Entonces a lo mejor el mal de ojo tenía que ver con eso. Pero me callé y no lo dije, me callé y seguimos caminando.

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