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Recibir y que te reciban

Banquetes como los hago yo

Por Macarena Langleib / Jueves 21 de diciembre de 2023

En la previa de la Navidad, Macarena Langleib nos trae apuntes acerca de mezclas, petates y errores en temporada de recibimientos. Hace eso con la ayuda de Una escritora en la cocina (Libros del Asteroide, 2023), el magnífico libro de Laurie Colwin, un rescate de los años 80.

Pequeña tragedia doméstica: se rompe el último plato hondo de la casa. Todo bien, si termina bien. Si no hay heridos, salvo la credibilidad de aquella publicidad de hace décadas, que prometía vajilla para «toda la vida». En lo alto de la alacena se divisa una esperanza, unos cuencos, como para sopa o pasta corta, que recuerdan a la fábula «El zorro y la cigüeña»

Era más o menos así: el zorro invita a cenar a la cigüeña y sirve su agasajo imposible en platos llanos. A su turno, la cigüeña le devuelve la broma y le ofrece un almuerzo en jarras de cuello estrecho. (Esopo lo contaba mejor). Se supone que la moraleja es «No hagas a los otros lo que no quieras que te hagan» pero, con perdón del sesgo, creo que habla de hospitalidad. La práctica de recibir o, bien, ser recibido, un entuerto recurrente en estas fechas. Y sin platos adecuados, más. 

«Las mejores fiestas son una mezcla salvaje de gente», sentencia Joan Crawford en una entrevista que, por ridícula o por incorrecta, se convirtió en meme. Replico esa sabiduría popular de las redes sociales: «Tome algún presidente de alguna corporación, agregue algunas jóvenes y adorables actrices, un pintor barbudo, tus amigos de Bruselas que vienen de visita, un político, un peluquero, y entonces sacúdelos. Es especialmente importante tener grupos de todas las edades. Obviamente no querría tener hippies agolpándose con sus pies sucios, pero toda la gente joven que conozco es brillante y atractiva y tiene algo que decir, y se visten como seres humanos», apuntaba la diva de Hollywood. «Otro secreto importante de una fiesta es siempre agregar un chorrito de vodka a todo. Nunca se dan cuenta y terminan pasándola bárbaro». 

Tomamos nota de los destilados de Crawford —aunque sus consejos de anfitriona figuran en la biografía My Way of Life, sin rastros de vodka— y vamos al asunto de los convidados. Nadie quiere que le suceda, como refiere Oscar Contardo en Siútico. Arribismo, abajismo y vida social en Chile (editorial Vergara, 2008), el infortunio de cursar regiamente la convocatoria a unos y que en su lugar manden, con desprecio calculado, al personal de servicio. Peor aun, como narra Irène Némirovsky en El Baile, cuando la celebración hace agua porque las invitaciones no son enviadas a los destinatarios.  

Lo cierto es que una vez que sucede, «durante la fiesta impera otro tiempo», escribe Byung-Chul Han en su ensayo La salvación de lo bello (Herder, 2018). «En ella, se ha superado el tiempo como sucesión de momentos fugaces y pasajeros. No hay ningún objetivo al cual uno tuviera que dirigirse. Justamente dirigirse es lo que hace que el tiempo transcurra». 

*

En Una escritora en la cocina. Un homenaje a los pequeños placeres y al gozo de compartir mesa (Libros del Asteroide, 2023), Laurie Colwin (1944-1992) se ubica lejos de toda pretensión, simplemente como alguien que busca resolver y disfrutar, eventualmente en compañía. En su descripción de cómo sustituye utensilios e ingredientes, la editora y novelista nacida en Manhattan, formada en la Sorbona y que supo ser comparada con Jane Austen, se siente más próxima de quien a veces, como una, no tiene el juego de loza completo. Es más, dice que la invade una depresión cuando los libros de cocina empiezan por el equipamiento, piensa que «los trastos, como los jerseys», por muchos que tengas, al final usás dos o tres, y entiende de primera mano lo triste que es «desgraciarse los nudillos con un rallador». La cocinera de turno no era fan del microondas ni del wok, y sostenía que el cuchillo de sierra no servía para cortar pan. 

Publicado a fines de los años 1980, el libro da cuenta de la extendida costumbre de regalar una fondue a los recién casados y/o recién mudados. A las pocas páginas, quien siga su amena crónica, que repara en el hambre que se percibía en las calles de las ciudades ricas, la descubrirá como una maga de las innovaciones. «En una ocasión preparé unos spaghetti en un cubo de champán», relata al tiempo que suelta lo estrecho que era su piso de juventud, «como un mantel», tenía «dos hornillos eléctricos» pero no pileta, lo que no le dejaba otra opción que colar los alimentos en la bañera. 

Los secretos de un pollo frito («lo más aburrido del mundo», porque no se puede leer ni escuchar música, por lo chisporroteos), que promete será recibido como ninguno por los comensales, y los placeres de la berenjena y el pimiento, en especial en una cena en solitario, igual que el café, su «néctar», son abordados con complicidad de amiga. 

Confía Colwin en que la comida compensará hasta una noche fatal —«había estado en una fiesta donde mi prestigio quedó por los suelos»— pero cuenta infinidad de chapucerías, como la vez que quiso hacer una pasta y le quedó de una textura polémica, «crujiente y pegajosa», al punto de que sus amigos sugirieron ir corriendo a un restaurante. 

No todo es error y chascarrillo. Hay recetas que muestran su eficacia, como «el guiso definitivo», y prácticas que la escritora habilita, de las que seguramente nadie se sienta ajeno, como comer de la olla o usar una botella de vino como palote de amasar. «Colwin escribe con un talento luminoso y un entusiasmo inagotable», dice desde la contratapa su colega Joyce Carol Oates, y la genial Oates acierta, como siempre. No hacen falta imágenes que distraigan para completar estas frescas y personales memorias culinarias, en las que figuran las mil y una variantes del pollo, junto a una aversión fundamentada a participar de una barbacoa. 

En medio de los misterios de una hogaza de pan, convencer a los niños con las verduras o comer sin sal y seguir siendo feliz, incluye apartados para «Cenas vomitivas» (y el «brillo morboso» con el que las recordamos) y «Cocina fácil para almas extenuadas», así como cocina inglesa o unos muy norteamericanos rellenos de pavo y variantes de ensaladas de papas con cebolla, mayonesa y eneldo. Tiene además un índice con terminología, recetas e ingredientes citados, para buscarlos en contexto. También un capítulo dedicado a lidiar con «los tiquismiquis», que suelen ser el terror de los ágapes, ya que «casi todo el mundo hace de la comida parte de su idiosincrasia».  

Y cerca del final de estas páginas, las oportunas «Instrucciones para dar una fiesta», aunque va dejando más que pistas en la previa: «Desde la posición de víctima invitada aprendí lo desatinado que es servir un plato exótico en una cena con amigos, sobre todo si es la primera vez que lo preparas». La escritora, que colaboró con textos sobre cocina en distintos medios, distingue fiesta de reunión; la primera tendrá más de ocho personas «cuyo destino último no es la mesa del comedor» y genera una mezcla de temor e ilusión. Para contener esos extremos, Colwin comparte su receta de bizcocho de jengibre, una suerte de budín especiado que la remonta a su infancia y que solía hornear para su cumpleaños, y de la black cake, un pastel de frutas de sabor profundo que le enseñó la nana antillana de su hija. 

Por complicada que parezca la receta, por más ajena que se perciba la cocina, Colwin apela a un personaje de su época para infundir confianza: 

Yo no soy la mujer maravilla, pero me gusta cocinar y tengo la suerte de trabajar desde casa. Por otro lado, aunque valoro una buena comida, no estoy dispuesta a sufrir un ataque de nervios por preparar una. Me gustan los platos fáciles, sabrosos, los que por lo general se cocinan solos (o rapidito). Saco la vena ambiciosa los fines de semana, que es cuando dispongo de más tiempo para cocinar sin apenas interrupciones.  

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