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Recordando a Shirley Jackson

La bruja del horror y el ajo

Por Hugo Fontana / Martes 13 de octubre de 2020

Como por arte de magia o mejor dicho, brujería, Shirley Jackson vuelve a caminar entre los lectores, ante los que se pasea con sus historias de terror doméstico, siniestra cotidianeidad, sus trucos y consejos para escritores, sus «ajos» para un buen guiso. Hugo Fontana disecciona algunos cuentos de esta maestra del horror y nos invita al hechizo de sus letras.

El cuento «La lotería» llevó a Shirley Jackson (1916-1964) a la fama de un día para otro. En él narra las brutales prácticas que ocurren en un pueblo perdido del Estados Unidos profundo, de esos en los que las encuestas siempre dan ganador a Donald Trump: sus habitantes, todos los años, sortean a una mujer para ser lapidada hasta la muerte por sus vecinos, en un incierto ritual de fertilidad. El cuento se publicó por primera vez en 1948 en The New Yorker y causó tanta admiración crítica como rechazo entre cientos de lectores de la revista. Jackson también escribió unas cuantas novelas, entre las que destacan El nido del pájaro, Siempre hemos vivido en el castillo y La maldición de Hill House, una suerte de precursora de todas las historias de casas embrujadas que el cine de terror repetiría luego hasta el hartazgo. Por cierto, en 1963 el director Robert Wise realizó una excelente adaptación del libro y tituló su filme The haunting, privilegiando el tratamiento de una atmósfera oprobiosa y dejando en claro que los únicos fantasmas que existen son los que llevamos dentro.

Jackson fue, antes que escritora, ama de casa y neurótica. Este año se estrenó la película Shirley, dirigida por Josephine Decker y protagonizada por Elisabeth Moss, quien interpreta con maestría la inestabilidad emocional de la narradora. Casada con el prestigioso crítico literario Stanley Edgar Hyman, Jackson tuvo cuatro hijos que supieron quitarle buena parte del tiempo que le hubiera gustado dedicar a la literatura, y falleció, agorafóbica y al borde del alcoholismo, a los 48 años de un ataque al corazón mientras dormía, supuestamente provocado por la cantidad de fármacos ingeridos durante toda su vida. Admirada por algunos amantes de lo gótico como Stephen King, Richard Matheson e incluso Joyce Carol Oates, su obra ha sido permanentemente revisada en su país y ahora, gracias a una serie de traducciones, también por el público hispano.

Poco antes de morir ofreció una conferencia que The New Yorker reprodujo en tres entregas, publicadas en español en el libro Deja que te cuente (Minúscula, 2018): «Memoria y delirio», «Sobre los admiradores y las cartas de los admiradores» y «El ajo en la ficción». «Los niños de nuestra casa tienen un dicho de que todo es verdad, no es verdad, o es uno de los engaños de mamá» (p. 411) , sostuvo adentrándose en su vida cotidiana, pero sobre todo en la percepción que tenía acerca del arte y de la literatura.

Mi situación es particularmente conmovedora. No es tan triste, quizá, como la de un huérfano condenado a limpiar chimeneas, pero más triste que casi cualquier otra cosa. Soy una escritora que, por una serie de errores de juicio propios de la ingenuidad y la ignorancia, se ve sumida en una familia con cuatro hijos y un marido, en una casa de dieciocho habitaciones, sin tener ninguna ayuda, con dos grandes daneses y cuatro gatos, y —si ha sobrevivido hasta hoy— un hámster. También puede que haya un pez de colores en algún sitio (pp. 411-412).

Recordaban sus hijos que en esa enorme casa, en lugar de recetas o citaciones, había recortes pegados en los muebles con posibles argumentos a ser desarrollados por la madre, y que ella permanentemente se contaba «historias sobre cualquier cosa. Solo historias».

Creo que es bastante probable que la idea común que se tiene del escritor como una persona que se esconde en una buhardilla, incapaz de afrontar la realidad, sea totalmente cierta (p. 419)

confesó.

Según mi propia experiencia, los contactos con el vasto mundo que hay más allá de la máquina de escribir son desconcertantes y aterradores; me paece que la realidad no me gusta mucho. Más que nada, no entiendo a la gente de ahí fuera; en los libros la gente es sensata y razonable, pero ahí fuera no hay forma de predecir lo que harán. (p. 419).

De lejos, la mayor amenaza para el escritor —cualquier escritor, sea principiante o no—, es el lector. [...] El lector es, de hecho, el único enemigo implacable, genuino, del escritor. Lo tiene todo a su favor; al fin y al cabo, basta con que cierre los ojos para que cualquier obra de ficción deje de tener sentido (p. 431)

dijo en los tramos finales de su conferencia.

Aunque sea dentro del rígido marco del cuento, sin destruir bajo ningún concepto su unidad ininterrumpida, desde la primera hasta la última palabra, el escritor dispone de una buena cantidad de espacio para atrapar al lector y retenerlo con pequeñas cosas, utilizadas —y aquí es donde entra en juego el ajo— con moderación y mucho cuidado, siempre con el fin de acentuar y enfatizar (p. 433)

explicó en referencia al manejo más certero de aquellos elementos que componen un cuento —metáforas, imágenes, símbolos, adjetivos, adverbios. 

Es que, efectivamente, las palabras son como el ajo: en su justa medida resaltan el sabor de cualquier comida; en exceso, arruinan el mejor de los platos.

 

Jackson, Shirley. Deja que te cuente. Traducción del inglés de Paula Kuffer. Barcelona: minúscula, 2018.


Fragmento del cuento La lotería:

La mañana del 27 de junio amaneció clara y soleada, traía el calor reciente de un día de pleno verano; las floresbrotaban profusamente y el césped era de un verde intenso.

Hacia las diez, la gente del pueblo comenzó a reunirse en la plaza, entre la oficina de Correos y el banco; en algunas ciudades había tanta gente que la lotería duraba dos días y tenía que iniciarse el 26 de junio, pero en este pueblo, donde solo había unas trescientas personas, la lotería entera duraba menos de dos horas, así que podía empezar a las diez de la mañana y acabar a tiempo para que los lugareños se fueran a comer a casa.

Los niños fueron los primeros en congregarse, por supuesto. Las clases acababan de terminar por el verano, y la mayoría se adaptaban al sentimiento de libertad con cierta inquietud; tendían a reunirse en silencio un momento antes de estallar a jugar ruidosamente, y sus conversaciones todavía trataban de las clases y los profesores, los libros y las reprimendas. Bobby Martin ya se había llenado los bolsillos de piedras, y el resto de chicos no tardó en seguir su ejemplo, eligiendo las más lisas y redondas; Bobby y Harry Jones y Dickie Delacroix —los lugareños pronunciaban su nombre «Dellacroy»— hicieron una gran pila de piedras en una esquina de la plaza y la protegían para que los demás chicos no la saquearan. Las chicas estaban a un lado, charlando entre ellas, mirando a los chicos por encima del hombro, y los más pequeños se revolcaban en el polvo o iban de la mano de sus hermanos o hermanas mayores.

Los hombres comenzaron a reunirse, vigilando a sus hijos y hablando de la siembra y la lluvia, de los tractores y los impuestos. Estaban juntos, lejos de la pila de piedras de la esquina, y hacían bromas discretas que provocaban sonrisas, más que risas. Las mujeres, con vestidos de andar por casa desvaídos y jerséis, llegaron poco después que sus esposos.

Se saludaron e intercambiaron algunos chismes mientras se acercaban a sus maridos. Las mujeres, de pie junto a sus maridos, empezaron a llamar a sus hijos, que acudieron de mala gana, después de que los llamaran cuatro o cinco veces. Bobby Martin rehuyó la mano de su madre, que pretendía cogerlo, y regresó corriendo entre risas hasta la pila de piedras. Su padre le habló con dureza, y Bobby volvió rápidamente y ocupó

su lugar entre su padre y su hermano mayor.

El encargado de dirigir la lotería —al igual que los bailes tradicionales, el club juvenil, el programa de Halloween— era el señor Summers, que tenía tiempo y energía para entregarse a las actividades cívicas. Era un hombre de cara ovalada, jovial, y se dedicaba al negocio del carbón, y entre la gente despertaba compasión porque no tenía hijos y su esposa era una cascarrabias. Cuando llegó a la plaza, cargado con la caja de madera negra, se hizo un murmullo entre los lugareños, y él saludó y dijo:

—Hoy llego un poco tarde, amigos.

El jefe de la oficina de Correos, el señor Graves, iba tras él con un taburete de tres patas, que colocó en el centro de la plaza y sobre el que el señor Summers dejó la caja. Los lugareños se mantenían a distancia, dejando un espacio entre ellos y el taburete, y cuando el señor Summers preguntó: «¿Alguien me puede echar una mano?», se sintió un titubeo antes de que dos hombres, el señor Martin y su hijo mayor, Baxter, avanzaran para sostener la caja sobre el taburete mientras el señor Summers revolvía los papeles que había dentro.

Jackson, Shirley. Cuentos escogidos. Traducción del inglés de Paula Kuffer. Barcelona: minúscula, 2015.

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