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Cynthia Ozick, tradición y modernidad

Historias para combatir el tedio del yo

Por Hugo Fontana / Miércoles 09 de octubre de 2019

Cynthia Ozick huye de la autorreferencia, del «tedio del yo», para reivindicar la posibilidad de ficcionar, de situarse en el campo de la fantasía donde imaginar otros mundos posibles y disfrutar de «la alegría de mentir sin penalización». Hugo Fontana recupera la figura de esta escritora estadounidense.

Recién a los 42 años Cynthia Ozick (1928, Nueva York, Estados Unidos) publicó su primer libro, la novela Trust, que de inmediato le permitió ingresar a la exquisita comunidad de escritores judeoamericanos, que ha dado nombres de la talla de Saul Bellow, Philip Roth, Bernard Malamud, Isaac Bashevis Singer, Norman Mailer y Allen Ginsberg. Hija de emigrados rusos, Cynthia pasó su infancia en el barrio del Bronx, donde ayudó a su padre en la farmacia de la que era propietario y donde escuchó los primeros insultos antisemitas. Estudió en las universidades de Nueva York y de Ohio, donde se doctoró en literatura inglesa con una tesis sobre la obra de Henry James, autor que la influyó intensamente.

La galaxia Caníbal, El chal, El mesías de Estocolmo, Los papeles de Puttermesser, Los últimos testigos y Cuerpos extraños fueron algunos de los títulos de sus siguientes novelas, cuyos temas se han centrado en las peripecias de una colectividad errante y mística. Pero también escribió libros de ensayo y de cuentos (la editorial Lumen los recogió en un voluminoso libro publicado en 2015). La mayoría de sus relatos (algunos casi novelas breves, al mejor estilo de James) transcurren en Nueva York y la mayoría de sus protagonistas son judíos en cuyas vidas se entremezclan las dificultades del exilio con la culpa por haberse marchado lejos de sus lugares de origen. Algunos de estos personajes son individuos preocupados por la suerte del yiddish, aunque el temor por la extinción del idioma más parece dar cuenta del fin de sus propias y apagadas vidas, sustituyendo la angustia del tiempo real por la angustia del tiempo personal.

En paralelo a las historias, Ozick elabora una suerte de arte narrativo que no solo conecta a la literatura con sus propias estrategias de construcción, sino que también la ubica en relación a la ética, al éxito y a la posteridad. Ello la ha llevado a establecer ciertas diferencias críticas con muchos de los exponentes de la literatura judía moderna, al punto de sostener, controversial y decidida: «como novelista el Holocausto no me interesa. Tampoco como judía, ya que la cultura que lo produjo no es mi cultura: es la cultura del opresor. Pero el Holocausto es importante, para entender la intención, el sentido y el carácter de la civilización». Simultáneamente a ello, también se reconoce opuesta «a la poetización mitológica del Holocausto en la ficción dramática y en cualquier tipo de material imaginativo».

Desde esa mirada, una de las novelas más arriesgadas es El chal, que narra la historia de Rosa y de su sobrina Stella, quienes, tras sobrevivir a los campos de concentración y luego de presenciar el asesinato de Magda, la pequeña hija de Rosa, se establecen en Estados Unidos. «Temo que el Holocausto sea corrompido por la ficción y que, en general, la ficción corrompa la historia. Los judíos aparecen en la ficción como meros símbolos, como metáforas. Pero los seres humanos no somos ni símbolos ni metáforas».

«Huyo de lo autobiográfico, me frustra, me limita demasiado, pone freno a cualquier ápice de fluidez», declaró tiempo atrás en entrevista concedida al periodista español Daniel Arjona. Ozick, tal como asevera su entrevistador, huye del «tedio del yo», puesto que la liberación brota siempre de la fantasía, de lo desconocido. «En los campos sin límites de la invención puedo hacer que sucedan cosas que nunca sucedieron, ir a donde me plazca y ver, y hacer, sin miedo, cualquier cosa, todo lo ajeno a mi estrecha experiencia. Puedo vivir otra vida. La ficción es impostura, la alegría de mentir sin penalización».


Fragmento del cuento «La bruja de los muelles»:

Aquella primavera vi por dentro infinidad de barcos y camarotes de todos los tamaños, de los más grasientos a los más relucientes, donde me acurrucaba codo con codo junto a mis huéspedes recientes, todos agarrados a nuestras modestas bebidas formando un corrillo desconfiado, hartos ya de los puyazos que nos asestábamos unos a otros. Para entonces se habían cansado de preguntar cuándo recobraría el sentido común y volvería a vivir en la genuina América; pero a esas alturas ya sentía el alivio que me embargaba siempre después de disculparme por despreciarlos tanto. Allí de pie, procurando ocultar cierto temor en sus estrechos camarotes, representaban todo de lo que yo había huido. Se creían gente de mundo por hacer aquellos estúpidos cruceros de rigor, aunque para Navidad ya lo habrían olvidado todo de no ser por las diapositivas de rigor que mostraban como pruebas de rigor de su viaje. Y a mí, entretanto, ellos me servían como pruebas de rigor de mi propio viaje, de qué poco me había faltado para ser un pasajero de cruceros en lugar de quien los despedía desde el muelle. El pasajero regresa inexorablemente a su pueblo, al maldito terruño; el hombre del muelle se estremece siempre en el filo de la posibilidad. En el breve recorrido desde el centro del país hasta la orilla del mar, yo había abarcado la amplitud, la inmensidad. Mientras saludaba vanamente desde el embarcadero, decía adiós también a todos los callejones sin salida que me habían amenazado. Cuando por fin el barco se alejaba vibrando entre garabatos de espuma y ponía rumbo, más que a su destino, a su punto de retorno ineludible, sentía crecer por dentro algo parecido a la devoción. Al principio creí que se trataba únicamente del placer por haberme librado de las pesadas visitas, pero luego comprendí que era la paz de aferrarme al borde del infinito, sin la obligación de volver a los límites de mi antiguo apego a la tierra.

Y en algún momento siempre aparecía la mujer almidonada, con su cabeza erguida de larga melena y su engañoso aire aniñado; era como verse sorprendido constantemente por el ojo sumiso de una cerradura. En ocasiones la reconocía de improviso en un camarote, con sus pendientes tintineando quedamente en medio de un abismo de ruido, o de vez en cuando la veía, siempre entre la alegre multitud, inclinándose a agarrar una galleta, asomada por una barandilla de la cubierta o caminando por un pasillo estrecho con sus sandalias de esparto y su mirada escrutadora. Luego sonaba el gong de aviso y al salir a menudo la encontraba a mi lado entre la multitud del muelle, aguardando con avidez el blanco remolino que excretaba el barco al zarpar. Siempre iba vestida con ropas escrupulosamente limpias y acartonadas: las mangas y las faldas conservaban la rigidez del lienzo de una vela oscura. «Nata montada», decía de la estela y, a continuación, como de costumbre, nos alejábamos caminando con una grata tristeza cargada de sabiduría hacia la luz refulgente de mediodía que inundaba Canal Street, hasta que la entrada oscura de la droguería de pronto la succionaba.

O a veces no estaba. Y entonces, al día siguiente de haber ido a despedir a alguien y no encontrarla por allí, salía de la oficina a la hora del almuerzo, con el sándwich envuelto en su correspondiente bolsa de papel, y caminaba hacia el oeste hasta el puerto, por Canal Street, dejando atrás las ferreterías que invadían todas las aceras, y escogía un muelle donde hubiera atracado un buque blanco, y la buscaba. Y allí estaba, riendo seriamente entre desconocidos, comiendo pastel, pataleando en el hormigón con sus pies limpios descubiertos, para despedir a los viajeros que partían. A veces.

La mayoría de las veces no estaba, y esos días siempre me llevaba una desilusión. Pasaba un rato dando vueltas en círculo por el muelle, masticando mi sándwich junto a un buque Cunard amarrado, y volvía con andar cansino, apesadumbrado y eructando la mostaza, a mi escritorio y a sus documentos manchados. Las reinas de los mares no me servían de consuelo entonces; me devoraba la curiosidad. Ella no iba a despedir a nadie en particular, me había dicho que sus conocidos no viajaban al extranjero; iba allí por el placer de ir, pero nunca conseguí saber qué la atraía exactamente: ¿eran los barcos? ¿Los marineros? ¿La extrañeza políglota? ¿Era solo por darse un paseo cada tarde hasta un sitio animado de los alrededores? ¿No sería una loca? Llegué a acariciar la idea de que estuviera chiflada, por lo que tenía de pintoresca, pero siempre que conversábamos parecía alegre y bastante cuerda, aunque sin duda distinta del resto de la gente. Era un poco rara.

Un día me preguntó si se me daban bien los interrogatorios.

—En nuestro bufete no nos dedicamos mucho a eso. Básicamente hacemos trabajo de oficina. Casi nunca vamos a juicio. La idea es más bien evitar que nuestros clientes pisen los tribunales —le expliqué.

—¿Nunca has estado en un juicio?

—Bueno, sí, en algunos he estado.

—Pero, dime, ¿alguna vez has hecho que un testigo se derrumbara?

Sonreí ante aquella brutalidad suya.

—No. De verdad, no me dedico al derecho procesal. Me paso el día delante de un escritorio.

—Eres un intelectual pasivo.

—No, tampoco es eso, la verdad.

—Bueno, me alegro de que no seas de los que intentan arrancarle cosas a la gente… Confesiones.

—A mí no tendrás que confesarme nada —le prometí.

—De todos modos no lo haría —dijo ella—. Yo soy de las que no cuenta demasiado. Si cuentas las cosas, dejas de retenerlas.

—A mí no me gusta retener las cosas.

—¿Y a las personas, te gusta retenerlas?

—Supongo que no. De lo contrario no vendría siempre aquí a despedirlas.

—Hoy no has venido a despedir a nadie —observó—. Y anteayer estuviste aquí y tampoco despediste a nadie.

—Es cierto —dije.

—¿Tratas de retener a alguien?

No tuve más remedio que reírme, aunque me incomodó.

—Te garantizo que mi apartamento está vacío en estos momentos.

—Quiero verlo. Tu apartamento. ¿No dijiste que desde allí se ve el agua?

—No la del mar, solo el río.

—Toda es una y la misma agua —sentenció ella—. Quiero echar un vistazo. ¿No hay nadie en tu casa, en serio?

—De verdad. Ni siquiera una amante.

Pareció ofendida ante mi comentario.

—Tengo hijas casadas. Ya te lo dije. Y un marido. Ellos son mi estela, ¿comprendes? Cuando vives dejas una estela que te sigue siempre, hagas lo que hagas. Todo lo que has sido y los lugares donde has estado manan de ti como una leche, lo llevas contigo, no puedes librarte. La mortalidad deja su rastro.

 

Ozick, Cynthia. «La bruja de los muelles», en Cuentos reunidos. Barcelona: Lumen, 2015.

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