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Rubem Fonseca: El tercer botón de la camisa

Por Hugo Fontana / Miércoles 15 de noviembre de 2017

Comisario y abogado justiciero, Rubem Fonseca (1925) pisó tierras literarias en 1963, con su primer libro de cuentos «Los prisioneros», y, aunque su nombre no ha trascendido como debería, es más por decisión personal que por falta de reconocimiento. Con más de treinta obras en su haber, este brasileño, que sigue produciendo hasta el día de hoy, es un debe en toda biblioteca que aún no tenga el placer de haberlo conocido.

Homicidas, ladrones, sicarios, prostitutas, delincuentes de alto y bajo rango, potenciales suicidas, amantes furtivos y advenedizos, pacientes y psicoanalistas, comisarios y políticos: he ahí la fauna encerrada en los libros de Rubem Fonseca, nacido en Minas Gerais en 1925 pero residente en Rio de Janeiro desde su juventud. Con casi una veintena de libros de cuentos y más de diez novelas, creador de algunos personajes emblemáticos como el abogado e investigador Mandrake, las criaturas de Fonseca se mueven con absoluta comodidad en los bajos fondos, en la noche, en el borde de todas las cosas. De ellas dijo alguna vez el argentino Tomás Eloy Martínez que habitan «un mundo anterior a Dios o en el que Dios es innecesario. No hay pecado; no hay culpa; no hay sino un incesante mal sin conciencia».

Tampoco hay redención ni reordenamiento. A diferencia de los viejos detectives del policial de enigma, al mejor estilo de Sherlock Holmes o Hércules Poirot, los investigadores de Fonseca no intervienen para reestablecer ningún orden social o jurídico, sino justamente para multiplicar y diseminar el desorden, para hacerlo más palpable, si es que ello fuera posible o imperioso. Así ocurre en particular en la que está considerada la mejor de sus novelas, Agosto (1990), una trama policial que transcurre simultáneamente a la crisis política que desembocaría en el suicidio del presidente Getulio Vargas (1882-1954), y que va dejando en su camino un reguero de equívocos en el que los únicos escrupulosos son devorados por el sistema y los criminales consolidan su reinado.

Fonseca viene de esos mundos. A los 27 años se enroló en la policía de Rio y, en su carácter de abogado, pasó a desempeñar el grado de comisario. Durante años trató de conciliar partes enfrentadas, defendió pobres y marginales, y nutrió la que luego sería una de las obras más notables de la narrativa latinoamericana con las decenas de casos en los que intervino. Allí encontró su materia prima, un universo rico y despiadado que supo retratar con la riqueza y la cadencia del habla popular.

Influenciado por los maestros del noir como Dashiell Hammett y Raymond Chandler, pero, también por la precisa economía de Ernest Hemingway y del lenguaje cinematográfico, ha desarrollado un estilo vertiginoso y seco: describe poco, habla lo necesario y se mueve a cada frase. El crítico peruano José Miguel Oviedo escribió que Fonseca «narra a través de un continuo cambio de focos, perspectivas y texturas, a veces dentro de una misma secuencia o párrafo, como jugando con el lector. Todo lo accesorio o conectivo entre una escena y otra ha sido eliminado o reducido drásticamente en favor de una fluidez en medio de sobresaltos». Oviedo cuenta también una conversación que mantuvo con el escritor, en la que este le reveló «la fría razón por lo cual los asesinos (primero en la realidad y luego en sus cuentos) suelen apuntar al tercer botón de la camisa de sus víctimas: el impacto de la bala en el esternón lo desintegra en fragmentos que atraviesan los órganos vitales, causando la muerte segura». El que sabe, sabe…

Escritor de mínima exposición mediática y renuente a ser entrevistado, algunos conocedores tienen a Fonseca por amigo personal del estadounidense Thomas Pynchon, otro escritor enigmático (no se conoce una sola foto de su rostro). Varias veces candidato al Nobel y ganador de algunos de los premios más prestigiosos, entre ellos el Premio Camões en 2003, una suerte de Cervantes luso, su obra se ha volcado al castellano con lentitud y poca regularidad, aunque en los últimos años se ha vuelto frecuente la traducción de títulos como El salvaje de la Ópera, Diario de un libertino, Romance negro, El gran arte y Mandrake. La biblia y el bastón.

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