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Más allá de la educación sentimental

Amigas: una relación de jerarquía según la perspectiva

Por Tamara Tenenbaum / Martes 28 de julio de 2020
«Dos amigas», de Max Volkhart (1848-1924)

¿Cuántas relaciones de amistad entre mujeres conocemos en la literatura? ¿Se muestran como una protagonista y sus amigas o el foco principal está puesto en su amistad? Tamara Tenenbaum explora algunos hitos literarios para pensar en las amigas.

Quizás la primera vez que tomé conciencia de esa jerarquía narrativa que estructuraba la relación entre «la heroína» y «la amiga» no fue mirando ninguna película en particular, sino jugando con Barbie y Teresa. Me explico: en los años 90, el universo ficcional de Barbie incluía a Teresa, una muñeca morocha (trigueña, no negra: la negra era Christie) que no tenía tantas encarnaciones como Barbie, pero era la más popular de sus amigas, así que venía en bastantes sets. Mi hermana se la había comprado sola, porque mi hermana es morocha y no quería una muñeca rubia, y una amiga mía la tenía porque estaba incluida en el set completo de la panchería de Barbie, que traía a Barbie, Ken, Teresa, el mostrador y todas las cosas para hacer panchos de mentira. A lo que iba es que Teresa era la amiga de Barbie y no había forma de estructurar un juego sin que Teresa fuera «la amiga», al menos no para mí: en mi cabeza, en cualquier juego, Barbie tenía que estar en el centro. Creo que fue la dueña de la panchería la que una vez me lo disputó, y desde entonces me pasé mucho tiempo pensando si no habría una especie de universo alternativo en el que Teresa fuera el centro y Barbie la actriz de reparto. Estaba descubriendo, en el uso, el concepto de «punto de vista»: la diferencia entre la heroína y la amiga no era, como yo había pensado hasta ese momento, una diferencia absoluta. La misma situación podría contarse de dos maneras. Quizás, incluso, Teresa podía ser tan interesante como Barbie, si una sabía cómo contar la historia.

Hasta allí llegué, pero no fue hasta mucho más adelante que empecé a pensar ya no solo en quién ocupaba el lugar jerárquico, sino incluso en la propia idea de la jerarquía. En las series y películas que miraba, en todas las historias de Disney, había una heroína, un héroe y un villano o villana: entre esos tres vértices se desarrollaban las acciones y los conflictos. En las películas de Disney las amigas tendían a ser directamente inexistentes: Blancanieves no tenía, Cenicienta no tenía (salvo que contemos al hada madrina), Bella en La Bella y la Bestia era una solitaria y así con todas, al menos en las de mi época. En las novelas que empecé a leer, saliendo de los dibujitos, las amigas solían ser personajes muy sosos. Tengo muy presente un caso: Helen Burns, la amiga angelical que Jane Eyre conoce en la escuela de institutrices y se muere de tuberculosis siendo muy chiquita. Releyendo Jane Eyre con los años, pensé mucho en cómo el contraste con la siempre bien comportada e inocente Helen hacía ver a la Jane Eyre niña como una rebelde, una chica contestataria. Lo curioso es que, una vez muerta Helen, Jane Eyre se convertía en una institutriz perfectamente correcta y bien adaptada a la sociedad burguesa en la que tiene que tratar de insertarse económicamente. No me parece un intento de Jane continuar la bondad de su amiga; más bien, otra vez, creo que es un efecto de perspectiva. El personaje de Helen no tiene demasiada gracia por sí mismo: pero su presencia permite que, sin hacer nada demasiado grave, Jane parezca una chica audaz. Helen pone en escena, también, la necesidad de Jane de aprender a controlar sus impulsos (aprendizaje que, en efecto, alcanza). Esta función de la amiga como contraste aparece también en las novelas de Jane Austen: en Orgullo y prejuicio, por ejemplo, Charlotte es la amiga «práctica» de Elizabeth. Charlotte no es tonta, pero está dispuesta a casarse con un hombre tonto para asegurarse la subsistencia. Se lo explica muy pragmática a una Elizabeth incrédula, y en ese acto, por primera vez, logra mostrarnos (por contraste) a una Elizabeth romántica. A lo largo de la novela, en general, la hermana romántica es Jane y a Elizabeth le corresponde el sarcasmo: en su reacción al matrimonio prudente de su amiga vemos, por primera vez, que a Elizabeth le parece muy importante casarse por amor (olvidemos por un instante que Elizabeth va a terminar casándose con un tipo varias veces más rico que el marido de Charlotte: el amor no tiene la culpa de coincidir siempre en las novelas de Jane Austen con las billeteras). En cualquier caso, de adolescente, nunca me terminaron de parecer justos estos elencos tan desbalanceados: Charlotte, por ejemplo, una chica inteligente que se sabe fea y pobre en una familia con demasiados hermanos, seguro que haría tantas observaciones interesantes como Elizabeth si le dieran el tiempo en la página o en la pantalla.

Creo que por eso me gustan tanto las novelas que ponen en el centro a la amistad femenina: en historias como la tetralogía napolitana de Elena Ferrante (un caso emblemático) [saga «Dos amigas»] la amiga deja de ser «la amiga» y tiene nombre y apellido. La gracia del título del primer volumen, de hecho, es que las dos protagonistas son «la amiga estupenda» respectivamente: la voz la toma Lenu, pero el personaje de Lila tiene tanto peso que de ninguna manera puede convertirse en «la amiga sombra». En efecto, yo lo pienso al revés: la que tiene pasta de protagonista en esa novela es Lila, iracunda y sensual, inteligente pero inconstante, apasionada y sufrida. En otra historia, Lenu podría no ser más que su amiga fea; en la pluma de Ferrante, sin embargo, la amistad deja de ser una relación de compañerismo cotidiano y poco relevante para convertirse en una historia tan tormentosa como los romances más retorcidos. La pregunta por la jerarquía de la amistad, por quién es la protagonista y quién es la amiga, no desaparece: por el contrario, se vuelve el tema central de las novelas. Si Lenu a veces puede ser la amiga fea o la amiga aburrida, Lila puede también ser la amiga pobre, la amiga poco educada, la amiga desequilibrada. Este ordenamiento jerárquico, que de chica se me aparecía como un capricho narrativo, pasa a ser en la novelas napolitanas una pregunta sobre el poder.  

Así y todo, mi novela preferida sobre la amistad no es esta, sino otra que también fue escrita en italiano un par de décadas antes: Los hermosos años del castigo, de la autora suiza Fleur Jaeggy. En el libro ni siquiera hay novios por los que pelear: la novela transcurre entera en una escuela pupila para chicas. Hay mucho erotismo, al punto que parece una especie de tratado BDSM encubierto; sin embargo, el hecho de que esa sensualidad aparezca siempre por fuera de la posibilidad de una pareja lésbica, o siquiera de un encuentro sexual lésbico concreto, lo que hace es iluminar los tintes eróticos y conflictivos que pueden tomar las relaciones que caen bajo el paraguas flexible y heterogéneo de la amistad. Eve, la protagonista, coquetea con la amistad de muchas chicas (y se lamenta, de hecho, luego de rechazar la de Marion, una chica preciosa que le hubiera servido con mucha devoción), pero su favorita indiscutible es la impenetrable Fréderique. La dupla Eve-Fréderique es muy parecida a la dupla Lenu-Lila: la narradora nos abre su corazón entero mientras trata de entender el misterio de la otra (que, como no narra, es también una gran incógnita para quien lee). Sin embargo, quizás lo que me resulta más conmovedor es el modo en que, en la adultez, el texto nos muestra hasta qué punto la percepción de Eve sobre Fréderique es una idealización absurda de enamorada. Lo que Eve lee en Fréderique como un halo de elegancia y disciplina es en realidad una forma muy oscura del padecimiento. Las novelas napolitanas, por supuesto, suman más de mil páginas: cuando termina la cuarta, la sensación es que, aunque quede una incógnita fundamental, ya sabemos demasiado sobre estas mujeres. Quizás la brevedad de Los hermosos años del castigo sea una de las claves de su encanto, aunque no solo: es también el estilo de Jaeggy, mucho menos explicativo que el de Ferrante, mucho más reservado, que deja sentir las emociones apenas, casi nada, como el guisante debajo de miles de colchones. Nunca queda claro qué llega a entender Eve de Fréderique, ni qué llega a sentir Fréderique por Eve. Lo que siento siempre que termino de releer ese libro es que Jaeggy entiende ese erotismo que reside en el fondo de la amistad, ese malentendido profundo que es lo más parecido a la comprensión perfecta y que no puede resolverse, porque es más que una relación: es ese espejo que no podemos evitar usar para medirnos a nosotras mismas, para saber quiénes somos, para pensar qué otras mujeres podríamos ser.

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