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Revisar el pasado

Todo sobre mi padre: «Avant que j'oublie», de Anne Pauly

Por Francisco Álvez Francese / Viernes 25 de setiembre de 2020
Anne Pauly. Foto: Smith 2019.

Entre lo personal y el relato social, la emoción y el humor, la escritora francesa Anne Pauly debuta con una novela premiada y reconocida por la crítica en su país de origen. Francisco Álvez Francese nos introduce en el misterio del padre muerto, en la tristeza y soledad de una familia que ya no está, y en el lenguaje como posibilidad y proceso para el recuerdo.

Esta perspectiva me angustiaba de tal manera que tomé fotos de cada estante para poder recomponer, en caso de un control intempestivo por parte de los inspectores de memoria, el cuadro en su orden exacto, centímetro a centímetro 

confiesa en cierto punto la narradora de.Avant que j'oublie (2019; Antes de que olvide), debut de Anne Pauly (1974).

La novela es un relato del padre o, mejor, la construcción de un retrato en el que se conjugan con éxito una escritura casi desapasionada con otra cargada de emoción, mezcla que aparece como una forma honesta de revisar el pasado y también como un gesto de generosidad hacia el lector, que tiene siempre margen de hacerse él mismo una imagen del retratado. Con un procedimiento que se asemeja al de las historias de detectives y que tan bien conviene a este tipo de libros que se basan en una búsqueda, la narradora (que comparte nombre con la autora) no omite ninguno de los rasgos negativos, incluso terribles de su padre: consciente de sus contradicciones, la hija prefiere enfrentar la figura de este hombre «amable pero brutal, generoso pero egocéntrico» casi con templanza y no escribe una literatura «del trauma» llena de reproches ni la celebración ciega en la que pueden convertirse los textos sobre los muertos queridos. 

La comparación más evidente, por eso, es con la escritora Annie Ernaux, que en libros como El lugar (1983) o Los años (2008) ha sabido crear un estilo que da cuenta de lo personal y la época y el medio social de sus retratados en el que el adentro y el afuera son tan inseparables como indistinguibles, evitando así la tendencia a plegarse sobre sí mismas que tienen a veces las llamadas «literaturas del yo». Pauly, por su parte, explora ese lenguaje que se pretende objetivo, antiliterario, y logra una prosa casi obsesiva, que parece tomarse muy en serio la consigna del título y acumula de forma por momentos vertiginosa datos, recuerdos, objetos incluso, en enumeraciones que significan tan solo en su sumatoria, que tiende a lo infinito pero es limitada.

En este sentido, la escritora va creando listas expresivas a través de las acciones, como cuando los hermanos revisan las cosas dejadas por el muerto

—Ordenamos los armarios, pusimos la prótesis de la pierna, el chaleco beige, las camisetas y los calzoncillos en dos grandes bolsas de Leclerc, doblamos la manta polar verde manchada de sopa y de sangre—

hasta llegar al momento en el que las cosas ya parecen tomar casi vida propia, llamarse en una enumeración que se sale de lo esperado y atiborra un párrafo largo de objetos (de recuerdos) disímiles pero que forman un todo no evidente sino como sumatoria de cada una de las partes, en el flujo de la historia de este hogar que se desarma. En este caso, el hilo que comunica no más que la familia ya rota por la muerte, que subyace en los

cuadernos de poesía, registros escolares y médicos, radiografías de pies, piernas, manos, mandíbulas, pulmones, electrocardiogramas y diversas pruebas, declaraciones de cuentas cerradas hace tiempo, [...] ollas de cobre devoradas por el óxido, opalinas astilladas, excedentes húmedos de discos, archivadores, libros, lámparas y muebles, sillas y mesas, [...] colección de antiguos molinillos de café y crucifijos.

Es entre las cosas (los libros de temática espiritual, las estatuillas de dioses múltiples, «la afeitadora con restos de barba»), parece saber Pauly, que habita el misterio de su padre, pero también el de ellos: el de su madre muerta antes, el de su hermano que no quiere saber nada con la casa, el de ella misma. Su vida, abismada desde la muerte de ese hombre que intenta comprender (más que explicar) más allá del alcohol y de la violencia, se vuelve completamente otra y las palabras, que por momentos parecen, como dice una amiga en una carta, insuficientes, son todo lo que queda para trabajar con el resto. Así, aunque parece volverse sobre el tópico de la imposibilidad del lenguaje de dar cuenta de nuestras experiencias más íntimas, la escritura se muestra también como una posibilidad de algo más, incluso casi como una de las formas de conjurar el mal: «Esta violencia todavía podía aterrorizarme», admite, «pero ahora sabía cómo reconocerla y cómo nombrarla para desactivarla». En el nombrar, entonces, está finalmente la posibilidad también del reconocimiento, de ver eso que parecía callado, oculto.

Esa misma mujer que no la conoce, de hecho, y lamenta la ineficacia del lenguaje, logra en su carta, en diez líneas y «con palabras especialmente elegidas», no sólo evidencia perfectamente la tristeza y la soledad de la protagonista, sino que además le da un valor de otra, de interlocutora, que le hace pensar que su proceso vale la pena. De este modo, aunque la novela fluctúa y por momentos parece perder el rumbo o llega a conclusiones precipitadas, Pauly logra mostrar en ella con mucha eficacia la irresoluta tensión entre la posibilidad de la literatura y su límite.  

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