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Difusión

Leé «La obra de Silvia», un cuento de Martín Lasalt

Por Escaramuza / Lunes 26 de agosto de 2019

Compartimos el cuento «La obra de Silvia» publicado en Un odio cansado, diez relatos de Martín Lasalt que recibieron el Premio de Narrativa Inédita del Ministerio de Educación y Cultura (2017) y que fueron reunidos por la editorial Fin de Siglo.

Martín Lasalt (Montevideo, 1977). Empezó a estudar Diseño Gráfico y Ciencias de la Comunicación y participó en algunos proyectos audiovisuales en las áreas de guion, producción y dirección. En 2013 ingresó al taller de escritura de Rosario Peyrou y Carlos María Domínguez y en 2014 participó en el proyecto colectivo 8Y8, dirigido por Silvina Gruppo y Diego Lazcano desde Buenos Aires. En 2015 ganó el Premio Narradores de Banda Oriental, con la novela La entrada al Paraíso. Desde entonces también ha publicado Pichis (Fin de Siglo, 2016) y La subversión de la lluvia (Fin de siglo, 2017). 


Mujer en el escenario alumbrada por una luz cenital.

–Lo demás viene solo –dice, y mira al vacío. Es mala ella, el texto, la dirección. Y es mala muy a nuestro pesar, porque lo primero para nosotros es la buena fe, el crédito. Somos espectadores comunes y queremos placer, de manera que lo seguimos buscando incluso a través de las fallas. Somos capaces de encontrar belleza, verdad y armonía en la fealdad, en lo accidental, en lo vulgar. Todo sirve para nuestra búsqueda, porque al teatro entramos como a un templo, y no todo recae en la obra, pero si la obra no abre una puerta en ningún momento, ¿qué esperan?

Este unipersonal debe ser lo peor que ha hecho Silvia Narbona. Nos ha arrastrado por una historia que podía haber sido interesante: padres autoritarios, dictadura, machismo, lo de siempre, pero lo ha hecho con una superficialidad pasmosa. Y la culpa no es de ella solamente, claro, es más que nada del director, Jordi Casales. La obra rezuma Jordi por todos lados. Lo convencieron de ser un niño prodigio, pero Jordi ya pisa los cincuenta y sigue con la misma actitud. No es ni un niño ni un prodigio y creemos además que nunca lo ha sido. Jordi, bajate de una vez de ahí, querido, te podríamos explicar que sos un pelotudo, pero primero bajate, por favor. Sería bueno que hiciera aunque fuera una vez un clásico y al modo clásico, para variar, y después vemos si con estas experimentaciones que ya llevan treinta años podría decir realmente algo.

La luz se termina de apagar. El fin de la obra sería un alivio de no ser por este silencio incómodo que se estira. No hay aplauso, y por lo que entendemos, no lo habrá. Pero tampoco abucheo ni protesta. La obra no nos ha empujado a nada, y nosotros, que nos hemos malacostumbrado a aplaudir con entusiasmo obras que nos aburrieron para sacarnos la sensación de sopor, para quedar bien, para que se nos fueran las ganas de putear, hoy decidimos con dignidad hacer silencio. Nunca más aplaudiremos con fuerza lo que no nos gusta y con discreción lo que nos ha conmovido. Estamos acostumbrados a dejar morir a los mejores para ver qué tal les va en un medio hostil. Somos un público de mierda, nos han dicho, y es cierto. Pero hoy, señor Jordi, no aplaudiremos. Se oyen un par de toses al fondo de la sala, nada más. Hay que ser fuertes, nos decimos, será difícil, pero apenas sentimos esta unión como público nos deja de pesar el alma de Silvia en el escenario, nadie se conmueve por esta mujer que espera. Así suceden los linchamientos. Es una sensación poderosa.

En plena oscuridad ella dice otra vez «lo demás viene solo». Se nota que lo hace fuera del texto. Nos aclara, Silvia Narbona, por si alguien no se dio cuenta, que la obra está terminando y que todavía tenemos la oportunidad de aplaudir, con incomodidad, sí, pero al menos para cumplir la fórmula y hacer como si nada. No nos da lástima. Estamos orgullosos. La actriz trata de reprimir el llanto, pero la escuchamos con claridad. Ya es tarde, está hecho. No deberían pasar estas cosas. Quisiéramos tomar algo, comentar la obra en un boliche, o estar en casa, hablar mientras nos desnudamos y nos acostamos a dormir, quisiéramos olvidarnos de la obra mientras comemos, o hacemos el amor, o nos emborrachamos. No queremos esto, nos han forzado. Pero aguantamos y seguimos sentados en la oscuridad del teatro. De esto nos percatamos como quien despierta: ya no sabemos cuánto hace que estamos a oscuras.

Alguien sube al escenario (blum blum blum blum… blum blum blum). Un hombre que no es Jordi. El pequeño Jordi, pícaro Jordi, cobarde Jordi, ha desaparecido, ya no rezuma Jordi esta obra, ni la oscuridad del teatro en estos minutos largos que llevamos esperando después del final, ahora solo es Silvia Narbona y el hombre que sube al escenario.

–Silvia –dice, de una manera que nos angustia un poco. Lo imaginamos mayor que ella, barbudo, antiguo militante de izquierda, curtido, doliente de un dolor y una culpa muy personales que alguien menos sensible habría olvidado hace mucho. Todo eso, sí: doliente de un dolor y una culpa muy personales que alguien menos sensible habría olvidado hace mucho. Lo sabemos porque somos un público imaginativo y conocedor: la voz grave del hombre no se debe tanto a su caja ancha como al resultado de su corazón ensanchado con dolores que no trata de esquivar. Este hombre tiene el corazón grande y fuerte, y a la vez sensible, con una paciencia que lo acepta casi todo. Solo ha dicho «Silvia» y nos ha llenado un vago sentimiento de satisfacción, como si nos hubiésemos expandido, de alguna manera.

Un momento después el llanto de la mujer se libera y ocupa toda la oscuridad, un llanto manso, largo, tibio, que nos envuelve rápido, y en el que nos abandonamos, porque es como una gran laguna donde podemos flotar sin temor. Nos ahogaremos al final, quizás dentro de muy poco, pero no importa, ahora somos los pequeños huevitos de Silvia en el teatro. Ella nos ha depositado en esta caverna y estamos bien. No nos inquieta salir. Silvia sabe, nos decimos, y nos adormecemos reconfortados.

Pero el hombre grita:

–¡Perros!

Lo dice una sola vez, y nos duele, nos quema con un frío blanquísimo y ahora vemos claro. Quisiéramos que las luces nunca volvieran a encenderse. La verdad es un relámpago, como este grito del hombre, no podemos vivir en ella, pero tampoco sin su recuerdo, y cuando Silvia se va (porque al fin se ha ido, no sabemos cuándo, no hemos escuchado los pasos; no los recordamos al menos, pero ya no está), nos sentimos como escarabajos o ciempiés. O fantasmas. Es raro y ridículo, no queremos pensar en eso, pero nos gana de repente la certeza de que no somos los espectadores de carne y hueso. Nosotros no tenemos baño ni casa, ni restaurant, ni boliche, ni vereda, ni terraza, ni taxi, ni lugar alguno donde comentar la obra. Eso no existe y lo que nos queda se termina en este momento: el tipo de barba que imaginamos así y asá se ha llevado a Silvia y nos ha dejado sin su estela de luz para seguir en las butacas hasta la llegada de otro contingente de espectadores de carne. Estamos por primera vez a oscuras por completo y vamos a desaparecer en el silencio de la sala.


Lasalt, Martín. «La obra de Silvia», Un odio cansado, Montevideo: Fin de Siglo, 2019, pp. 29 - 32. 

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