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El camino de Erskine Caldwell

En busca de una veta de oro

Por Hugo Fontana / Miércoles 13 de marzo de 2019
Portada de «El camino del Tabaco», de Erskine Caldwell (Navona, 2008)

Amargo, como la tierra pobre, es el sabor de las novelas de Erskine Caldwell. Hugo Fontana recupera la figura del reconocido escritor estadounidense y nos regala una selección de consejos para escribir, extraídos de los cuentos del autor. 

Nacido en el estado de Georgia en 1903, Erskine Caldwell fue uno de los más importantes escritores del llamado Deep South, esa desmadrada región de Estados Unidos que abarca Carolina del Sur, Misisipi, Florida, Arkansas, Alabama, Georgia y Luisiana, y que ha ofrecido al mundo de la literatura autores de la talla de William Faulkner, Truman Capote, Tennessee Williams, Flannery O’Connor, Eudora Welty y Carson McCullers.

Puede que Caldwell haya sido el más radical de todos ellos a la hora de mostrar las miserias de ese sur caluroso y polvoriento, que había basado su poderío, y también su posterior debilidad, en un régimen de tenencia de tierras casi feudal y en la más feroz esclavitud. Puede, también, que sus personajes vivan siempre envueltos en una desgarradora desesperación pero que, como si de una invencible y gigantesca tenaza se tratara, se resignaran a ella como a la fuerza del destino. Ellos, integrantes de esa casta llamada «basura blanca», son hombres y mujeres aculturados, violentos o simplemente primitivos, cuya redención pasa por el sexo o, en su defecto, por el fanatismo religioso.

Hijo de un pastor presbiteriano, Caldwell recorrió desde su infancia los pueblos más pobres de Georgia y conoció a fondo sus gentes, atrapadas en una tierra que poco tenía para ofrecer, a no ser los cultivos de algodón o de tabaco. Y cuando antes de cumplir los treinta años dio a conocer sus primeros libros, de inmediato se convirtió en blanco de la censura y en predilecto de un público que lo llevó a vender millones de ejemplares. Sus primeros grandes éxitos fueron El camino del tabaco (1932) y La chacrita de Dios (1933), de la que llegó a vender diez millones de libros, más de lo que había vendido el melodrama Lo que el viento se llevó, de la también georgiana Margaret Mitchell.

El predicador, La casa de la colina, A la sombra del campanario, Amor y dinero, Una luz para el anochecer, Un lugar llamado Estherville, La verdadera tierra (traducida por Juan Carlos Onetti), son algunos de los títulos de sus cerca de cuarenta novelas. Caldwell escribió también algunas formidables colecciones de cuentos (entre ellos «Tarde de agosto», «Ladrón de caballos», «Hija», «El pueblo contra Abe Lathan, de color»), muchos de los cuales fueron reunidos recientemente por la editorial española Navona en los dos tomos de Historias del Norte y del Sur.

El camino del tabaco fue adaptada al cine por John Ford en 1941, y la versión teatral estuvo siete años en cartel en Broadway. Su protagonista, Jeeter Lester, es un cultivador de algodón que habita junto a su familia en una ruinosa choza donde campea el hambre y por donde merodea una serie de personajes esperpénticos, al borde de la deshumanización. También La chacrita de Dios fue llevada a la pantalla en 1958 por Anthony Mann: narra la historia de un granjero, Ty Ty Walden, cabeza de una numerosa familia, que renuncia a sus tareas en el campo y arruina su pequeña propiedad cavando hoyos en busca de una veta de oro que jamás hallará.

Caldwell murió en abril de 1987 en un hospital de Arizona, víctima de un cáncer de pulmón. En vida fue uno de los escritores de su país más aplaudidos, y su obra fue elogiada por Faulkner y por poetas de la talla de Ezra Pound, en tanto que Saul Bellow declaró que era merecedor del Premio Nobel. Hoy su obra está momentáneamente apagada, pero como sucede con los grandes escritores, sigue a la espera de sus lectores.


La única manera satisfactoria de hacer lo que uno se propone.

En 1944 la editorial argentina Lautaro reunió en un volumen bajo el título Jackpot unos veinte cuentos de Erskine Caldwell, cada uno de ellos precedido de un breve acápite, algunas veces dedicado al cuento específico, otras comentando acerca del arte de escribir.

La siguiente es una selección de algunos de estos breves textos.

Inevitablemente, algún día, un catedrático, cuyo nombre podría ser Horacio Perkins por ejemplo, hará girar las páginas de este libro en busca de una clavija para colgar su sombrero. Al principio se sentirá desanimado, ante el descubrimiento de que se ha violado su regla fundamental que dice: «Nunca se ha de dar fin a una frase con una preposición». A pesar de todo, creerá que es su deber seguir adelante. Por supuesto, tendrá la esperanza de descubrir el secreto de escribir cuentos, para luego revelárselo a sus alumnos. Cuando haya dado fin a su investigación, seguramente escribirá un libro cuyo título será Once procedimientos distintos para redactar un cuento corto. Me disgusta despojarlo de sus prerrogativas, pero estimo que mi abuelo se adelantó a él en muchos años al afirmar lo siguiente: la única manera satisfactoria de hacer lo que uno se propone, es hacerlo de la mejor manera posible. («El ladrón de caballos»).

Casi todos lo cuentistas y novelistas, creadores de los personajes que pueblan sus obras, se ven acosados por los lectores, que les exigen pruebas de la «existencia real» de esos personajes. Con esta demanda, le atribuyen al escritor una falta de vitalidad, que jamás puede suponerse en un autor que valga el pan que come. Todos los caracteres de la literatura surgen de los materiales proporcionados por la experiencia humana, pero rara vez son copia exacta de personas con existencia real. El hecho de que esos lectores sientan la necesidad de exigir pruebas, es un laurel más para la ficción como forma artística; pero también demuestra que aquellos carecen de capacidad para discernir, desde el momento que no pueden distinguir entre fantasía y realidad. («Tarde de agosto»).

La profesión de escritor tiene su lado penoso, que consiste en que el trabajo le obliga a mezclarse con una serie de literatos. Para guardar las apariencias, una o dos veces al año hay que concurrir a una velada, y pasar varias horas en compañía de críticos, autores de obras escritas para la radio, y gente que lee libros. Todos ellos hablan una jerigonza que solo parecen entender los literatos; únicamente, después de proceder a una purificación a fondo, puede uno recobrarse y volver a caminar con la cabeza en alto, como un ser humano. («El tiroteo»).

Tal vez al lector le interese conocer en qué circunstancias se escribió este cuento. En esa época, yo vivía en Filadelfia, en una pieza de tres dólares por semana, que compartía con un coreano. La noche antes de escribirlo, había asistido a una función cómica en Arch Street, y al dar vuelta la esquina de la calle Once, un agente de policía que se hallaba franco, me disparó un tiro y me hirió en un pie. Por la mañana, cuando me levanté, no pude encontrar papel alguno para escribir, en vista de lo cual garabateé el cuento en el empapelado, y al día siguiente lo copié a máquina. («En busca de nueces»).

Mi abuelo, que debía saber de lo que hablaba, sostenía que el arte de contar cuentos era un arte bastardo, porque había sido creado por lo cuentistas con el único propósito de convertir a la haraganería en algo respetable. («Soledad»).

A veces, la vida de los personajes de ficción es casi tan dolorosa como la de los seres reales. («Un cuchillo para cortar el pan de maíz»).

 

Caldwell, E. (1944). Jackpot. Buenos Aires: Lautaro

 

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