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Leé las notas preliminares y el prólogo de «Memorias encontradas en una bañera», de Stanisław Lem (Polonia)

Por Stanisław Lem / Viernes 20 de abril de 2018
Compartimos las notas preliminares y el prólogo de «Memorias encontradas en una bañera», de Stanisław Lem, publicado en 2015 por la editorial argentina InterZona.

Stanisław Lem nació en Polonia en 1921. Conocido como escritor de ciencia ficción, sus libros han sido traducidos a más de cuarenta idiomas. Su obra se distingue por la reflexión filosófica, la comicidad, el absurdo, la sátira y el humor. A Lem le fascinaban los temas relacionados con la astrofísica y la cibernética, y la idea de la imposibilidad de comprender a un sujeto de otra cultura. Publicó las novelas Solaris, El congreso de futurología (interZona, 2014), El invencible y Edén; los libros de cuentos Ciberíada y Fábulas de robots; y también ensayos. Recibió varios premios, entre los que se destacan: Premio del Ministro de Relaciones Exteriores por la Popularización de la Cultura Polaca en el Extranjero (1970); Premio Nacional Austríaco de Cultura Europea a Novelas de Ciencia Ficción (1985); Premio Nacional Austríaco Franz Kafka de Literatura (1991). Falleció en 2006 en Cracovia y ese mismo año se le dio su nombre, en conmemoración, al primer satélite polaco.

En 2015 InterZona publicó Memorias encontradas en una bañera, del cual les compartimos un fragmento.


NOTAS PRELIMINARES
Por Bárbara Gil 
Traductora

 

Stanisław Lem es un autor conflictivo, desde varios puntos de vista. En primer lugar, muchas personas creen que era ruso, solo porque en Occidente se hizo conocido a través de Solaris, la película del soviético Andréi Tarkovski sobre el libro del mismo nombre. Pues no, Lem era polaco, nacido en Lwów (Leópolis), ciudad que pasó a ser ucraniana después de 1945.
Se lo considera un escritor de ciencia ficción. Es cierto, describe futuros posibles, con o sin adelantos técnicos, con o sin robots, pero sus libros son mucho más que un entretenimiento intelectual. Podría especularse que su ascendencia judía y los horrores de la Segunda Guerra Mundial exacerbaron su inclinación hacia los planteos filosóficos. En cada uno de sus libros o cuentos aborda problemas filosóficos fundamentales, y eso lo diferencia del grueso de sus colegas de género. Es decir: sí es un escritor de ciencia ficción, aunque difícil de encasillar como fantasta o anticipador.
A pesar de su singularidad fue miembro honorario de la Science Fiction & Fantasy Writers of America (SFWA), la sociedad que agrupa a escritores estadounidenses de ciencia ficción y fantasía. No obstante, también esa singularidad lo llevó a ser expulsado en 1976 —apenas tres años después de ser incorporado— por criticar duramente la ciencia ficción de Estados Unidos, calificándola de baja calidad y contadora de aventuras, sin atreverse a desarrollar nuevas ideas o estilos.
Lem tenía una personalidad compleja; por un lado, no le gustaba demasiado el contacto con otras personas, era más bien solitario; pero al mismo tiempo era un gran humanista, su interés y preocupación por todo lo humano era absolutamente genuino. Por otra parte, tenía una visión algo pesimista sobre el futuro, pero el buen humor no lo abandonaba en ningún momento, y era un humor inteligente, socarrón, que buscaba la inteligencia del otro, la complicidad. Principalmente, era un apasionado por el conocimiento, cualquiera fuera el área o disciplina. No le alcanzaba con un dato, necesitaba indagar, profundizar, conocer más y mejor, luego problematizar ese conocimiento, observarlo desde distintos ángulos y solo después incorporarlo.
Los temas más diversos captaban su atención, y le fascinaban especialmente los relacionados con la astrofísica y la cibernética, disciplinas que dominaba al punto de ser miembro fundador de la Sociedad Polaca de Astronáutica. Solía decir que el orden de sus acciones era: descubrir, leer, saber y finalmente crear; ya que aquello que conocía terminaba incluido en sus libros, de una u otra manera. Podría agregarse que el cañamazo de su creación era el humor.
La reflexión filosófica puede girar en torno a un solo problema principal. Así, en Solaris —su obra más conocida— el tema es la imposibilidad de conocer, y por ende comprender, a un sujeto de otra cultura. Lo mismo sucede en El congreso de futurología: la imposibilidad de conocer la realidad, ya que está compuesta por sucesivas capas y los sentidos no alcanzan, o están alterados por drogas encargadas de engañarlos.
Lem ha escrito algunas de sus obras en dos niveles, intercalando la reflexión filosófica con la acción de los personajes. La reflexión suele ser un largo párrafo redactado en lenguaje culterano, con uso de términos elegantes, desusados o hasta arcaicos; en tanto que para la acción elige palabras de uso coloquial, y hasta vulgarismos o frases hechas. Es un maestro en ambos estilos: la reflexión es de obligada lectura morosa, atenta al largo hilo de las oraciones que se subordinan una tras otra; los diálogos son una sucesión de frases brevísimas, con mucho monosílabo, y la lectura se torna vertiginosa, con gran compro-miso emocional del lector.
A diferencia de otras obras, las Memorias… no muestran el pensamiento filosófico, lo contienen en el desarrollo de la novela. El pro-tagonista no medita más que sobre la acción, sobre los pasos que ha realizado y cuáles podría realizar; otros personajes le presentan interrogantes, mediante diálogos de aparente poca importancia o hasta improcedentes. Sin embargo, según el profesor Jerzy Jarzebski, el máximo estudioso de la obra de Lem, las Memorias encontradas en una bañera son su novela más filosófica; en el sentido de que aborda problemas tales como el Ser, el Hombre y la Trascendencia.
Otro de los rasgos distintivos de la obra de Lem es el humor. Y esto sí lo diferencia de todos los demás escritores de ciencia ficción, cualquiera sea su variante. Hay quien ha preferido clasificarlo como “autor de novela bufa”, precisamente por el maridaje entre filosofía y humor. De todos modos, tanto la ciencia ficción como la novela bufa son categorías demasiado estrechas para Lem, quien no parece haberse conflictuado demasiado por no entrar en ninguna, dejando el engorro para quien necesite catalogarlo.
Cada obra tiene una forma de humor particular. En Solaris, por ejemplo, son solo guiños del autor, que toma nombres de personajes reales y les adjudica profesiones muy diferentes; así, Igor Stravinski será nombrado al pasar como astrofísico o algún renombrado matemático habrá sido convertido en bibliotecario.
Lo más frecuente será que los protagonistas, sin buscarlo, se vean inmersos en situaciones absurdas. Memorias… es una sucesión de situaciones grotescas, que van desde lo ridículo hasta lo pesadillesco, fluctuando entre la comicidad y el peligro potencial. También hay juegos de apariencias, que cuando pueden ser trascendidos siempre resultan algo ridículo, pero amenazante o desagradable: un bello tapiz de perlas visto de cerca se convierte en un sinnúmero de dientes arrancados en sesiones de tortura o unos presuntos enfermos mentales, parranderos y borrachos, cuando se despojan de narices y calvas falsas, se transforman en profesores que dictan materias ridículas en el entrenamiento de agentes secretos.
En un reportaje Stanisław Lem reconoció que utilizaba el humor para que no fueran tan terribles y violentas las cosas sobre las que escribía; que el humor permitía suavizarlas y de algún modo «ingerirlas» sin espanto.
Es muy evidente la sátira a la burocracia que impregna las Memorias… desde el fin del prólogo hasta la última palabra. Es una burocracia tan absurda que termina siendo eficiente, porque, como afirma uno de los personajes, en cualquier momento el papel buscado vuelve a aparecer tras haber pasado por todas las oficinas, nada se pierde en un círculo enorme, pero círculo al fin.
Lem no solo se ríe de la burocracia, también se divierte con el tema de los agentes secretos, que de tan secretos y venales ya ni siquiera son agentes dobles, sino triples, cuádruples y hasta se sospecha que quíntuples. O sea, un agente de una agencia de la potencia A se corrompe y trabaja para la potencia B; sin embargo, en realidad pasa información falsa y transfiere la verdadera a A, etcétera.
La férrea censura polaca de 1960 solo vio que el escritor se burlaba de los burocráticos servicios de inteligencia de Estados Unidos —la acción transcurre en un edificio secreto llamado Pentágono—, sin advertir que los dardos podían dirigirse también hacia el bloque soviético. Lem debe haberse reído a carcajadas de la proverbial estupidez de la censura, cualquiera sea su orientación ideológica.
Los guiños al lector, el absurdo, la sátira no son los únicos recursos del humor omnipresente en la obra de Lem. Hay dos más: los catálogos y las palabras inventadas. Ambos suelen ir de la mano.
A este autor le encantan las enumeraciones, los catálogos de cosas sin vínculos funcionales, sino clasificadas según otro orden. Sin quererlo esa característica se convierte en una parodia de la ciencia, que también gusta de las taxonomías.
En la mayoría de sus obras hay largos listados, que no siempre agregan algo fundamental, y que sin duda divierten, porque siempre son burlones, y por ello mueven a la reflexión sobre distintas disciplinas, modos de vivir o valores. Estas enumeraciones, por lo general, están constituidas por palabras inventadas. Son fusiones de dos o más palabras existentes que el lector deconstruirá o simplemente aceptará entendiéndolas en bloque.
Memorias… tiene un largo prólogo apócrifo, en el cual desde un futuro lejano se describe nuestra civilización. Es la descripción que podría hacer un arqueólogo al encontrar rastros de una cultura desconocida. Y allí ya comienza la sátira: las interpretaciones de lo que va encontrándose pueden ser desopilantes. Según Lem somos una civilización que venera lo escrito, trata de inmortalizar en papel hasta lo más nimio. Pero podría suceder que un cataclismo destruyera el papel, y entonces…
Los estudiosos de esta antigua civilización —la nuestra—, basándose en escasos testimonios, durante años han tratado de descifrarnos. Y ahí comienzan a aparecer los listados de palabras inventadas, mezclas de dos o más términos en polaco —que han sido traducidos al castellano— o de palabras en otros idiomas, por lo general inglés y alemán; estas no han sido traducidas, se han dejado tal como aparecen en el original. La primera palabra referida a nuestros tiempos es papilro, compuesta por papel y papiro, y material fundamental para plasmar nuestras ideas y acciones, para hacernos entender. «En esa época era imposible nacer, crecer, educarse, trabajar, viajar o procurarse la vida sin la intermediación del papilro». Lem escribió esta frase acertadísima para 1960, año en el que terminó de escribir Memorias… Sigue siendo verdad, y aunque hoy el papel comparta su trono con la informática, todavía son muchos los que solo confían en «Este derivado de la celulosa, una sustancia frágil, casi blanca…».
En el texto de las anotaciones encontradas cerca de una bañera —parte principal de la novela— también aparecen listados, como las enumeraciones de torturas de una presunta enciclopedia sobre el tema. No obstante, en esta obra Lem recurre mucho menos a sus apreciados catálogos, si se compara con, por ejemplo, El congreso de futurología, donde en ciertos momentos parecen ser el objeto fundamental de la obra.
Así como las novelas y cuentos de Lem suelen estar escritas en dos estilos considerados contrapuestos, las Memorias… podrán ser leídas de tres modos: con la sospecha de que cada palabra deberá ser decodificada, como puro juego en el que predominan la burla y la ridiculización, o combinando ambos. En cualquiera de los casos, la lectura será un deleite.

 

 


PRÓLOGO
Por Stanisław Lem 

 

 

Las notas de un hombre del neogeno son uno de los más inapreciables tesoros del pasado remoto de la Tierra. Son del período decadente de la cultura precaótica, que precedió a la Gran Desintegración. Es una irónica paradoja de la Historia, porque sabemos mucho más de las antiguas culturas de Asiria, Egipto o Grecia que sobre las civilizaciones del neogeno temprano, sobre los primeros tiempos de la aoatmística y la astrogación primitiva. Porque esas culturas arcaicas dejaron monumentos perdurables de hueso, piedra, pizarra y bronce, en tanto que en el neogeno medio y tardío se utilizaba el llamado papilro para registrar todos los conocimientos.
Este derivado de la celulosa, una sustancia frágil, casi blanca, se rodillaba y cortaba en pliegos rectangulares sobre los cuales con pintura oscura se imprimía toda clase de informaciones, tras lo cual se los agrupaba y cosía de una manera particular.
Para entender cómo se llegó a la Gran Desintegración, esa catástrofe que en el transcurso de unas semanas destruyó el saber de siglos, hay que retroceder tres mil años. En esos tiempos no existían la metamnesis ni la técnica para cristalizar la información. Todas las funciones de los actuales mnemores y gnosores eran cumplidas por el papilro. Ya existía, por cierto, el germen de la memoria mecánica, pero eran máquinas enormes y difíciles de maniobrar que, por otra parte, se utilizaban con fines limitados y especiales. Se las llamaba «cerebros eléctricos», con la misma exageración —vista solo desde la distancia histórica— con que los constructores de Asia Menor consideraban que las torres del templo de Baa-Bel llegaban al cielo.
No sabemos con exactitud cuándo ni dónde estalló la epidemia de papilrólisis. Probablemente haya sucedido en el sur, en la región desértica del país de Ammer-Ka, donde estaban construyéndose los primeros cosmódromos. Los contemporáneos en principio no entendieron el peligro que los amenazaba. Se nos hace difícil compartir la grave ligereza con la que se expresaron los historiadores posteriores. Evidentemente el papilro no se destacaba por una particular durabilidad, sin embargo no se puede responsabilizar a la cultura precaótica por no haber previsto la existencia del catafactor RV, conocido también como el factor de Harcio.
De todos modos, la verdadera naturaleza de ese factor fue descubierta por Folses Prodoctor Sexto, recién en el período galáctico, estableciendo que su origen estaba en la tercera luna de Urano. Había sido arrastrado a la Tierra, sin saberlo, por una de las primeras expediciones de descubrimientos en órbitas bajas (según Pronostor Phaa-Waak había sido el octavo viaje pequéñico) y el factor de Harcio había provocado en todo el planeta una masiva desintegración del papilro.
No conocemos los detalles del cataclismo. Según la transmisión oral, cristalizados recién en el cuarto galactium, los focos de la epidemia fueron los grandes depósitos de papilros con información, los llamados baobliotecas. La reacción era casi instantánea. En lugar de los inapreciables yacimientos de la memoria colectiva, quedaban pilas de un polvo gris, ligero como la ceniza.
Los científicos precaóticos supusieron que debían vérselas con una bacteria que atacaba el papilro, y perdieron mucho tiempo en búsquedas infructuosas. Es difícil negar la acertada afirmación del Histognostor Cuarto de Tauro, que habrían servido mejor a la humanidad si hubieran dedicado ese tiempo malgastado más bien a cincelar en piedra los textos que se desintegraban.
El neogeno tardío, el período de la catástrofe, no conocía la gravitrónica, la cibereconomía ni la sintefísica. La economía de los distintos grupos étnicos, llamados nassiones, tenía un carácter relativamente autonómico. Dependía absolutamente de la circulación del papilro.
De él también dependía la continuidad de las remesas a Marte, donde Tyberis Sirtiana estaba en la primera fase de su construcción.
La papilrólisis arruinó no solo la vida económica: esos tiempos son llamados, y con bastante razón, la época de la papilrocracia. El papilro regulaba y coordinaba, de un modo difícilmente comprensible para nosotros, los destinos de los individuos (como el llamado «papilro de identidad»). Por otra parte, los significados utilitarios y rituales del papilro en el folklore de ese entonces (y la catástrofe sucedió en el período de mayor desarrollo de la cultura del neogeno precaótico) hasta ahora no han sido catalogados en su totalidad. El significado de alguna de sus variedades lo conocemos, de otros quedaron solo nombres huecos (apfishes, khompro-bantte, biiyete, doocumeto, entre otros). En esa época era imposible nacer, crecer, educarse, trabajar, viajar o procurarse la vida sin la intermediación del papilro.
Con esa perspectiva se aprecian las dimensiones de la catástrofe que asoló a la Tierra. Todas las medidas —cuarentena, aislamiento de ciudades y continentes enteros, la construcción de refugios herméticos— fallaron. La ciencia de ese entonces estaba inerme frente a la estructura subatómica del catafactor, que había surgido durante la evolución anabiótica. Por primera vez en la historia los vínculos sociales se vieron amenazados por una desintegración total. Como reza la inscripción descifrada en una pared de los baños del yacimiento Frisco (una de las ciudades mejor conservadas de Ammer-Ka meridional), cincelada por un anónimo bardo del cataclismo, «el cielo se oscureció sobre las ciudades por las nubes de papilro desintegrado, y luego durante cuarenta días y noches cayó una lluvia sucia, y así, con el viento y los arrollos de lodo, desapareció de la faz de la Tierra la historia del hombre».
En esencia, era un duro golpe propinado al orgullo del hombre del neogeno tardío, quien se pensaba ya alcanzando las estrellas. La pesadilla de la papilrólisis se tragaba todos los campos de la vida. En las ciudades cundía el pánico; las personas privadas de su individualidad perdían el juicio; se interrumpía la provisión de bienes; se llegaba a actos de violencia; la técnica, el desarrollo de las ciencias, la educación formal se disgregaban y desaparecían. Cuando las centrales energéticas se detenían, no se las podía arreglar por falta de planos. Se apagaban las luces eléctricas y la oscuridad se iluminaba con las llamas de los incendios.
Así el neogeno entró a los tiempos del caos. Duraría doscientos y tantos años. El primer cuarto de siglo de la Gran Desintegración no dejó ninguna crónica escrita, por motivos muy comprensibles. Por lo tanto solo podemos conjeturar en qué condiciones el gobierno de la Federación Terráquea, nacido medio siglo antes, se esforzaba por contrarrestar la descomposición social.
Cuanto más alta es la civilización, tanto más esencial le resulta mantener la circulación de informaciones, tanto más sensible es a cada perturbación de dicha circulación. Ese sistema circulatorio de la sociedad estaba deteniéndose. El único repositorio del saber era la memoria de los profesionales vivos; por eso, ante todo, había que perpetuarla. Un problema en apariencia simple resultó imposible de resolver. El conocimiento del neogeno tardío estaba tan fragmentado que ningún especialista abarcaba la totalidad de su materia. La reproducción, pues, demandaba un trabajo tedioso y largo de grupos especializados. Si se lo hubiera emprendido de inmediato, sostiene Laa Bar Polignostor Octavo de la Escuela Histórica Bermandiana, la civilización del neogeno en breve habría sido reconstruida. Al magnífico creador de la cronología sistemática del neogeno hay que contestarle que quizá las acciones que postula habrían permitido la acumulación de montañas de conocimientos, pero tras cumplir con ese cometido, no habría habido nadie que los aprovechara. No serían capaces de eso las hordas nómades que abandonaban las ruinas de las ciudades devastadas, y sus hijos salvajes ya no conocerían en absoluto el arte de leer y escribir. Habrían debido salvar a la civilización en el momento en que se desmembraba la industria, paraba la construcción, se inmovilizaba el transporte, cuando clamaban por ayuda las multitudes hambrientas de los continentes y privadas de abastecimientos, amenazada la supervivencia de las colonias de Marte. Los especialistas no podían dejar a la humanidad librada a su suerte para, aislados, crear nuevas técnicas de registro.
Se asumían esfuerzos desesperados. Toda la producción de algunas ramas de la industria del entretenimiento, por ejemplo las llamadas películas, se reconvirtieron para anotar de inmediato la información que llegaba sobre el movimiento de las naves y cohetes, porque sus catástrofes se multiplicaban. Los planos de las redes energéticas reproducidos de memoria se imprimían en telas para ropa. Toda la provisión de materiales sintéticos útiles para la escritura se repartía entre las escuelas. Los científicos físicos revisaban las pilas atómicas que podían explotar. Equipos de rescate de profesionales corrían de un punto del planeta a otro. Pero todo eso eran apenas migajas del orden, átomos de organizaciones que se diluían en el océano del creciente caos. Sacudida por permanentes convulsiones, en continua lucha contra la marea de analfabetismo, ignorancia, retroceso, es necesario juzgar la inmovilizada cultura caótica no según lo que perdió, sino según lo que, a pesar de todo, supo salvar.
Detener la primera oleada de la Gran Desintegración requería los mayores sacrificios. Se rescataron las avanzadas terráqueas en Marte y se reconstruyó la tecnología, esa columna vertebral de la civilización. Las cintotecas y los micrófonos remplazaron los repositorios de papel. Por desgracia, en otras materias las pérdidas fueron crueles.
Dado que la producción de nuevos medios de registro no satisfacía las necesidades más urgentes, se sacrificaba —para salvar briznas de cultura— todo lo que no les servía en forma directa. La peor derrota fue la de las ciencias humanísticas. El saber se transmitía oralmente, en forma de clases, y luego los oyentes se transformaron en los educadores de la generación siguiente. Fue uno de los sorprendentes primitivismos de la cultura caótica el que provocó que la Tierra sorteara la catástrofe con irremediables pérdidas en materias como historia, historiografía, paleología y paleoestética. Se salvó apenas una mínima fracción de la heredad literaria. Se volvieron polvo millones de volúmenes de crónicas históricas, invalorables testimonios del neogeno medio y tardío.
Finalmente, hacia finales del período caótico, se llegó a uno de los estados más paradójicos cuando, con una técnica relativamente desarrollada, frente al funcionamiento de la gravitrónica y tecnobiótica primitivas, después de los éxitos del transporte cisgaláctico masivo, la humanidad no sabía nada o casi nada de su propio pasado. Lo que hasta nuestros días ha perdurado del enorme saber neogénico son apenas unos jirones sueltos, unas relaciones sobre hechos transformados hasta lo incomprensible, deformados por la cantidad de veces que han sido transmitidos en forma oral. Y precisamente así es la historia, con una cronología de los hechos más importantes incierta hasta hoy día, llena de faltantes, manchas blancas en los cristales del conocimiento, que se convirtió en nuestra herencia.
Solo podemos repetir con el Subgnostor Napper Leise que la papilrólisis, por sus resultados, resultó ser una historiólisis. Solo con este fondo se alcanzan a comprender las verdaderas proporciones de la obra del Prognostor Ve-Vess, quien, en solitario, peleado con la historiografía oficial, descubrió las Notas del hombre del neogeno, hablándonos a través del abismo de los siglos, uno de los últimos habitantes del desaparecido país Ammer-Ka. Es un tesoro tanto más valioso cuanto que no tiene iguales, porque no se lo puede comparar con los relictos papilrólicos que la expedición arqueológica del Paleognostor Mnemonita Bradrah Sirtiano extra-jo de los manglares arcillosos del preneogeno inferior. Estos se refieren a las creencias dominantes en Ammer-Ka durante la VIII Dinastía, y en ellos se mencionan distintos Peligros, tales como el Negro, el Rojo, el Amarillo; probablemente sean conjuros de la cabalística de esos tiempos relacionados con la enigmática deidad Raz-Za, a la que, se presume, se le ofrecían sacrificios humanos. Pero esa interpretación sigue siendo objeto de controversias entre las escuelas transadiana, gransitriana y un grupo de discípulos del magnífico God-Deefect.


Memorias encontradas en una bañera
Lem, Stanisław

InterZona (2015)
Páginas: 240
UYU 680

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