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Más allá de la educación sentimental

Cenicientas: género, afectividad y clase

Por Tamara Tenenbaum / Lunes 28 de diciembre de 2020
«Cinderella», de John Everett Millais (1829-1896)

Las cenicientas son mujeres jóvenes, ingenuas, que con y por su amor no intencionado logran cambiar su destino: el de mujeres trabajadoras y habitualmente pobres. Tamara Tenenbaum cierra la columna «Más allá de la educación sentimental» con el análisis de esta última figura arquetípica, la cenicienta, presente en la literatura y la cultura audiovisual reciente.

La figura de la cenicienta aparece muchísimas veces en la literatura, en el cine y —quizás, sobre todo— en productos de la industria cultural como la televisión o el teatro musical. Se la puede poner en línea con otro tropo, el de la ingénue, pero tal como yo entiendo a la cenicienta hay al menos una diferencia clave entre estos dos arquetipos.

La ingénue y la cenicienta son ambas jovencitas inocentes que están descubriendo la vida y que funcionan como ventanas hacia un mundo, mirándolo todo con unos ojos de Bambi bien abiertos. Pero la ingénue muchas veces puede ser una princesa, o una chica privilegiada en un sentido más amplio; la Julieta de Shakespeare, por ejemplo, puede leerse como una ingénue. La cenicienta, en cambio, es por definición una chica que viene de un estrato social bajo o muy bajo y que a lo largo del relato logra ascender socialmente gracias al amor de un hombre noble o rico. Lo vemos en Muñeca brava, en María la del Barrio y en infinitas telenovelas. Aunque definitivamente esté en desuso —y es interesante pensar por qué—, el arquetipo de la cenicienta es clave porque es uno de los pocos en los que la relación entre género, afectividad y economía se anudan de forma tan clara. No hay ninguna versión del relato de cenicienta en el que la muchacha en cuestión se haga rica trabajando; ella asciende socialmente solo por el amor que logra provocar (por su belleza, su bondad, su pureza de corazón, lo que se quiera, pero fundamentalmente porque un varón de determinado estatus es seducido por esas virtudes).

Es muy recurrente también el motivo de la «princesa perdida», que de hecho ya está en el relato original de la cenicienta: ella era hija de un caballero, pero una vez que él muere, su madrastra la esclaviza. En muchas telenovelas también (en Marimar, por ejemplo) la cenicienta es una hija perdida de un noble. Sin embargo, en todos esos casos se repite la cuestión del amor: tiene que aparecer ese varón que la valora para que ella pueda acceder a ciertos ámbitos, aunque eventualmente se reconozca que por su cuna noble o sus múltiples cualidades siempre debió haber estado allí. En un sentido literal y casi explícito, la cenicienta obtiene dinero o recursos a cambio de amor. Y sin embargo, la cenicienta es en estas narrativas lo contrario de la puta. ¿Qué vendría a ser lo que la distingue de ella? Sobre todo, parecería, que no lo hace a propósito. A diferencia de la heroína de armas tomar que sabe lo que quiere y no tiene miedo de ir a buscarlo (el modelo, pongamos, de Melanie Griffith en Secretaria ejecutiva y del que hoy podemos ver muchas versiones, desde la olvidable serie Girlboss hasta el musical Waitress), a la cenicienta las cosas sencillamente «le pasan»; si ella intentara activamente conseguirse un heredero, sería una puta. Como se enamora con toda ingenuidad y franqueza, es una santa. No es culpa suya, al fin y al cabo, que la casualidad la haya hecho enamorarse de (y enamorar a) un millonario.

En la literatura, o al menos en la literatura que a mí me gusta, este arquetipo aparece siempre un poco trastocado, torcido. Jane Eyre, por caso, es de alguna manera un ejemplo fundacional de esta cenicienta: una huérfana de una familia relativamente buena despreciada por la familia que tenía que criarla (y que finalmente le hará llegar la herencia que la hará rica), que termina en un orfanato, educada para institutriz y enamorada de su patrón. Sin embargo, es difícil pensar a Jane como una chica a la que las cosas sencillamente le suceden. Por una parte, la cuestión de clase —aunque no ha sido muy subrayada en general en los estudios recientes sobre Brontë— es particularmente interesante: Jane Eyre no es una cenicienta en el sentido estricto, «esclavizada» por sus hermanas, sino que es una empleada en una casa ajena que no parece avergonzarse en lo más mínimo del trabajo que hace, ni piensa que sea más indigno trabajar que la vida que lleva su patrón y las damas que él frecuenta; más bien lo contrario. Jane Eyre no se hará rica trabajando (prácticamente nadie se hacía rico trabajando, y definitivamente no podría hacerlo una mujer), pero trabaja, y parece contenta de hacerlo: no está esperando a un marido que la salve, y de hecho termina yéndose y volviendo con él una vez que ella ha cobrado su herencia y él está, en cambio, discapacitado y solo. Este final puede, por supuesto, leerse en términos sacrificiales; pero también puede pensarse como un intento muy moderno de Brontë («moderno» en el sentido de la Modernidad) de separar más claramente el dinero y el amor, de afirmar la independencia de las esferas amorosa y económica, y mostrar así que el amor de su heroína no tiene nada que ver con la idea de «hacer un buen matrimonio». De hecho, va casi en contra de esa idea. Me guardo este comentario para investigarlo más: si en el relato tradicional de Cenicienta no había ningún problema en mostrar que el premio por su bondad angelical era casarse con un rico, en una novela ya cabalmente moderna como Jane Eyre, este vínculo entre amor y dinero quiere ocultarse, aunque siga existiendo.

El otro personaje que me hizo pensar en el arquetipo de la cenicienta fue Fanny Price, la protagonista de Mansfield Park. Absolutamente todas las chicas de Jane Austen terminan casadas con ricos (y ninguna trabaja, a diferencia de Jane Eyre), pero Fanny es la única que viene de la parte verdaderamente pobre de la familia a quedarse con los tíos con plata. Como analiza George E. Haggerty, un especialista en literatura inglesa del siglo XVIII y teoría queer, la peculiar situación socioeconómica de Fanny explica también que carezca de esa inteligencia filosa y ese carisma magnético que distinguen a las otras heroínas de Austen, e incluso que su pasividad extrema la mantenga al margen de la propia acción de la novela: muchas veces, leyendo Mansfield Park, pensé que tendría más sentido estar en esa historia desde la perspectiva de la adúltera Maria Bertram o de la coqueta Mary Crawford, en lugar de perder tiempo con la santurrona de Fanny que parecía mirarlo todo desde afuera y evitarnos la parte más divertida de la historia. «Ninguna de sus otras heroínas [las de Austen] se comporta de esa manera, pero es igualmente cierto que ninguna de ellas fue arrancada de su hogar y forzada a adaptarse a una familia en la que no es del todo bienvenida», escribe Haggerty.[1] De alguna manera, entonces, Austen subvierte el arquetipo de la cenicienta de una manera opuesta a la que elige Charlotte Brontë; en Jane Eyre, lo interesante es que a pesar de ser cenicienta, en el sentido de una chica venida a menos que termina con un rico, Jane era una chica bien plantada en su subjetividad e incluso en su independencia económica. En el caso de Fanny, ella no es ninguna de todas estas cosas, sino más bien lo contrario: tiene la prudencia y el apego a las reglas de la gente que sabe que para las personas de su clase es mucho más caro romperlas, y la pasividad de una chica que se crió en una familia que básicamente se dedicó a mostrarle que era menos que sus primas y socavar su autoestima durante buena parte de la infancia y toda la adolescencia. En lugar de hacer una cenicienta adorable y encantadora, Austen nos muestra que si te toca ese lugar de paria de la casa es bastante difícil volverse adorable y encantadora.

La cenicienta era un personaje que tenía sentido fundamentalmente en un mundo donde el único mecanismo que una mujer tenía para torcer mínimamente su destino era el matrimonio. Creo que, en parte, ha caído en el olvido por esto, y también porque la idea de una chica completamente pasiva y carente de agencia a quien las cosas buenas y las cosas malas sencillamente «le suceden», sin que ella haga nada al respecto, nos parece cada vez menos interesante; pero no son estas, me parece, las únicas razones. Pienso que también tiene que ver con el modo en que, por más que supuestamente estén de moda las narrativas feministas, nos resulta profundamente incómodo hablar del vínculo entre dinero y afectividad, e incluso más que en otras épocas; hace cincuenta años, una madre podía decirte sin pudor que si venías de una familia pobre te convenía aprovechar tu juventud y tu belleza para casarte bien; y aunque una pudiera enojarse y rebelarse, o hacer otra cosa en virtud de su felicidad, en algún sentido esa madre tenía razón. Describía un mundo horrible, pero ese mundo horrible existía; no era un invento de ella, y al menos podían discutirlo con más franqueza. Hoy son muy pocas las historias que se ocupan de eso: pienso solo en una, La máquina de pelar manzanas, una novela de la autora argentina Luciana Pallero. Es una deconstrucción fabulosa del mito de la cenicienta: en ella, una chica que vende tortas por la calle arranca un romance con un chico que, va descubriendo, tiene mucha más plata que ella. No quiero spoilear porque, a diferencia de los otros dos libros que ya cité, este tiene pocos años y tengo muchas ganas de que lo lean: a medida que avanza el libro se va haciendo doloroso darse cuenta de que sí, de que todavía la plata importa, y de que la parte más ficticia de La Cenicienta era la idea de que esos amores interclase podían darse así, sin ninguna fricción, con la fluidez de un cuento de hadas. 

 

[1] Haggerty, George E., «Fanny Price: ‘Is she solemn?—Is she queer?—Is she prudish?’», The Eighteenth Century, 2012, Vol. 53, No. 2 (verano 2012), pp. 175-188.

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