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un cuento celeste

Calentá que entrás

Por Agustín Lucas / Martes 19 de junio de 2018

El día que juega Uruguay en el mundial, Aníbal se levanta para cumplir una rutina convertida en ritual, en la que —entre palo santo, mate y whisky— deambula su mañana con la emoción a flor de piel. Un cuento en el que, cuando juega Uruguay, todos somos Aníbal.

Todavía era de noche. Aníbal abrió los ojos, no estaba ni clareando. Era negro aquello. Parpadeó un par de veces, puso a descongelar las pestañas. Los numeritos rojos del reloj refulgían en la oscuridad, tiritando los dos puntos. Estaba helado aquello. Un parpadeo más, dos, tres y se prendió la radio. La vieja radio reloj se encendió en la AM. Movió el dial de la Clarín por primera vez en cuatro años y buscó algo de fútbol que no encontró. Prendió la estufa mientras rescataba el pantalón de entre la montaña de ropa sobre el sillón. Casi al mismo tiempo prendió la tele, subió el volumen, bajó el de la radio. Agarró los goles del partido que no había visto y escuchó las retardadas novedades de la nueva jornada mundialista. Eran cerca de las cuatro de la mañana. Prendió un pucho, subió aún más el volumen, bajó la escalera y puso agua a calentar. Ahora ya no estaba tan solo. Se miró al espejo: hoy hay que ganar. El agua fría en el semblante terminó de despertarlo, se sintió vivo. Sintió el frío vivo del invierno en la cara tiesa por el agua. Sacudió la cabeza y se zambulló en la toalla. La camisa de ayer desnudando el perchero y la celeste por debajo. Con los ojos inundados terminó de prenderse los botones. La cantarola de la caldera lo terminó de emocionar. Pensar en el himno, tan solo, le cortaba el habla. Ya no estaba tan negra la cosa. Le dio un beso en la cabeza al Cavani en miniatura que una vez se había olvidado su sobrino y lo acomodó con el San Expedito de la vieja. Prendió un palo santo y le puso jengibre al termo. Pensó en Godín. Se subió al taxi. Arrancó la vuelta como siempre, paró en Luis Alberto de Herrera y Rivera, tomó unos mates y armó el cuadro. El problema era si el Cebolla iba de arranque o no y cómo estaba Vecino. La señora pidió un taxi antes de entrar y casi enseguida un botija se subió al de Aníbal. Se terminó de delinear el medio por la ventanilla. El botija también estaba nervioso con el partido. A Aníbal no le gustaba tanto Torreira como al pibe, pero aceptaba que tenía talento. En realidad, nunca lo había visto, pero la dejó por esa. Veintitrés fichas a la vuelta del liceo donde unos pibes prendían unos puchos. A las ocho de la mañana un viaje lo llevó cerca de su casa. La montaña de ropa todavía estaba sobre el sillón. Miró la botella de whisky con cariño. Siguió con el mate. Otro pucho, de la segunda cajilla. La segunda mirada fue un beso con lengua. Otro Mate. Apuró una galleta con queso porque si no se mamaba clarito. Y se sirvió uno más. Muy temprano, se dijo. No importaba. Arrimó la estufa, la tele había quedado prendida. En la radio vieja del abuelo sonaba bajito Clarín. No recordó si él había vuelto a la 580 o si nunca la había cambiado. Dudó. Sirvió otro. Cuando arrancó la previa ya estaba pronto. Eran las diez de la mañana. Bajó a los relatores porque eran los mismos de siempre. La Clarín había quedado callada. Colgó el brillo de los ojos en la estufa. Cazó una manta de la montaña de ropa a su lado, en el mismo sillón. Se acurrucó. Se sintió con suerte, se terminó el vaso.

Miró a los ojos a Godín y lo golpeó en la espalda. Vamo’ arriba como siempre, Diego. Godín lo miró entre sorprendido y de acuerdo. Y volvió la vista al campo. Aníbal se sacó las mentiras del cogote, crack para un lado y crack para el otro. Lo mismo con los dedos. Le dijo al Cebolla: Este es tu partido, Cebolla, tengo un pálpito. El Cebolla le dio un abrazo, Aníbal puso en suspenso los ojos. Vamo’ arriba, Cebolla, como en el manya, aunque yo sea bolso, como en el manya. El Cebolla se rio por lo bajo y miró al frente. Le hizo una seña de que se quedara tranquilo. Aníbal entendió que había que ponerse en la fila. Miró de costado a los árabes. Uno lo saludó con una mezcla de fonemas lejanos que Aníbal no entendió. Vamo’ arriba, le dijo. Y puso cara amenazante. Miró hacia adelante. El sudor le caía por la frente. Los árbitros que no vienen, la puta madre, siempre lo mismo. Mientras, Aníbal que se ajustaba los cordones. Se paró, se miró ambos pies. Estaban impecables; no eran aquellos de cuero negro lustrados con grasa de vaca como le había enseñado su padre, eran unos fluorescentes que no pesaban nada. Aníbal se sintió cómodo. Olía a sudor y a perfume. Los hizo sonar contra el suelo. Miró de costado de nuevo, a ver si los árabes miraban, a ver si entendían aquello de la garra, ese fútbol que inventamos. Aníbal miró a ver si entendían que Aníbal había soñado con eso desde que era un gurí. Aníbal no entendía cómo había arreglado con el taxi al final, si salía después del partido o no, o si dependía del resultado. Lo que sí el whisky no le había hecho nada, era de frontera pero se ve que era bueno.

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