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Un fragmento de «Lloverá siempre. Las vidas de María Esther Gilio», de Liliana Villanueva (Argentina)

Por Liliana Villanueva / Viernes 19 de enero de 2018
Compartimos la introducción al texto que obtuvo el premio Casa de las Américas 2017, la biografía sobre María Esther GIlio, escrita por la argentina Liliana Villanueva.

Liliana Villanueva nació en Buenos Aires en 1973. Vivió también cuatro años en Moscú.  Es doctora en Arquitectura por la Universidad de Darmstadt, fue corresponsal de prensa en Rusia y tiene una columna sobre escritura en Radio Uruguay. Obtuvo el Premio Míkel Esseri de crónicas de viajes (País Vasco, 2011). Recibió el Premio Osvaldo Soriano de Relato en 2015 por su crónica «La idea del frío». En 2016 obtuvo el mismo premio por su crónica «El hielo vive». Su libro Las Clases de Hebe Uhart (Blatt & Ríos, 2015) recibió el Premio del Lector de la Fundación del Libro de Buenos Aires en 2015. En 2017 su libro Lloverá siempre. Las vidas de María Esther Gilio recibió el premio Casa de las Américas y será publicado muy pronto por Criatura Editora. Actualmente vive entre Buenos Aires y Berlín.


 

 

 

INTRODUCCIÓN

 

  La vi venir, avanzando a largos pasos por el pasillo hacia mi asiento buscando un lugar vacío en el ómnibus, la frondosa cabellera hacia un lado y el otro, apenas rozando sus hombros. Avanzaba exagerando gestos como si un equipo entero de filmación la estuviera siguiendo; una Jeanne Moreau alta, delgada y elegantemente vestida en tonos pastel como su pelo rubio pastel. Hasta su cartera de amazona, una bolsa de hilo que colgaba en diagonal de su hombro, era color pastel.
  Llegó a la altura de mi fila, señaló con el dedo índice el asiento vacío a mi lado y con un acento que me pareció argentino preguntó:
  —¿Está libre?
  Lo que menos deseaba yo en ese momento era que una señora argentina con modos de diva o de actriz francesa se sentara a mi lado, me importunara con su personalidad desbordante y me impidiera con su cháchara la lectura del libro que había llevado para aprovechar las dos horas y media del viaje entre Colonia y Montevideo.
  Pero no sé mentir y le dije que sí, que estaba libre. Ella se dejó caer con el dramatismo de una femme fatale y ya instalada a mi lado comenzó a maniobrar el mecanismo de su asiento con total impericia.
  —¡Qué pesadilla! —se quejaba ante la mirada incómoda de los otros pasajeros que se predisponían a una siesta temprana.
  Noté que la mujer era algo mayor y la ayudé a recostar su asiento. Volví a mi lectura y entonces ella, con sorprendente flexibilidad, dio un respingo y se inclinó hacia mi lado, ubicando su cabeza, la melena rubia leoni­na como una peluca de los años setenta, sobre mi libro.
  —¿Qué estás leyendo? —me preguntó.
  Ese —lo supe— era el instante decisivo, el momento en que se ponía en juego mi tranquilidad para el resto del viaje.
  Contesté a su pregunta como si me hubiera pedido el informe de una autopsia:
  —Estoy leyendo el libro de Nikolái Miliútin sobre el problema de la construcción de la ciudad socialista en la Unión Soviética en los años treinta. Sózgorod se llama.
  En contra de lo esperado —lo esperado era que la mujer se desinteresara de mi libro y de mi persona— levantó la vista, me miró a los ojos y me dijo con asombro sincero:
  —¡Qué interesante!
  Después volvió a mirar el libro con la cercanía de los miopes y gritó:
  —¡Esto es cirílico! ¿Leés ruso?
  Le conté que había vivido cuatro años en Moscú. La mujer se recostó en su asiento y me observó con deteni­miento. Entonces me dijo:
  —Tenés que contarme todo sobre esa experiencia. ¿Cómo es vivir en Rusia?
  Una hora más tarde el libro estaba cerrado sobre mis jeans y yo le contaba a mi compañera de asiento —que resultó ser uruguaya— sobre Rusia y los rusos, contestaba a sus preguntas sobre el frío, el idioma y sus declinacio­nes, sobre el alcoholismo y sus consecuencias, sobre mis lecturas. Habíamos leído los mismos libros y teníamos conocidos en común. Entre pregunta y pregunta —no me di cuenta de que me estaba entrevistando— me hablaba de su experiencia en Berlín Oriental, del libro sobre la Unión Soviética que acababa de leer, de su exilio en París y en Buenos Aires. En un momento, aunque me llevara más de cuarenta años y cualquiera hubiera pensado que éramos dos viejas amigas hablando de la vida, extendió la mano y se presentó:
  —Soy María Esther Gilio, ¿tú cómo te llamás?
  Hacía menos de una semana yo había terminado de leer su libro con las entrevistas al Pepe Mujica que acaba­ba de ser publicado en Buenos Aires. No podía salir de mi asombro: ¿esa mujer tan extravagante y divertida, esa señora elegante y de una inteligencia que me deslumbra­ba era María Esther Gilio, la gran entrevistadora uruguaya, la leyenda viviente del periodismo en el Río de la Plata que había entrevistado a escritores, artistas, políticos y vedetes, prostitutas y migrantes para la revista Crisis en los setenta cuando yo apenas gateaba?
  Era una mañana soleada de abril del 2005 y tampoco imaginé que ese encuentro fortuito sería el inicio de una amistad que duraría siete años. A más de un lustro de su muerte tengo la impresión de que esa primera charla que iniciamos en un bus de larga distancia aún no ha terminado. María Esther era la única persona que podía llamarme a las ocho de la mañana sin que yo me molestara para preguntarme si ya me había despertado. Me causaba mucha gracia que llamara a mi casa de Buenos Aires a cualquier hora del día o de la noche para saber cuándo viajaría a Montevideo, para invitarme a desayunar o a cenar, para ir al teatro o encontrarnos en el Centro y comprar un colchón para su apartamento de Pocitos o para que reemplazara a una amiga que no podía ir a una cena que ella había organizado con el fin de presentarle —y presentarme— a un famoso pintor parisino. Decir que nos veíamos todos los días es decir poco. En una ocasión la visité tres veces en un mismo día y en el último año de su vida, cuando a mi casa entraban a robar con horario, hasta dormí en su living. A los 89 años, con su visión limitada al extremo por una maculopatía y ya casi sin poder ver bajar por las escaleras de su edificio me propuso:
  —¿Querés que vaya a dormir a tu casa así vos dormís tranquila?

  María Esther Gilio fue para mí una amiga, una maestra y también un ancla cuando mi vida navegaba a la deri­va. Todavía hoy, cuando paso en limpio las largas entre­vistas que le hice en su cocina, los apuntes que tomé en la Biblioteca Nacional de Uruguay o cuando transcribo a mano palabra por palabra sus entrevistas televisadas para así captar su tono de voz, sus expresiones y su modo tan especial de hablar me parece que de alguna manera sigue estando viva. Todavía hoy me maravillo de la luci­dez, de la iluminada inteligencia, de la intrepidez de esa mujer que sin que nadie se lo encargara se metió con su carnet de abogada en las cárceles con los primeros presos del movimiento tupamaros para tomar testimonio de su martirio y dejar un registro de las torturas a las que los sometieron policías y militares; todavía hoy me asombra la valentía de esa abogada que defendió a presos políticos arriesgando su bienestar y su vida por una convicción. Ella vio y entendió como pocos lo que estaba pasando, se involucró con su tiempo y con la gente sin perder nunca el humor, la curiosidad y las ganas.María Esther fue la eterna muchacha que sabía ponerse en el lugar del otro, hablar el idioma de los otros, ubicarse en el nivel de los otros. Su inteligencia era deslumbran­te. Se trataba de una inteligencia que, como me dijo con cuidada precisión uno de sus compañeros del semanario Brecha, «no dejaba de lado el candor, la bondad y la huma­nidad en ella». Con sus preguntas, María Esther «podía llegar a la bondad del otro».
  En 2010 me mudé a Montevideo y nuestras largas charlas tomaron un rumbo insospechado: se convirtie­ron en entrevistas. Le propuse a María Esther que me contara su vida, sus recuerdos, sus primeras impresiones. Me interesaba el detrás de escena de sus entrevistas a Borges, a Bioy Casares, a Clarice Lispector, a Idea Vilariño, a Troilo y Pepe Mujica, a Manuel Puig, Roa Bastos y muchos personajes más del siglo xx. Le pregunté sobre los deta­lles y pormenores que no habían entrado en esas notas. Las charlas derivaron en clases sobre cómo se debe hacer una entrevista, sobre su propia experiencia como perio­dista de Marcha, sobre sus viajes y exilios. Pasé para ella algunos de sus textos a la computadora y una y otra vez me sorprendí de su capacidad de trabajo, sus conocimien­tos sobre los temas más diversos, su inagotable memoria. A veces me pedía que buscara en su libreta un núme­ro de teléfono (ella recordaba al menos cien números de memoria) y me encontraba con el número de Chico Buarque, de Costa Gavras, de Dominique Sandá o de Noam Chomsky. Hablaba de Ives Montand o de Gabriel García Márquez con una frescura asombrosa, como si los hubiera encontrado el día anterior para tomar el té o para entrevistarlos.
  María Esther me preguntaba: «¿Te parece que mi vida pueda interesarle a alguien?». Yo seguía tomando notas, aprendiendo con sus respuestas el arte y el oficio de la entrevista. María Esther era una maestra de la pregunta y la repregunta y también era una entrevistada llena de sorpresas. Yo no quería importunarla con cuestiones sobre su vida privada; discutíamos sobre la imposibilidad de escribir una biografía sin mencionar la intimidad propia y ajena. Tampoco me interesaba plantearle la pregunta que todos le hacían cuando la entrevistaban sobre su relación con Onetti. En nuestras charlas esa relación fue cobrando importancia cuando descubrimos, hacien­do un par de cuentas y calibrando los tiempos en que se conocieron, que María Esther fue la muchacha de dieciséis años en la que Onetti se inspiró para el persona­je de la adolescente en su primera novela El pozo.
  «Somos nuestra memoria», decía Jorge Luis Borges, «somos ese quimérico museo de formas inconstantes, ese montón de espejos rotos». El texto que sigue no aspira siquiera a convertirse en la sombra de una biografía de María Esther Gilio, apenas intenta ser la reconstrucción de una voz que nos cuenta —en primera persona— algunos inolvidables momentos de una vida rica y extensa, imáge­nes reflejadas en ese montón de espejos rotos que es toda vida humana.
  ¿Cuánto puede contar una persona de su vida durante las nueve horas que dura una charla entre amigas en un sábado lluvioso de Montevideo, cuando todo el Uruguay sufre un apagón histórico? Muy poco, creo. Espero que este libro sea el comienzo y el empujón para otros libros escritos por muchas manos de personas que la quisieron y la admiraron.
A pesar de su avanzada edad, la Gilio sabía romper esquemas: con ella deberíamos hablar de «edad de avanzada». Fui testigo de que María Esther en ningún momento bajó la guardia. Hasta el último minuto de su vida se mantuvo atenta, con una lucidez y claridad de pensamiento envidiables. Ese, quizás, es el mejor aprendizaje, su más preciada herencia.

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