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Difusión

Leé un fragmento de «Siempre hemos vivido en el castillo», de Shirley Jackson

Por Escaramuza / Lunes 07 de setiembre de 2020
Imagen de portada de «Siempre hemos vivido en el castillo» de Shirley Jackson (minúscula)

Compartimos un fragmento del libro Siempre hemos vivido en el castillo, de Shirley Jackson (1962; minúscula, 2012), un relato de terror contenido sobre la familia Blackwood, envenenada seis años atrás, y de la que solamente quedan con vida Merricat, su hermana Constance y su tío Julian.

Shirley Jackson (San Francisco 1916 – Bennington 1965) estudió en la Universidad de Syracuse. En 1948 publicó su primera novela, The Road Through the Wall, y el cuento «La lotería» (incluido en el volumen Cuentos escogidos, que apareció en esta colección), un clásico del siglo XX. Su obra —que también incluye otras novelas, como Hangsaman (1951), The Bird’s Nest (1954) y The Sundial (1958), y los ensayos autobiográficos Life Among the Savages (1953) y Raising Demons (1956)— ha ejercido una gran influencia en A. M. Homes, Stephen King, Jonathan Lethem, Richard Matheson y Donna Tartt, entre otros escritores. En 1962 publicó Siempre hemos vivido en el castillo, que fue considerada por la revista Time una de las diez mejores novelas del año y que editorial minúscula recuperó en 2012. 


Me llamo Mary Katherine Blackwood. Tengo dieciocho años y vivo con mi hermana Constance. A menudo pienso que con un poco de suerte podría haber sido una mujer lobo, porque mis dedos medio y anular son igual de largos, pero he tenido que contentarme con lo que soy. No me gusta lavarme, ni los perros, ni el ruido. Me gusta mi hermana Constance, y Ricardo Plantagenet, y la Amanita phalloides, la oronja mortal. El resto de mi familia ha muerto.

La última vez que eché un vistazo a los libros de la biblioteca que estaban en el estante de la cocina me di cuenta de que debería haberlos devuelto cinco meses atrás, y me pregunté si no habría escogido otros de haber sabido que esos serían los últimos, los que iban a quedarse para siempre en el estante de nuestra cocina. Nosotros casi nunca cambiábamos las cosas de sitio: los Blackwood nunca fuimos una familia muy dada a la agitación ni al movimiento. Nos relacionábamos con pequeños objetos transitorios, los libros y las flores y las cucharas, pero en los cimientos siempre contamos con una sólida base de posesiones estables. Cada cosa tenía su lugar. Barríamos debajo de las mesas y las sillas y las camas y sacábamos el polvo de los cuadros y las alfombras y las lámparas, pero lo dejábamos todo donde estaba; los objetos de tocador de carey de mi madre nunca se movieron más de unos pocos milímetros. Los Blackwood siempre vivimos en esta casa, y lo manteníamos todo ordenado; en cuanto se sumaba una nueva esposa a la familia, se encontraba un lugar para sus pertenencias, y de este modo nuestra casa fue acumulando varias capas de propiedades, que pesaban sobre ella y la afianzaban frente al mundo.

Cuando traje a casa los libros de la biblioteca era un viernes de finales de abril. Los viernes y los martes eran días horribles, porque iba al pueblo. Alguien tenía que ir a la biblioteca y al colmado; Constance nunca se alejaba más allá de su jardín, y el tío Julian no podía ir. Así que no era el orgullo lo que me llevaba al pueblo dos veces por semana, ni siquiera la tozudez, sino simplemente la necesidad de libros y comida. Quizá fuera el orgullo lo que me conducía al café de Stella antes de regresar a casa; me decía a mí misma que era por orgullo y que no iba a dejar de ir al café de Stella por más ganas que tuviera de estar en casa, porque también sabía que si Stella me veía pasar por allí y no entraba, pensaría que tenía miedo, y esa idea sí que no podía soportarla.

—Buenos días, Mary Katherine —me decía siempre

Stella, acercándose para pasarle un trapo húmedo a la barra—. ¿Cómo estás?

—Muy bien, gracias.

—Y Constance Blackwood, ¿cómo está?

—Muy bien, gracias.

— Y él, ¿cómo está?

—Bien, dentro de lo que cabe. Un café solo, por favor.

Si entraba alguien más y se sentaba a la barra, yo dejaba mi café sin aparentar prisas y me marchaba, saludando a Stella con un gesto. «Que vaya bien», me decía automáticamente cuando me iba.

Escogía los libros de la biblioteca a conciencia. En nuestra casa había libros, por supuesto; los libros ocupaban dos paredes del despacho de nuestro padre, pero a mí me gustaban los cuentos de hadas y los libros de historia, y a Constance le gustaban los de cocina. El tío Julian nunca tocaba un libro, pero por la tarde, cuando trabajaba en sus papeles, le gustaba mirar a Constance mientras leía, y a ratos volvía la cabeza para observarla y asentía.

—¿Qué lees, querida? Qué bonita imagen, la de una

mujer con un libro.

—Estoy leyendo El arte de cocinar, tío Julian.

—Excelente.

Estar en silencio con el tío Julian en la habitación era difícil, pero no recuerdo que ni Constance ni yo abriéramos ninguno de los libros de la biblioteca que todavía siguen en el estante de la cocina. Hacía una bonita mañana de abril cuando salí de la biblioteca; el sol brillaba y las falsas promesas de gloria que la primavera prodigaba aquí y allá desentonaban con la suciedad del pueblo. Recuerdo que me detuve en las escaleras de la biblioteca con los libros en la mano y me quedé mirando un momento el verde apenas insinuado en las ramas con el cielo de fondo y deseé, como siempre, ser capaz de volver a casa volando en vez de por el pueblo. Desde las escaleras de la biblioteca podía cruzar la calle directamente y caminar por la otra acera hasta el colmado, pero eso significaba pasar por delante del almacén y de los hombres que estaban sentados a la puerta. En este pueblo los hombres se mantenían jóvenes y se dedicaban al chismorreo, mientras que las mujeres envejecían con un maligno cansancio gris esperando en silencio a que los hombres se levantasen y regresaran a casa. También podía dejar atrás la biblioteca y caminar hacia arriba por la misma acera hasta llegar frente al colmado para luego cruzar; era preferible, aunque tuviera que pasar por delante de Correos y de la casa Rochester, con las pilas de hojalata oxidada y los coches destartalados y los bidones de gasolina vacíos y los colchones viejos y los tubos y las bañeras que la familia Harler se llevaba a casa y por los que, estoy convencida, sentía una verdadera pasión.

La casa Rochester era la más bonita del pueblo y en otro tiempo había tenido una biblioteca de nogal y una sala de baile en el segundo piso y un raudal de rosas en el porche; nuestra madre había nacido allí y, en justicia, aquello debería haber pertenecido a Constance. Decidí, como siempre, que era más seguro pasar por delante de Correos y de la casa Rochester, a pesar de que no me gustaba ver la casa donde había nacido nuestra madre. Por la mañana, ese lado de la calle solía estar desierto porque daba la sombra y, en cualquier caso, después de ir al colmado iba a tener que pasar por delante del almacén para llegar a casa, y pasar por allí a la ida y a la vuelta era demasiado para mí.

En las afueras del pueblo, en Hill Road, River Road y Old Mountain, familias como los Clarke y los Carrington se habían construido casas preciosas. Tenían que cruzar el pueblo para ir hasta Hill Road y River Road, porque la carretera principal del pueblo también era la carretera del estado, pero los hijos de los Clarke y de los Carrington iban a colegios privados, y toda la comida que llegaba a las cocinas de Hill Road procedía de otras localidades y de la ciudad; pasaban con el coche a recoger el correo por la oficina del pueblo, conduciendo por River Road hasta Old Mountain, pero los de Mountain enviaban sus cartas desde las localidades cercanas y los de River Road se cortaban el pelo en la ciudad.

Siempre me sorprendió que la gente del pueblo, que vivía en pequeñas casas sucias en la carretera principal o en las afueras, en Creek Road, sonriera y asintiera y saludara a los Clarke y a los Carrington cuando pasaban en coche por allí; si Helen Clarke entraba en el colmado de Elbert para comprar una lata de tomate o medio kilo de café que había olvidado su cocinera, todo el mundo le decía «buenos días» y comentaba que el tiempo había mejorado. La casa de los Clarke es más nueva pero no más refinada que la de los Blackwood. Nuestro padre trajo a casa el primer piano del pueblo. Los Carrington son los dueños de la fábrica de papel, pero los Blackwood tienen todas las tierras entre la carretera y el río. Los Shepherd de Old Mountain hicieron construir el ayuntamiento, que es blanco y puntiagudo y tiene césped y un cañón en la entrada. En algún momento se habló de introducir normas urbanísticas en el pueblo, derribar las chabolas de Creek Road y reconstruirlo todo para que estuviera en armonía con el ayuntamiento, pero al final nadie movió un dedo; quizá pensaron que si lo hacían los Blackwood asistirían a las reuniones. La gente del pueblo conseguía las licencias de caza y pesca en el ayuntamiento, y una vez al año los Clarke y los Carrington y los Shepherd asistían a la reunión municipal y votaban solemnemente para que los Harler limpiaran el patio de chatarra de Main Street y sacaran los bancos de delante del almacén, y cada año la gente del pueblo rechazaba sus propuestas con regocijo. Más allá del ayuntamiento, a la izquierda, está Blackwood Road, que conduce a nuestra casa. La Blackwood Road rodea las tierras de los Blackwood y a lo largo de toda la Blackwood Road hay una alambrada que colocó nuestro padre. Poco después de pasar el ayuntamiento, una gran roca negra indica la entrada al sendero donde está la puerta que abro y cierro con llave tras de mí; luego cruzo el bosque y ya estoy en casa.

La gente del pueblo siempre nos ha odiado.


Jackson, Shirley. Siempre hemos vivido en el castillo. Traducción del inglés de Paula Kuffer. Barcelona: minúscula, 2012, pp.9-14.

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