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Difusión

Leé un fragmento de «Nacida libre» de Joy Adamson

Por Escaramuza / Jueves 19 de marzo de 2020

Compartimos un fragmento de Nacida libre, la historia de la naturalista Joy Adamson junto a la leona Elsa. Relata el paso de una cachorra de león nacida en libertad, criada y crecida en cautiverio que debe volver al mundo natural y salvaje, en una nueva edición de la editorial Capitán Swing.

Joy Adamson fue una célebre naturalista austriaca. Su verdadero nombre era Joy-Friederike Victoria Gessner y es conocida sobre todo por su libro Nacida libre, publicado en 1960, en el que narra las experiencias que vivió para salvar a una leona llamada Elsa. Junto a su tercer marido, George Adamson, se trasladó a vivir a Kenia, a orillas del lago Naivasha. Allí, se dedicó a estudiar y pintar animales de la selva. El 3 de enero de 1980, el cadáver de Joy fue descubierto en un lugar alejado por su ayudante, Peter Morson. Este declaró que había sido atacada por un león, y esto fue lo que en principio divulgaron los medios, pero la posterior investigación policial descubrió que las heridas eran demasiado profundas y de ninguna manera podían haber sido realizadas por un felino, llegando a la conclusión de que fue asesinada.


La vida de las cachorras

Durante muchos años, mi hogar ha estado en la provincia de la Frontera Septentrional de Kenia, la vasta extensión semiárida de arbustos espinosos que se extiende más de trescientos mil kilómetros cuadrados entre el monte Kenia y la frontera con Abisinia.

La civilización apenas ha tenido impacto en esta región de África: aquí no hay colonos, las tribus indígenas viven en gran medida como hacían sus antepasados y en el lugar abunda la fauna salvaje de todo tipo.

Mi esposo, George, es jefe de los guardas de caza de este inmenso territorio y nuestro hogar se ubica en el límite meridional de la provincia, cerca de Isiolo, una pequeña población formada por unos treinta blancos, todos ellos funcionarios gubernamentales encargados de administrar el territorio.

George desempeña múltiples funciones, como velar por el cumplimiento de las leyes de caza, impedir la caza en vedado y solventar los problemas con los animales peligrosos que atacan a las tribus. Por su trabajo, se ve obligado a recorrer tremendas distancias como parte de los viajes que hemos bautizado como «safaris». Siempre que puedo, lo acompaño en dichos viajes, lo cual me permite disfrutar de la oportunidad única de conocer de primera mano esta tierra virgen donde la vida es dura y la naturaleza se rige por sus propias leyes.

El origen de esta historia se remonta a uno de esos safaris. Un miembro de la tribu de los borana había muerto por el ataque de un león devorador de humanos. Informaron a George de que aquel animal, acompañado por dos leonas, vivía en unas montañas cercanas, y era su deber dar con su paradero. De ahí que nos halláramos acampados en el norte de Isiolo, entre el pueblo de los borana.

A primera hora de la mañana del 1 de febrero de 1956, me encontraba en el campamento sola con Pati, nuestra mascota, un damán roquero hembra que vivía con nosotros desde hacía seis años y medio. Pati parecía una marmota o una cobaya, por más que, por la estructura ósea de sus patas y su dentadura, los zoólogos insistan en que el damán es pariente de los rinocerontes y los elefantes.

Pati se acurrucaba con su suave pelaje contra mi cuello y, desde su atalaya segura, observaba todo cuanto ocurría a su alrededor. El paisaje circundante era árido, con afloramientos de rocas graníticas y vegetación rala; pero aun así había fauna a la vista, como multitud de gacelas jirafa (también llamadas gerenucs) y otras gacelas, que son animales que se han adaptado a la aridez y apenas beben.

De pronto escuché la vibración de un vehículo, cosa que solo podía indicar que George regresaba mucho antes de lo previsto. Al poco, nuestro Land Rover apareció entre los espinos y se detuvo cerca de las tiendas de campaña. George gritó:

—Joy, ¿dónde estás? Ven, tengo un regalo para ti…

Fui corriendo hacia allí con Pati en el hombro y vi la piel de un león. Antes de tener tiempo de preguntarle cómo había ido la cacería, George me señaló hacia el maletero del coche. Había allí tres cachorros de león, pequeñas bolas peludas con el pelaje moteado que se tapaban la cara para no ver lo que acontecía. De apenas unas semanas de vida, todavía tenían los ojos cubiertos por una telilla azulada. Casi no gateaban, pero aun así intentaron escabullirse a rastras. Eran tres hembras. Me las coloqué en el regazo para tranquilizarlas, mientras George, muy afligido, me narró lo ocurrido. Hacia el amanecer, a él y a otro guarda de caza, Ken, los habían conducido cerca del lugar en el que se decía que vivía el león que comía hombres. Al despuntar el alba, los atacó una leona que surgió de detrás de unas rocas. Aunque su deseo no era abatirla, estaba muy cerca y dar marcha atrás era peligroso, de manera que George le hizo una señal a Ken para que disparara y este apuntó y la hirió. La leona desapareció. Al reemprender el camino, la expedición encontró un reguero de sangre que conducía colina arriba. Con precaución, paso a paso, ascendieron por la ladera hasta llegar a una inmensa roca plana. George trepó a ella para contar con mejor perspectiva, mientras Ken la rodeaba por abajo. Entonces vio a Ken asomarse bajo la roca, detenerse, apuntar con el rifle y descargar ambos cañones. Se oyó un rugido; la leona apareció y fue directa hacia Ken. George no podía disparar porque tenía a Ken en la línea de tiro, pero, por suerte, había un cazador deportivo en una posición más favorable que disparó su rifle, el animal viró de manera brusca y entonces George la remató. Era una leona grande en la flor de la vida, con las ubres llenas de leche. Fue al constatar tal hecho cuando George entendió por qué estaba tan furiosa y por qué se les había enfrentado con tal coraje. Y entonces se culpó por no haber sabido interpretar que su comportamiento era un indicio de que estaba defendiendo a sus cachorros.

George ordenó buscar a sus crías. En aquel mismo instante, él y Ken escucharon unos ruiditos procedentes de una grieta en la roca. Introdujeron los brazos por la brecha tanto como pudieron. Su maniobra fallida fue recibida por los gruñidos sonoros de las crías. Entonces cortaron una rama larga con forma de gancho y, tras mucho sondear, lograron sacar a las cachorras a rastras; debían de tener apenas dos o tres semanas de vida. Las trasladaron hasta el coche, donde las dos de mayor tamaño se dedicaron a gruñir y resoplar durante todo el trayecto de regreso al campamento. En cambio, la tercera, la más pequeña, no opuso resistencia y parecía bastante despreocupada. En aquel momento, yo las tenía a las tres en el regazo y no podía dejar de acariciarlas.

Para mi sorpresa, Pati, que por lo general sentía muchos celos de cualquier rival, enseguida se acurrucó entre ellas. Era evidente que las consideraba una compañía agradable. A partir de aquel día, las cuatro se hicieron inseparables. Durante aquellos primeros tiempos, Pati era la más grande de tamaño y, por el hecho de tener seis años, presentaba un aspecto solemne en comparación con aquellas torpes bolas aterciopeladas que no eran capaces de caminar sin perder el equilibrio.

Las cachorras tardaron dos días en aceptar la primera leche. Hasta entonces, ante todas nuestras tretas para hacerles tragar leche Ideal diluida y sin edulcorar lo único que habían hecho era erguir el hocico y protestar, «engué, engué, engué», tal como nosotros mismos hacemos de bebés, antes de aprender modales y de que nos enseñen a decir: «No, gracias».

Una vez aceptaron la leche, parecían no hartarse nunca, y cada dos horas tenía que calentar más y limpiar el tubo de goma flexible que habíamos extraído de la radio para usarlo de tetina hasta que consiguiéramos un biberón de verdad. Habíamos enviado a comprar en el mercado africano más cercano, situado a unos ochenta kilómetros de distancia, no solo la tetina, sino también aceite de hígado de bacalao, glucosa y varias cajas de leche sin edulcorar. En paralelo, habíamos dado la voz de alerta al jefe de policía de Isiolo, a unos doscientos cuarenta kilómetros de distancia, a quien habíamos anunciado la llegada en unos quince días de tres «bebés de la realeza» y le habíamos solicitado que preparara una cómoda casa de madera.

Al cabo de pocos días, las cachorras se habían acomodado en casa y se habían convertido en nuestras mascotas. Pati, que había asumido el papel de niñera diligente, se encargaba de ellas; las cuidaba con devoción y no parecían importarle los empujones y pisotones de aquellas tres abusonas que crecían a marchas forzadas. Incluso a esa edad tan temprana, cada una de ellas mostraba una personalidad definida. La mayor, a quien llamamos Grande, ocupaba una posición de superioridad benévola y se mostraba generosa con sus hermanas. La mediana era una payasa, siempre reía y golpeaba el biberón de leche con las dos zarpas delanteras mientras bebía con los ojos cerrados, encantada; la llamé Lustica, que significa «graciosa». La tercera era la más endeble y pequeña, pero también la más valerosa; era la pionera en las exploraciones y a la que las otras dos enviaban a inspeccionar el terreno cuando algo se les antojaba sospechoso. La bauticé con el nombre de Elsa, porque me recordaba a una vieja conocida que se llamaba así.


Adamson, Joy. Nacida libre. La historia de la ladrona Elsa. Madrid: Capitán Swing, 2019, pp.13-16.

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