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Leé un fragmento de «Cuántas aventuras nos aguardan», de Inés Bortagaray (Uruguay)

Por Inés Bortagaray / Viernes 05 de octubre de 2018
Ilustración de Pablo Choca para «Cuantas aventuras nos aguardan», de Inés Bortagaray (Criatura editora)

Compartimos un fragmento del nuevo libro de Inés Bortagaray, publicado recientemente por Criatura editora: Cuántas aventuras nos aguardan.

Inés Bortagaray nació en Salto en 1975. Es guionista y escritora. Trabajó en largometrajes de ficción uruguayos, argentinos y brasileños. Varios de sus relatos aparecieron en antologías nacionales e internacionales, y en revistas como Zoetrope: All-Story. Tiene dos libros publicados: Ahora tendré que matarte (2001) y Prontos, listos, ya (2006, traducido al portugués y al inglés). Cuántas aventuras nos aguardan es su primer libro en Criatura editora. Inés Bortagaray rompe el silencio de más de una década con un prólogo o limbo de las novelas abandonadas que prepara el itinerario de este libro. Con su voz poderosa y personalísima, vuelve a fabricar literatura de la mejor con la sustancia primaria de la que están hechas las miserias más íntimas y los pequeños triunfos cotidianos.

Cuántas aventuras nos aguardan es el viaje de una mujer adentrándose con ojos de expedicionaria en la selva de todos los días. Como en los sueños, el paisaje se va construyendo, fragmentario, a partir de diálogos, recuerdos o viñetas que confluyen caprichosamente bajo la mirada vigilante de quien debe cruzar una cañada en la que habita un yacaré o internarse en un monte salvaje. Es un terreno de espejos rotos, donde el mayor peligro es entrever a quienes podríamos haber sido, o incluso peor, a quienes ya somos.


 

 

 

 

Cada sombrilla es un iglú. La playa es un mundo, con los consabidos países y territorios de ultramar, y fronteras que se trazan con la estera, la silla, el mate, los libros, la conservadora, la tabla de espuma plast, las paletas, las pelotas, el protector, el pareo, los lentes de sol, el diario desarreglado y tembloroso.

En todas las playas del mundo hay un hombre panzón mirando el horizonte. Un filósofo que otea la línea que separa nuestra vista del abismo obsoleto. Las piernas ligeramente abiertas y los pies en actitud de: aquí me planto yo, señores, y estos pies tan míos y que tanto todo lo soportan miran cada uno hacia fuera porque reflejan mi mirada positiva y confiada en esta vida. Soy todo oídos, me refiero a que espero de la vida todo lo que la vida quiera darme, y seré guapo y aceptaré los pormenores dichosos y también las tragedias, porque soy un hombre de bien y en ocasiones también soy confiable. Un suponer: con mi familia sanguínea soy confiable. Con mis cuñados y familia política en general soy confiable mientras no me molesten. Yo soy bien franco, voy de frente, pero hay cada espécimen en esa familia que no querés saber. No, no querés saber. Vengan, olas, vengan a mí, y verán de mí lo que es bueno.

En todas las playas hay también una señora en actitud de lagartear en medio del más absoluto mutismo. Un brazo abierto, otro brazo abierto, el abdomen como ofrenda al sol, las piernas derrumbadas sobre la arena. Uno piensa en un pollo asándose en una parrilla, con brasas crepitando en el subsuelo. La señora respira, no está muerta. La piel (gruesa como el cuero, como la piel escamosa de los reptiles) le brilla por el efecto del aceite o la pomada con tintura color zanahoria. A veces masca un chicle. A veces se incorpora y hace visera con la mano, para vigilar el sol o las olas, o para sentirse parte del mundo y de la ciudad que a unos metros sigue su marcha, como si no hubiera sol, ni sal, ni arena, ni ocio, sino la más pura consagración del mundo absorto y encandilado por sus propios suspiros, miserias, peleas, el sinsentido. La playa discurre en un escenario cabalmente distinto del citadino. Todos somos desvergonzados en nuestra desnudez flagrante, nuestra tan flagrante desmesura epidérmica expuesta al sol y las algas y la espuma de mar.

Los niños hacen pozos en la arena. Los más chicos corren con pasitos cortos, con el pecho precediendo el tranco, y más atrás las piernas que avanzan errantemente mientras despiden arena por doquier. Los niños se quedan en la orilla, corriendo cuando llega la ola y corriendo también cuando se va. Los de un año y medio, embadurnados de arena con trazos de protector solar y los dedos rechonchos en los pies como empanadas.

El hombre que no pesca igual dedica su tiempo a la pesca y a la eventualidad. Todo está preparado para la ocasión. El tachito con la carnada. Los anzuelos, las tanzas, el reel, un gorro, las chinelas, la silla plegable. La familia dice: «papá está pescando». Y papá pesca, sin pescar. No importa que no pesque, igual pesca. No debe de haber muchas actividades como la pesca, en que uno hace lo que hace por el mero hecho de intentarlo, y no por la consecución. ¿Acaso uno dice que hace gimnasia si no hace gimnasia? ¿Uno toma café sin tomarlo? ¿Uno lee sin leer? No. Y sin embargo uno pesca sin pescar. Está pescando, y la actividad no se explica por el éxito, sino por la acción, por el acto de fe. Tal vez se parezca a la escritura.

***

Me pregunté si aquello era una peluca. El pelo siempre igual. El cerquillo aniñado. La melena carré abierta. El cutis pálido, que resaltaba aquella aureola carmesí ciertamente enferma y ciertamente seductora alrededor de los ojos. Los dientes pequeños y amarillos. La expresión de la boca, llena de sentido común. Las manos fuertes. Las manos fuertes de Margaret, apretando y recorriendo los nudos del dolor aniquilante. Me decía:

—Mijita, qué voy a salir yo el día de la Nostalgia… Si a mí, uno, que no me gusta bailar, dos, que no me gustan las aglomeraciones, tres, que no me gusta salir a cenar y pagar caro por algo que puedo cocinar mucho mejor yo. Porque lo que soy yo es que me doy maña, y soy más bien asquerosienta para la comida. Yo sé cómo lavamos la verdura en casa. Cómo se lava la lechuga. Cómo se lava la acelga. Por eso no te como ni loca una pascualina de bar, porque ¿qué sé yo cómo lavaron esas hojas de acelga? Me pasó de encontrar un gusano en la lechuga, ay qué asco por dios, qué asco. No me gusta que me asalten. Así que hoy de noche yo tranqui me quedo en casa con Freddy y hacemos la picadita, y le dije que si quiere le hago un striptease. Porque a mí me gusta ponerle onda a la vida, ¿viste?

Entra una paciente. Saluda desde el umbral, mientras Sara, la otra masajista, tiende las sábanas sobre la segunda camilla de la pieza. Veo las manchas de humedad en el cielorraso. El borde del pomo de un ungüento para la circulación. La paciente advierte a la masajista que no se depiló. «Mirá que soy un mono», dice. Sara emite una risita triste. Imagina, sé, las manos avanzando por la selva húmeda, y casi se resigna. Margaret interviene, levantando la voz: «Hay culturas donde los vellos son cosa de todos los días. Ah, sí, se decía que las europeas no tenían mucho el hábito de la depilación», dice la paciente, mientras (intuyo) se desnuda. Su voz es arrítmica y oscilante, como la que uno tiene cuando habla y al mismo tiempo se desata los cordones de los zapatos o se baja un pantalón. «En mi clase de aeróbica hay una muchacha que si la vieras… Alza los brazos y se ven los vellos así de largos. Nueve centímetros, fácil. Yo digo que es para hacerse ver. Lo que soy yo, no puedo parar de verla. La miro hipnotizada, porque eso de los vellos viste que es como que te hipnotiza, es algo que no podés creer. No sé si será europea, pero se le pegó la costumbre. Bueno, yo tan mal como esa gurisa no estoy, Sara».

Cuando me voy, me cruzo con María Marta, la señora que siempre viene los viernes a las diez de la mañana. Me saluda amablemente y se empieza a desnudar. Veo su panza blanca, las venas surcándola como una carta de marear, sus rodillas rollizas. Mientras se saca la ropa le dice a Margaret que hoy le va a comprar esmalte a su nuera, que se hace unos cositos de lo más locochones (dice así, dice esa palabra) en las uñas. Diseños con puntitos, espirales, corazoncitos. Dice que su nuera para el cumpleaños pidió a todos los invitados un tubito de esmalte, y que ahora tiene más de veinte para pintarse las uñas. Tiene para entretenerse, dice, sonriendo. Yo también sonrío y saludo con un augurio que nunca dije antes: «que le queden lindos los cositos». Todas mandan saludos para mi hermana, que es la paciente original. Yo soy una recién llegada, considerando que mi hermana es una clienta regular desde hace más de diez años. «Saludos», dicen, «mandale saludos a aquella». «Serán dados», respondo al momento de salir.

***

—¿Quién es el malo? —murmuro, apoyando la cara en el pecho de Miguel, que está leyendo. La mata de pelo me resbala por los pómulos, el cuello, la almohada con festones. Él no contesta y se acomoda en la cama para aceptar mi peso.

En la tele un hombre musculoso, teñido de rubio, rudo pero de corazón sensible, encuentra a un muchachito amordazado, con las muñecas y los tobillos ceñidos con una cuerda y los ojos bien abiertos en una mirada exaltada; gotitas de sudor le resbalan por la cara. El maniatado se rebela contra su situación. Se sacude en la silla, pero las cuerdas no ceden, y solo es capaz de emitir un quejido sordo detrás de la mordaza. La aguja de un reloj se mueve al compás de un segundero.

Ojo: indicio de bomba.

—Es un dispositivo especialmente diseñado para explotar —informa el salvador a la víctima—. No te preocupes, hijo. Vine aquí para salvarte.

El amordazado lo mira con desconfianza. El salvador se agacha y con una navaja suiza corta las cuerdas. Los hilos se rompen lentamente. El amordazado se pone todavía más nervioso y se mueve. El salvador lo corta apenitas y sin querer en la muñeca. El amordazado gimotea desesperadamente bajo la mordaza.

—¿Hijo? ¿Dijo hijo? ¿Por qué hijo? ¿Qué tienen en la cabeza los guionistas? —farfullo.

Un siseo es la respuesta de Miguel, que observa la pantalla de reojo y sin reclamos.

Ahora: el musculoso y el muchachito amordazado (ya sin mordaza muestra unos labios portentosos, ¡qué portento labial!) corren por un galpón lleno de maquinaria fabril. El presumible reguero de nafta que agravará todas las cosas avanza hacia la luz benéfica del exterior; varias telarañas sobreactúan a contraluz.

La música es trepidante. La aguja de la bomba se para en el número doce y por un segundo el silencio es total. Qué silencio. Qué nervios. El musculoso mira hacia atrás en cámara lenta y cubre con el antebrazo la cabeza de la víctima. Ambos se inclinan hacia abajo, encorvándose. El reguero se comprueba combustible cuando la llama recorre el caminito humedecido y entonces todo estalla. La silla con las cuerdas deshilachadas estalla. Las máquinas industriales estallan. Las telarañas no aparecen siendo estalladas, pero claramente son lo primero que padece bajo el fragor ígneo.

Observo a Miguel con insistencia, buscando imantarlo, pescar su mirada, que venga de allá para acá, que se quede conmigo, un instante de complicidad para compartir el gesto de «a la flauta, acá se armó», pero él parece demasiado triste o cansado para regalarme aunque sea un vistazo con el rabillo del ojo. La burla se disuelve, solitaria.

El musculoso y el exmaniatado viajan en una camioneta abollada. El musculoso habla por teléfono mientras conduce por un camino vecinal sinuoso.

—Lo tengo —dice, mirando por el espejo retrovisor y descubriendo que un auto con vidrios polarizados los sigue.

La que conversa con él es una mujer de melena rubia, cejas depiladas y ojos incandescentes.

—Bien. Kowalski está muy enojado contigo.

—¿Ella es mala o buena? —le pregunto a Miguel.

Me despego de él. Recupero mi lado de la cama. Ahora, tendida de costado, enrollada, puedo mirar la pantalla sin incorporarme. Observo el reflejo de la pantalla en el vidrio de la ventana a mi lado. Si Miguel no quiere mirarme, que no lo haga. No lo necesito.

—Ella es un robot —masculla él.

Yo me entusiasmo por la noticia:

—¿En serio? ¿Un robot?

—Sí.

Tanda publicitaria. Me abalanzo sobre Miguel y le acaricio el cuello, el pecho, el ombligo. Él sonríe débilmente y también me acaricia. El intervalo breve de caricias llega con la banda sonora de galletitas con chispas de chocolate, un limpiador perfumado esplendoroso, una tintorería.

—Tengo que escribir la carta a la administración. ¿Averiguaste el nombre del tipo?

—No.

Qué lacónico puede ser Miguel.

—Dejame el número a la vista. Tengo que agregar los datos.

Vuelven la robot y el salvador. Ella tiene una canana, pero en vez de cartuchos guarda dardos fosforescentes. Ambos se ocultan detrás de un muro derruido. El muchachito que antes tenía la mordaza está agazapado en la camioneta, hablando por celular con su madre con la intensidad de quien proclama las últimas palabras antes de pasar a mejor vida.

—Madre, no sé si volveré a verte. Por si acaso, tienes que saber que los amo. A ti y a padre. Los amo. No importa cuán muerto pueda estar. No importa cuánto tiempo tardemos en reencontrarnos en otro tiempo, en otro lugar…

Se oyen los sollozos de la madre, del otro lado de la línea.

—Oh, Benjamín. Benjamín, hijo querido.

El auto de los vidrios polarizados se acerca. La robot parpadea y la mirada  incandescente parece llamear con rayos azul-cristalinos. Tiene un dardo en cada mano. El musculoso la observa. Está loco por ella. ¡Pero qué difícil será conocer los sentimientos de ella, que tan luego es un robot!

Miguel dobla el vértice de la hoja y entrecierra los ojos. Yo no puedo despegar la vista de la pantalla. La robot lanza finalmente los dos dardos y asesina a los malos. Cada uno recibe un dardo fosforescente directamente en la yugular. El movimiento que hace cada uno de los dardos para alcanzar la garganta es improbable. Los dardos dibujan una elipse. Así: ( ). Eso porque la chica es un robot y sabe tirarlos de una manera especial.

Exclamo:

—¡Ja! ¿Viste eso?

No, no lo vio. Está dormido, con el libro apoyado sobre el pecho. Le acaricio la sien, pulsando con el índice la piel que en esa zona parece tan lisita, pero que apenas unos milímetros al costado se llena de minúsculas arrugas, senderos que parten de la comisura del ojo derecho y se pierden en filamentos porosos dibujados con un lápiz de punta fina. El espejo del ojo, ahora cerrado, chorrea esas hendiduras mínimas que guardan una consistencia de telaraña, igual a esa que se incendió hace un rato.
Doy un beso a la sien de Miguel. Apago la tele.

***

Todos vociferamos. Quince vociferantes personas se enciman para hablar. Qué de comentarios ingeniosos, qué de improperios, qué de algarabía hay en el bar. La esquina es el lugar geográfico de las novias. Hay sonrisas, no las carcajadas que predominan a unos vasos de distancia. Hablamos de conversaciones extrañas con ladrones. El ladrón que dejó plata para el boleto de ómnibus, por ejemplo. El ladrón que se quedó dormido bajo la cama de su víctima y no pudo escapar. Ese ladrón me apena especialmente. Me apena su cansancio, que lo rinde sin permitirle huir con el botín. Pienso que quizá la noche previa todos los hijos lloraron y él oficia de padre y madre, y cose mientras canta y prepara biberones y anhela que alguien lo acompañe en la crianza. O quizá ha robado muchas noches seguidas, sin poder dormir. Dormir en el trabajo es un signo de multiempleo, y todos sabemos que hay mil maneras de multiemplearse.

Las novias conversamos sobre animales perdidos que encontraron su rumbo a casa de manera extraordinaria. Hablamos de la intuición animal, del apego, de la lealtad. Hablamos de mascotas extravagantes: la nutria, el tero, el ñandú. Y luego alguien dice que la edad ideal para ser madre es a los veintidós años. Otra dice que biológicamente son las quinceañeras las madres ideales. Otra dice que a los veinticinco ya una madre es añosa. Una se vanagloria de ser la más joven y tener un changüí. Yo sonrío y no digo lo que pienso. Lo que pienso es que quiero irme en medio de un estallido de color rosa, una explosión que deje humo en mi lugar, y yo disuelta en otra dimensión, la dimensión de las conversaciones interesantes.

Lo que pienso es que en las últimas diez mesas multitudinarias escuché qué hermosa la juventud y qué espantoso es que el tiempo pase, odio cumplir años, qué feo que es cumplir, me siento viejo, me siento vieja, soy viejo, soy vieja, qué desventura la vejez. Y pienso que la única manera de no hacerse viejo es morirse joven. ¿Quieren morirse jóvenes y jactanciosos de tanta enorme fortuna juvenil? Pues háganlo. Mientras tanto, entre los que pretendemos seguir viviendo mientras podamos seguir viviendo estamos quienes sospechamos que estos cristales rotos tienen sentido, y que las arrugas y las pérdidas son inevitables, pero que también es inevitable un pasado cada vez más largo al que recurrir para defender una noción de El Mundo más o menos persistente, para persistir en una noción de La Vida que vaya adquiriendo distintos colores o vueltas de tuerca o sorpresas, para reencontrar alguna clase de razón en estas bolsas con negativos que nos muestran lozanos y con una expresión de orgullo impune. Y también para ver esas bandas de rock que uno quiso, para verlas sabiendo que antes uno las quiso. Porque seguir viviendo hace nuestros cariños más largos, o deja espacio para más cariño. ¿Hay algo más importante que querer, personas-que-se-horrorizan-por-sus-arrugas-y-el-aire-presuntamente-ajado-de-los-números-crecientes? ¿Y querer no tiene que ver con haber vivido, con estar acá para contarlo? ¿Querer no es lo mismo que estar vivo y tener tiempo para apreciar lo que nace y crece a nuestro alrededor?

Ahora, al escribirlo, parezco una ciega, una beata, una pobre encandilada con su manojo bobo de argumentos. Me salía mucho mejor ayer, enojada, o anteayer, enojadísima. Discúlpeme, lector. Si supiera, soy una gran argumentadora cuando estoy en silencio o cuando no puedo dormir y doy vueltas en la cama.

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