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Leé un fragmento de «Confluencia», de Inés Kreplak (Argentina)

Por Inés Kreplak / Viernes 24 de agosto de 2018

Les compartimos un fragmento de Confluencia, la primera novela de la autora argentina Inés Kreplak, publicada en 2017 por Alto Pogo.

Inés Kreplak (Buenos Aires, 1987) es licenciada en Letras por la UBA y profesora, escritora, editora, docente y poeta. Fue curadora de la colección de narrativa contemporánea Leer Es Futuro, del Ministerio de Cultura de la Nación y fundadora de la primera Biblioteca al Paso.En 2017 publicó Confluencia, su primera novela, con la editorial argentina Alto Pogo.


Mi primer baño desnuda en un lugar público fue en el Tigre durante los noventa. Un verano, cuando yo tenía alrededor de ocho años, papá alquiló junto a su nueva esposa y sus hijos una casa sobre el arroyo La Espera. La bomba de agua no alcanzaba para todos y por eso nos tocaba a mis hermanos y a mí bañarnos en el río. Aunque lavarme con jabón en esas aguas turbias no iba a hacerme sentir más limpia, aprovechaba la excusa para nadar desnuda. Recorría mi cuerpo enjabonado con la adrenalina de hacerlo en un lugar público. Soltaba mi malla enteriza en el agua y veía cuánto se alejaba con la corriente del río. A veces tenía que nadar unos metros para recuperarla. Otras, tenía que atajarla antes de que se hundiera en el barro. Una tarde de aquel verano aparecieron en la parte de atrás de mi muslo derecho cinco ronchas grandes y rojas con puntas amarillas. Durante una semana tuve prohibido meterme al agua y pude ducharme en la casa. Después del baño, papá me apretaba el pus y me ponía gasas furacinadas, mientras yo hundía la cabeza en un almohadón que había en una de las habitaciones, lo mordía, gritaba y lloraba a la vez. Con el correr de los años, las vacaciones con papá se convirtieron en apenas algunos encuentros aislados en restaurantes o en cines de Buenos Aires. El Tigre había quedado en mi memoria tan solo como un recuerdo de la infancia.

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—Hablemos de tu proyecto  —me dice Mana, una de las chicas que está en la celebración de los seis años de Casa Puente, el centro cultural que funciona en un terreno sobre el arroyo Gambado, dentro de la primera sección del delta de Tigre. La miro de costado con respeto y precaución porque estoy de visita por primera vez. El lugar está montado en una esquina y tiene dos construcciones en altura. La más chica funciona como baño, la otra, para todo lo demás. Desde el río se puede leer el nombre del centro cultural, hay también una cartelera escrita con tizas de colores que anuncia los próximos eventos: miércoles a las 21:00: Cine al aire libre, viernes a las 17:00: Taller de acrobacia y tela, a las 19:00: encuentro de sikuris. ¡Hoy gran festejo gran! Las viejas chancletas, obra infantil.

—¿Qué querés saber? —pregunto.

—Eso, cuál es tu proyecto. Yo estoy sacando fotos a la gente de la isla en un lugar elegido de su casa. Voy con la cámara, la persona elige el espacio, la vestimenta y los objetos que la acompañan. Yo tomo esa instantánea, los retrato.

—Malena me dijo que tenés ganas de colaborar con las fotos…

—No sé —interrumpe—. Vos podrías escribir sobre los lugares que eligen. Pero la verdad es que acá hay mucha gente a la que cuidar y no sé cuál es tu objetivo, pero fijate, tené cuidado. Su tono me descoloca. Levanto las cejas sorprendida y le contesto:

—Bueno, charlemos más adelante. —Todavía no sé qué voy a hacer. Estoy acá porque tengo interés en escribir sobre la vida en el Delta del Tigre. Vine junto con Malena, que es parte de este entorno, pero no me siento cómoda, no soy bien recibida. Así que, mientras ella saluda a todos sus conocidos, me voy a dar unas vueltas por el terreno. Tomo notas. Me pregunto de quién sería este lugar antes, cómo habrá sido la vida cincuenta años atrás. ¿Le sirvió a su dueño para ostentar cierta posición social acomodada? Por la cercanía al puerto supongo que sí, pero, ¿su familia seguirá conservando aquel estatus? La hija del casero pasa al lado mío. Se llama Aimé. Corre por el parque descalza y sucia. Tiene la piel curtida por el sol y la tierra, las mejillas coloradas y ásperas. Se tira encima de los habitués del centro cultural, los abraza, baila, grita sus nombres una y otra vez y, se burla de ellos, de mí, de todos. Se baja los pantalones mientras corre. Nos muestra el culo. Malena vive cerca de Casa Puente hace seis años y es parte de la organización de algunas de las actividades del centro cultural. En Casa Puente conoció a la mayoría de sus amigos. Yo me contacté con ella porque quería saber cómo se le había ocurrido venirse a vivir a este lugar, cómo había encontrado el terreno y cómo hacía para construir su casa a la vez que la habitaba. Malena nació en Palermo, alrededor de veinte años después tomó posesión de un predio abandonado y sin herederos en el Delta, se embarcó en el proyecto de construir su propia casa a metros del río Sarmiento. Aunque vive sola, se integró a una comunidad donde la mayoría son mujeres. Armó una red con mucha de la gente que asiste con frecuencia a Casa Puente. Entre ellos organizan compras comunitarias, se cuidan los animales y los botes en caso de viaje, se hacen favores y se pasan la información necesaria para que la vida sea más amena. Son principios básicos de subsistencia en este lugar que, según varios libros que consulté antes de mi visita, durante el siglo XIX fue conocido como asilo de bandidos rurales y gauchos fugitivos, y en los años sesenta y setenta fue utilizado como campo de entrenamiento de miembros de organizaciones revolucionarias que regresaron cuando debieron resguardarse del aparato represivo del Estado. Durante los años ochenta y noventa también explotó como paraíso natural de libertad y recreación de homosexuales, artistas y místicos. Muchas parejas gays poblaron la isla intentando vivir sin tabúes, en contacto con la naturaleza y con sus sentimientos. Ya en el siglo XXI, la zona del Delta se convirtió en la muestra del éxito de proyectos de urbanización privada, muchas veces construidos sobre terrenos públicos. Desde la década del noventa, al ritmo de la modernización neoliberal, se produjo la reactivación privada del circuito entre las estaciones Borges y delta del Ferrocarril Mitre, tren que fue reinaugurado como paseo turístico bajo el nombre de Tren de la Costa. El proyecto se integró a la creación de un parque de diversiones al estilo Disneylandia conocido como Parque de la Costa, junto con un lujoso casino a orillas del río. Durante los primeros años de la década del 2000, el auge inmobiliario en la zona, desarrollado gracias a la construcción de megaemprendimientos, centros comerciales, hoteles de lujo y barrios privados, la convirtió en uno de los lugares más exclusivos de la provincia de Buenos Aires. Nunca fui a ninguno de esos barrios privados. Me da curiosidad, pero mis escasos vínculos con el jet set argentino me impiden la entrada. Supongo que podría inventar alguna clase de investigación periodística para poder acceder, pero prefiero concentrarme en la isla. Más allá de la presencia de cientos de cámaras de seguridad y de drones desplegados por todo el municipio para vigilar a sus habitantes, el Delta sigue siendo un lugar de refugio. Entre las seis mil personas que conforman la población estable de la isla conviven policías, ladrones, traficantes, artistas, yoguis, ecologistas, narcos y maestras rurales. Muchos de ellos tienen algún tipo de deuda no saldada con la ciudad. Ricos y pobres, turistas y marginales, todos coinciden al afirmar que en el delta se respira una energía diferente. Hay quienes la disfrutan; se hacen retiros espirituales, algunos veranean o pasan fines de semana de remo y contemplación. Pero el suelo fangoso del Tigre y su río turbio también embarran, oscurecen y parecen capaces de chupar el alma de sus habitantes. Varias veces al año emergen cadáveres arrojados al río. Se trata de personas denunciadas como desaparecidas por sus familiares; otras veces son cadáveres sin nombre, que nadie reclama. La necesidad de vincularse con otros y armar proyectos culturales o sociales es parte del impulso vital para quienes habitan la isla hoy. La primera tarde que paso en Casa Puente, se festeja la unión y la energía positiva que afloran a pesar de los esfuerzos, contradicciones y demandas que el propio entorno genera. Después de la obra infantil, una banda de rock y un locro comunitario, los presentes alzamos los vasos, frascos, botellas y mates y brindamos por la existencia del centro cultural.

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