El producto fue agregado correctamente
difusión

Leé un fragmento de «Cero gauss», de Denis Fernández (Argentina)

Por Denis Fernández / Viernes 23 de febrero de 2018
Compartimos un fragmento de «Cero gauss», la primera novela del argentino Denis Fernández, quien lleva adelante el sello independiente Editorial Marciana, publicada por Notanpuan y próximamente disponible en Uruguay.

Denis Fernández nació en Lanús, Argentina, en 1986. Es periodista y editor. Dirige la Editorial Marciana. Publicó El adiestrador de peces (2015); Tucson, Arizona (2016) y el libro de cuentos Monstruos geométricos (2016).


 A

 

Hay muchos tipos de plantas carnívoras. La mía es una aldrovanda. También la llaman Rueda de agua. Es muy difícil de conseguir y hay pocos ejemplares en el mundo. Para subsistir necesita atrapar presas vivas. Cuando la presa hace contacto con uno de los pelos, la trampa se activa. A partir de ese contacto, el resto de los pelos empieza a cerrarse hasta que la boca queda hermética e impenetrable. Con las horas, los ácidos de la planta desintegran la caza del día. Adentro no queda más que genes y fluidos efervescentes.
Después de que le puse tiras de morrones sobre las bocas, mi aldrovanda comenzó a mutar. Le crecieron pelos y los lóbulos fueron cambiando de color. Me quedé mirándola, atento. Me impresionó su destreza. Unté mucha miel en el marco de la ventana para atraer insectos. Pero la mayoría evitaron el contacto. En el cuaderno anoté la hora de la exposición y debajo del título «Seguimiento perimetral» escribí: «La planta carnívora funciona como mi cuerpo».
Esa tarde compré carne, cebollas, morrones, manzanas, un melón y duraznos, para que la planta no perdiera más vitalidad. Comprar comida me dio hambre y agarré el durazno más maduro. Pelé uno con la cuchilla y comí una rodaja. Estaba jugoso. Me acordé que había dejado el aire acondicionado del cuarto prendido y lo fui a apagar. De paso hice la cama y me cambié la remera. Volví a la mesa y corté otro pedazo de durazno. Estaba jugoso como el primero. Cuando volví a mirar el plato, vi al gusano. Se asomaba por un agujero podrido de la fruta. Era diminuto. Ahí nomás empecé a imaginar que en el durazno vivía una familia de gusanos y tuve miedo de haberme tragado varios. Se iban a reproducir adentro mío, se meterían todos los gusanos en mis intestinos. Se instalarían en el páncreas, en el hígado, levantarían chozas. Familias de gusanos que iban a construir ranchos en mi cuerpo. Pensé en tomar veneno para hormigas. Tomé dos litros de agua de la canilla y comí una bolsa entera de pan. Volví a sentarme frente al plato y saqué al gusano que había quedado adentro del durazno. Lo apoyé en el plato y lo despedacé con el cuchillo. Después de eso tomé mucho mate amargo.
Con los minutos, la obsesión fue creciendo. Los gusanos estaban adentro de mi cuerpo. No había dudas. Tenía que sacarlos. Tenía que vomitarlos. Me agaché frente al inodoro y me metí dos dedos en la boca. Después de varias arcadas vomité un jugo espeso color violeta, medio verdoso por el mate. Vomité hasta marearme. Me incorporé e hice buches en la pileta. Pero no encontré ningún gusano. Me sentía enfermo, intoxicado. Recordé que había dos duraznos más en la cocina. Los puse cerca del tubo de luz y los revisé a ver si tenían más gusanos. Pero estaban intactos. Los corté en pequeños pedazos y los desparramé en un plato. Volví a cortar cada trozo. Como si fuese un chicle relleno, el jugo de los duraznos inundó el plato. Los pedazos flotaban. Mis manos estaban pegajosas y desteñidas. Ambos se deshicieron hasta quedar hechos papilla. Sentí que hundía los brazos en lava. Me pasé las manos por la cara y sentí el frío jugo atravesar los poros de mi piel.
De repente, algo empezó a moverse entre la papilla. El gusano temblaba como si estuviese sufriendo convulsiones. Lo agarré con asco. Pero en lugar de matarlo, lo apoyé en una de las bocas de la planta. Me quedé viendo cómo los pelos empezaban a cerrarse lentamente sobre el bicho. Me sentí mucho mejor después de confirmar que mi estómago estaba bien. En ese momento anoté en el cuaderno: «Los ácidos de mi cuerpo también desintegran a las presas que entran. La mutación puede venir desde adentro».
Cuatro días después Piatti me dijo que necesitaba la planta. Es parte de un experimento, me dijo. En unos días te la devuelvo. No sé muy bien por qué, pero se la di. Al día siguiente pasó a buscarla por mi casa y se la llevó. En una bolsita le di los pocos insectos que habían quedado pegados en la miel. Estaban muertos, los bichos.
Ayer le conté esto a los médicos. Les narré la historia con detalles desde que apareció el gusano. Me dijeron que pudo haber sido una alucinación producida por las feromonas que me inyectan. Dijeron que es probable que mi cerebro haya asociado la invasión de los gusanos con el implante en mi ADN. Eso dijeron. Es todo demasiado confuso para ser real, pero no me queda otra que continuar con esto.
Cuando se fueron anoté: «La historia se desfragmenta cuando la conciencia del otro se fusiona con la mía».

 

 

 

B

 

La relación cliente-proveedor es inmediata. El cliente presenta la documentación legal correspondiente. La empresa emite una solicitud a sus acreedores. Si los papeles están en regla, el préstamo sale otorgado a las veinticuatro horas. Las partes quedan satisfechas. Pero para tener esa accesibilidad inmediata, el cliente debe cumplir con los pagos. Es un intercambio donde la confianza es esencial. Así funciona el mercado. Unos dan y otros cumplen para que los primeros vuelvan a dar. Así se establece una relación de familiaridad entre el solicitante y el proveedor. Así se arma el mapa del territorio. Hay clientes que perduran con los años a base de cumplimiento. Juan Carlos Beninati es uno de ellos. Uno de los fijos de la oficina. Es un tipo que sabe cómo llevar adelante el intercambio informal, a pesar de los desbarajustes económicos que sufre a veces. La confianza de Santiago se la ganó cumpliendo. Y remisear es el oficio involuntario que adoptó para subsistir.
Es sábado a la noche y Beninati maneja lento por el carril de colectivos de la Avenida Mitre. El auto está casi fundido. Igual, en las avenidas del conurbano no hay que preocuparse por la velocidad. En cambio, si hubiese agarrado la autopista, no podría ir a menos de ochenta kilómetros, y hasta los camiones de la cervecería, que arrancan a medianoche a repartir cajones, lo estarían pasando por encima. Después de llevar al profesor a Capital, Beninati debe volver a Solano, que se inunda con solo dejar correr una canilla. Y los truenos anuncian tormenta.
El viaje es largo. Tiene que llevar al profesor de historia que vive en la ocho cuarenta y ocho noventa y siete. Beninati escucha atento cada detalle de lo que el profesor dice. Aprende historia argentina. Cada tanto mira la cara del tipo por el espejo retrovisor, un cliente de la agencia de muchos años, centrado, aburrido, con cara de caballo y brazos largos. El profesor, de alrededor de cuarenta y pico de años, cuenta hazañas de caudillos rioplatenses, demuestra su amor por Artigas, su fanatismo por Belgrano y por los vocales de la Revolución de Mayo. Se deslumbra por el poder Rosas y por los unitarios de Buenos Aires. Habla como si se dirigiese a una clase ordenada.
Todo esto –el profesor señala la zona de Avellaneda próxima a Capital Federal– eran chacras de la familia de Don Juan Manuel de Rosas. ¿Leyó El Matadero? Beninati mueve la cabeza y los hombros afirmando, una muestra de su falsa inmersión intelectual. No sabe de historia más que los hechos vividos en sus cincuenta y cinco años y lo poco que recuerda de libros del colegio. Pese a eso, Beninati tiene la gran virtud de engendrar, en poco menos tiempo de lo que tarda la electricidad en llegar a una lámpara, a un experto en materia histórica o filosófica. Sabe acerca de todos los temas de los que le hablen. No es taxista pero si remisero: sin que se les escape nada, los remiseros del conurbano saben tanto como los taxistas del centro.
Hace poco, Beninati tuvo una insuficiencia cardíaca. El médico le recomendó que haga reposo por un tiempo. Pero si no trabaja, Beninati no come. No puede darle de comer a nadie, ni a un perro, y debe pagar los créditos, y debe pagar los impuestos. Si no trabaja, al otro día no hay nada. Tiene una novia que lo cuida y le ayuda a pagar el taller del auto, cada tanto, cuando no tiene a otra persona a quien pedirle dinero. Pero eso no es suficiente. Debe trabajar y ser fiel a sus clientes y mostrar lo que tan bien sabía hacer: complacer y seguir manejando hasta el destino que le toca. El gordo escucha las anécdotas del profesor con la certeza de que si el embrague falla a mitad de camino, ahí arriba en la autopista, con la tormenta que acecha por atrás de los carteles luminosos del bingo, el viaje se convertirá en un tormento. Pero qué va, qué importa, habrá de pensar mientras vuelve a acomodar su culo gordo en el asiento. Reza, mientras avanza, para que el auto no se rompa. Si se le rompe otra vez, no va a quedarle opción que llamar a la oficina para pedir un nuevo préstamo. El auto no se arregla solo y el mecánico dejó de fiarle. Confía en terminar ese viaje y acelera la marcha dispuesto a subir el Puente Pueyrredón con el pobre aluvión de un cohete fallado.

 

 

 

 A

 

A los pocos días de visitar el refugio de Tanit y de ver los gusanos en el durazno (y a pesar de que estaba más sereno), empecé a sentir algo adentro de mi cuerpo. No miento. Al otro día de ese episodio me levanté pesado. Sentía un bicho que se movía, que iba internándose en mis entrañas. Tuve miedo y extrañé a Maite. La extrañé como nunca antes. La llamé dos veces, pero no atendió. Mi suerte con ella ya estaba echada. No había mucho margen de error si quería tenerla conmigo. Pero hacía rato que lo nuestro había dejado de ser una relación. Todo se estaba desmoronando. Y la lucha ya no era solo con mi entorno, sino conmigo mismo.
Ese mismo día, después de almorzar, me acordé del libro sobre plantas carnívoras que había comprado por mercado libre y busqué la dirección de la librería. Cuando estaba por salir me llegó un mensaje de Maite. Me preguntaba qué quería y al final de la oración había un emoticón de una cara mostrando los dientes. La dentadura completa. Encima, los labios de Maite. Imaginé sus labios resecos. Su aliento. No le contesté y esperé a que me volviera a escribir, pero no lo hizo. Cuando estaba por bajar volví a mirar la conversación.

El vacío de palabras a veces es peor que el silencio. Acá no importa el contenido.
Recién cuando estuve en la puerta de la librería me fijé si tenía plata encima. No me alcanzaba, pero entré igual. El vendedor estaba sentado en una silla de plástico poniéndole papel film a una pila de libros. Lo hacía con mucho cuidado, uno por uno los libros envueltos en una feta transparente y resbalosa que los cubría del roce de las manos de los clientes. Me saludó y siguió envolviendo. Revisé algunos estantes para poder pensar la oferta que le haría al librero, pero de repente el tipo me preguntó si buscaba algún libro en especial. Le dije de una que era el comprador de Plantas Carnívoras y se me quedó mirando a los ojos durante unos segundos, con el rollo de papel film en la mano aún girando. Me dijo que pensó que no vendría a buscarlo y me preguntó por qué quería ese libro. Le respondí que estaba interesado en conocer más acerca de las plantas carnívoras, sobre su evolución, y para conocer el trabajo de Darwin, sobre todo. Parte de mi estrategia para comprarlo más barato era hacer notar mi interés por el libro. El vendedor hizo un gesto con su boca, señal de aprobación de mi curiosidad, y entró a un cuarto detrás del mostrador.
El libro estaba en buenas condiciones, envuelto en papel film, preservado. Me dijo que era una edición casi única y que era más barato porque le faltaban páginas. Deben faltar al menos sesenta, aseguró. Ahí aproveché y le dije que solo tenía doscientos pesos. Lo compraste por trescientos ochenta, dijo, con gesto de fastidio. Solo tengo eso, retruqué, y me quedé en silencio. Llevátelo. Pero voy a arrancarle treinta páginas más. Soy así, justo en los intercambios. Le dije que me parecía bien y le di los doscientos pesos.
Apenas llegué a mi casa, empecé a leerlo. Plantas Carnívoras es una investigación minuciosa sobre el comportamiento de plantas estimuladas genéticamente. La exposición de un experimento ambicioso de Darwin. Carne cruda, tentáculos, cartílagos, plantas pulpos terrestres, calcio, bichos mutantes, poemas camuflados como experimentos:

«La inflexión de los tentáculos externos
desde las glándulas del disco es estimulada
por toques repetidos o por objetos
que se dejan en contacto con ellos.»

Hasta el día que entré acá, llevaba leídas cincuenta páginas. Los médicos entendieron mi interés por seguir investigando y me dejaron traerlo. En estas semanas encerrado avancé mucho. Llevo anotaciones paralelas de los estudios de Darwin. Me hacen comprender mi cuerpo. Mi mente. Siento cómo disminuyen los gauss. Siento cómo la desintegración de la materia comienza a hacer efecto. Siento cómo los ácidos de la planta se fusionan con mis fluidos. A veces pierdo la conciencia y se me aparecen imágenes de insectos devorados por plantas, cartílagos, huesos. Es como si me viera por dentro.
No me desintegro por completo. Pero sí pierdo el equilibrio.

 

 

 

  B

 

Dos noches después de enterarse que va a ser papá, Santiago sueña que se escapa al campo, a una casa en Exaltación de la Cruz, un pueblo de la provincia de Buenos Aires ubicado al costado de la Ruta 6, camino a Pilar. El sueño es muy nítido. Puede ver los posibles trayectos en Google Maps. La casa está ubicada en las afueras, sobre una calle de tierra, lindera con quintas deshabitadas y caminos que bordean el útero de las plantaciones. Llega de noche, atraviesa la oscuridad de las calles, que se van apagando a medida que se mete en las entrañas del pueblo. Las luces del frente de la casa están encendidas. Santiago cruza la tranquera. Solo tiene que correr una cadena amarrada con un tornillo que sostiene las dos puertas de madera, y luego un pasador sin candado. Cuando apaga el motor del auto, ya adentro del terreno, escucha el silencio, ramas que se caen por ahí, ladridos perdidos. Desempaca sin apuro; hay varios bultos, bolsas con comida, una mochila con ropa y libros, una olla y un sartén, una lámpara de escritorio y una valija transportable con una gata blanca adentro. La gata se llama Hiroshima.
Lo primero que hace es abrir el cierre de la valija para que Hiroshima pueda salir. De a poco vacía el auto y llena la casa con sus pertenencias. No sabe cuánto tiempo se va a quedar. Hay dos habitaciones. Una con cama matrimonial, la que va a usar él. La otra tiene una cama de una plaza y una cuna. En el living –el espacio más grande de la casa– hay un enorme sillón en forma de ele, un escritorio y la chimenea. Hay tres ventanales con hojas de vidrio, rejas y postigos de madera. El lugar es seguro. El comedor es amplio y está separado de la cocina por un desayunador. En el sueño, Santiago tiene su propio cuerpo. Se mira al espejo y se puede ver. Entonces, va al espejo y se ve. Es su cara, y se lava las manos.
Ordena su cuarto, enciende las estufas, acomoda los libros, la computadora. Conecta la lámpara. No sabe dónde está Hiroshima, no pensó todavía en Hiroshima, no está acostumbrado a pensar en mascotas. Sale al parque a buscar plantas para armar un pequeño santuario. Necesita orar. Corta, en la oscuridad de la noche, ramas de ruda, aloe vera, laurel, pedazos de corteza mojada de un tronco talado. Encuentra piedras en un recipiente viejo. Lava un cuenco de madera, lava las piedras con agua caliente, las echa en el cuenco. Prende velas, y los vidrios estallan, y quedan desparramados por ahí, y él anda descalzo por la casa.
Escribí y dejá de hablar giladas, boludo, le dice una voz. Si entrás acá voy a darte con la pala hasta partirte el cráneo. Esa voz chillona viene de un pozo. Es la voz de Moloch.
De repente, la casa se vuelve más grande, se mueve y rechina al girar. La esfera da vueltas. Y el cuerpo de Santiago se mueve con la casa. Siente un dolor en la muela, un tenedor que se le clava por dentro y escarba como a la carne cocida, y llega al cerebro. Se mira al espejo, tiene un ojo mocho, reventado, sin pupila. Y se asusta, y no sabe qué hacer, y empieza a caminar por la casa. Suena una música electrónica agobiante, el volumen está muy alto, los parlantes desconados. El golpe grave obsceno rebota contra las paredes y retumba y retumba la sala y en el camino sus ojos se cruzan con los ojos de Hiroshima y los del Demonio, el Demonio desde adentro de sus ojos, Moloch desde el interior de su cuerpo. Se miran sus ojos con los ojos de Hiroshima y los cuerpos explosionan y se parten, como cangrejos aplastados. El animal se hinca hacia su espalda, los pelos erizados y los dientes salpicados con sangre, y empieza a elevarse, y Santiago corre por el parque, atraviesa la tranquera y llega hasta una calle iluminada en el pueblo donde hay caballos sueltos corriendo demacrados sin piel, y sin alma, y un espectro le atraviesa los codos y los brazos de carne y lo hace volar, y desde allá puede ver que el Demonio de sus ojos lo sostiene con el aliento.
Ahora está sentado en una silla, en el comedor de la casa. Ya nada se mueve. Solamente su aliento corta lo quieto. Mira hacia la puerta de chapa que sale al parque. Junto a la puerta hay una pala apoyada contra la pared y una olla percudida con vidrios rotos adentro. No ve por el ojo mocho. Perdió la vista de ese ojo. En el sueño hay moho espeso debajo del techo, hielo en las paredes. Santiago quiere levantarse de la silla y agarrar la pala y salir a la oscuridad a cavar pozos por el pueblo, a buscar a su ojo enterrado, pero aparece Hiroshima y se sienta en su regazo y le ronronea y sus cuerpos quedan pegados.
Se despierta y piensa en el Demonio saliendo de su ojo y desea encontrar la forma de salirse de su vida y de su cuerpo. Quiere meterse en la cabeza de otro.
Todo el día, después, lo pasa mirándose el ojo.

También podría interesarte

×
Aceptar
×
Seguir comprando
Finalizar compra
0 item(s) agregado tu carrito
MUTMA
Continuar
CHECKOUT
×
Se va a agregar 1 ítem a tu carrito
¿Es para un colectivo?
No
Aceptar