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Leé el primer capítulo de «Conversaciones con Mario Levrero», de Pablo Silva Olazábal

Por Pablo SIlva Olazábal / Viernes 18 de mayo de 2018

Compartimos el primer capítulo de Conversaciones con Mario Levrero, del escritor uruguayo Pablo Silva Olazábal, editado recientemente por Criatura Editora.

Pablo Silva Olazábal (Fray Bentos, 1964). Es licenciado en Comunicación y trabaja desde 2005 como periodista cultural en Radio Uruguay. Ha sido compilador y coautor del libro colectivo Bienvenido, Juan. Textos críticos y testimoniales sobre Juan Carlos Onetti (2007). Asimismo, coordinó El libro de Oro del T Cuento Q (2012), colección de microrrelatos enviados por SMS, que en 2017 fue traducida al francés por la Universidad de París Nanterre. Como autor, publicó los libros de cuentos La revolución postergada (2005), Entrar en el juego (2006) y Lo más lindo que hay (2015), y las novelas La huida inútil de Violeto Parson (2012) y Pensión de animales (2015), ambas distinguidas con el segundo premio en los Premios Nacionales de Literatura del Ministerio de Educación y Cultura de Uruguay. El libro Conversaciones con Mario Levrero, publicado por primera vez en 2008, tuvo ediciones ampliadas en Chile (2012), Argentina (2013 y 2016) y España (2017).


«Se escribe a partir de vivencias»

Técnicas de escritura

Arte poética

 

¿Qué papel les adjudicás en la escritura literaria a las técnicas? ¿Y al argumento?

En mi opinión, lo principal, casi diría lo único que importa en literatura, es escribir con la mayor libertad posible. En todo caso podés usar técnicas para corregir, pero jamás para escribir. Aunque en realidad siempre se usan técnicas, pero son técnicas propias que uno va descubriendo, o creando mientras escribe. Si usás técnicas aprendidas, son aprendidas de otros; así nunca escribirás con tu estilo personal, es decir, no se te reconocerá, por mejor escrito que esté el texto.
Cuando el autor sabe demasiado sobre el argumento, a veces se apura a contarlo, y la literatura va quedando por el camino. La literatura propiamente dicha es imagen. No quiero decir que haya que evitar cavilaciones y filosofías y etcétera, pero eso no es lo esencial de la literatura. Una novela, o cualquier texto, puede conciliar varios usos de la palabra. Pero si vamos a la esencia, aquello que encanta y engancha al lector y lo mantiene leyendo es el argumento contado a través de imágenes. Desde luego, con estilo, pero siempre conectado con tu imaginación.

 

En ese énfasis por la imagen, ¿no hay riesgo de caer en una suerte de «descripcionismo», de que solo prime la imagen?

Yo no creo haber hablado de descripciones; suelen aburrirme mortalmente. Hablé de imágenes, y las imágenes no se contraponen a la acción, sino que la cuentan de la mejor manera. No es lo mismo decir «le dio tremenda trompada», que decir «el puño chocó contra la carne blanda y la aplastó hasta que se oyó el crujir del hueso».
Tampoco dije que un relato deba consistir exclusivamente en imágenes, sino que eso es la esencia; pero a menudo la esencia pura es desagradable, como por ejemplo la vainilla. Si la mezclás en un refresco pasa mucho mejor. Hago hincapié en las imágenes porque es la gran falla de nuestra literatura; todos somos retóricos, todos cantamos la justa, todos sabemos cómo arreglar los males del país, todos estamos deseosos de mostrar nuestra visión del mundo, todos queremos volcar nuestros sentimientos (oh, las mujeres que escriben poemas llenos de abstracciones: estoy triste, qué mal me siento, el mundo es terrible). Desde el punto de vista literario no dicen nada, pero nada; el lector simplemente se paspa. Mientras tanto, la literatura queda por el camino; el lector se distrae, y la literatura nacional adelgaza y muere.
Si agarrás a los grandes, por ejemplo a Felisberto, recordarás sin duda cuando les levantaba las polleras a los muebles, o a la vieja que tomaba mate metiendo la bombilla por un agujero del tul. Son imágenes. Andá al capítulo cuarto de La vida breve de Onetti, se llama «Naturaleza muerta», es cien por ciento descriptivo y uno de los fragmentos más notables de nuestra literatura. Sin acción ni personajes ni invención; solo imágenes.

 

¿Cómo lograr el balance adecuado entre imágenes y descripciones para que no entorpezcan el desarrollo de la trama?

Es fácil, tenés que pensar —al corregir, no al escribir; cuando se escribe hay que soltarse, sin nada que inhiba la escritura— si tal descripción es necesaria para la acción que estás narrando. Eso te dará el lugar adecuado. Luego pensá si no han pasado demasiadas descripciones sin nada de acción y ahí tenés la proporción acertada. Al leer un texto tuyo después de un tiempo (nunca antes de, digamos, un mes), si hay excesos de descripción lo notás enseguida porque te aburrís.

 

¿Cuándo considerás que un relato no es verosímil?

Cuando no está bien resuelto. Ambas expresiones —verosímil y «bien resuelto»— son casi sinónimas. Cuando digo que algo no es verosímil, quiero decir que como lector no lo creo. Y te aseguro que soy muy crédulo cuando la realización me encanta (me hipnotiza, quiero decir). El texto ideal sería aquel en el cual el lector pierde de vista el hecho de que está leyendo, y cree que esas cosas que se transmiten a su cerebro están sucediendo realmente. En ese sentido, puede haber extraterrestres y fantasmas y enanos multicolores, siempre que el lector crea en ellos en ese momento porque el autor lo engatusó. La verosimilitud, entonces, significa en este contexto engatusamiento.
Mi taller apunta a poner la imaginación no en inventar, que eso no es esencial en la literatura, sino en expresar por medio de palabras, imágenes vividas interiormente, «vistas» en la mente.

 

¿Cómo elaborás el inicio de los textos? A veces parece difícil lograr un buen principio que «enganche» al lector y que sea coherente con la obra…

No sé por qué, pero casi siempre tengo que rehacer los comienzos de mis cuentos. Es posible que, al comenzar algo, uno arrastre de cosas anteriores el estilo o el modo de decir, y resulta que cada relato tiene su propio estilo; es un bloque, va junto con el argumento y todo lo demás. Pero uno trata de hacer lo que sabe, o lo que le salió bien la vez anterior, y arranca con eso. Después uno va chocando contra el cuento existente, a medida que lo va descubriendo y sacando a luz, y ahí empieza a ajustarse, a escuchar mejor lo que tiene adentro.

 

¿Qué es eso de que «cada relato es un bloque, tiene su propio estilo»? Me hace acordar de aquello que decía Miguel Ángel de que él se limitaba a sacar el mármol que le sobraba al bloque.

Vos sabés que la percepción no es objetiva ni mecánica; cuando yo miro algo, estoy proyectando mucho de mí, o todo, sobre el objeto. Al mismo bloque de mármol Miguel Ángel le sacaría ciertas cosas, yo otras, vos otras distintas. El diálogo que uno entabla con el objeto no es diálogo, sino monólogo narcisista. Creo que si lo pensás es muy fácil de entender. Cualquier cosa que vayas a narrar la estás rescatando de esa forma de percibir(se). Y ahí es donde aparece el estilo personal; por eso insisto en encarar a los alumnos de mi taller con ellos mismos, a que experimenten con la percepción.

 

¿Querés decir que alguien puede en un texto ser barroco y en el siguiente clásico? (esta pregunta, algo retórica, puede reformularse sustituyendo la palabra clásico por panfleto, literatura «comprometida», serie negra, cuento infantil, etcétera, etcétera… y etcétera).

Ahí estás mezclando lo que es el estilo personal con formas del estilo que toma cierta obra y con contenidos que nada tienen que ver con el estilo. Por ejemplo, un panfleto tiene un molde prefijado, y los estilos personales poco pueden evadirse del molde y dejar una huella estética. En la literatura «comprometida» por lo general la literatura está ausente; hay que tener un espíritu enorme para imponerse a los dictados de una ideología, o de una percepción formada por una ideología. Algunos lo han conseguido, creo, pero no estoy seguro.

 

¿Cuándo y cómo te das cuenta de que un estilo es el apropiado, el que te pide el tema?

En mis cosas, me doy cuenta cuando no me siento con el estado mágico de la escritura inspirada. No me divierto, no sufro, no estoy metido por completo en el texto. Esto me pasa cuando escribo regularmente por necesidad económica. Uso un oficio, uso algo de inspiración, pero me doy cuenta de que eso que aparece ahí no es «nuevo».
En los textos ajenos me doy cuenta porque me pasa casi lo mismo; la lectura me puede entretener, pero no deslumbrar. Y lo ves en la facilidad con que vas prediciendo lo que va a venir, porque todo tiende a encajar en un molde. El texto no es una cosa viva.
Lo último que leí que me produjo una impresión tremenda, pero tremenda, como pocas cosas en los últimos años, es Franny y Zooey, un libro de Salinger. Ahí ves claramente lo que es un texto vivo, un texto inspirado, a pesar de un comienzo convencional y que tropieza un poco, no sé si por la traducción.

 

¿Cómo corregir, pulir y aun rehacer un texto sin perder el entusiasmo en el proceso?

Bueno, son tres cosas distintas. En general, hay algo común a los tres procesos: conviene dejar pasar un tiempo (pueden ser días, semanas o meses, depende de cada uno) para crear distancia con el texto y leer lo que está escrito y no lo que uno tiene en la mente.
Cuando uno está todavía bajo la sugestión de la creatividad, no ve el texto como es, sino como lo tiene en la mente, y le suele parecer perfecto. Se trata de verlo como quien mira una fotografía de sí mismo, que siempre impresiona peor que mirarse al espejo, porque en el espejo uno crea su imagen; en la foto no. Veamos:
Corrección: esto es ni más ni menos un trabajo técnico, que puede ser divertido o no, según el talante de cada cual. Pero es más bien mecánico: leer el texto buscando rimas, repeticiones enojosas, cacofonías, erratas y cosas así.
Pulido: hay que leer el texto en un estado muy atento, viendo si en algún momento hay algún factor de perturbación en la lectura, algo que, aunque no se pueda identificar la causa concreta, uno «siente» que no está bien, algo por lo cual uno preferiría pasar rapidito. Subrayar eso y seguir, hasta el final. Después buscarle la vuelta a cada caso particular, tratar de desentrañar por qué eso no suena bien. A veces se trata de su relación con lo que se venía diciendo (salta alguna incongruencia, alguna repetición de palabra, etcétera) y a veces es algo propio de ese fragmento. A veces ayuda preguntarle a otro.
«Refacción», si cabe el término: hay que quitar limpiamente el fragmento que no marcha, y tratar de hacerlo de vuelta buscando un clima similar al del momento de la creación. Situarse en la escena y no conservar nada del texto descartado. Por más lindo que parezca en alguna parte, hacerlo todo de vuelta como si fuera por primera vez, visualizando nuevamente la escena, la imagen que lo originó. Lo mismo para agregar algo, al principio, en el medio o al final de un texto. Visualizar siempre la escena antes de escribir.
Hay veces en que basta cambiar de lugar el fragmento eliminado, sobre todo en una novela, pero no hay que contar mucho con eso.

 

¿Hasta cuándo corregir, rehacer, pulir?

Bueno, hasta que te deje razonablemente satisfecho. Hasta que sientas que se puede publicar. Yo siempre recurro a algún lector amigo, que me merezca confianza, para que lea y opine. A veces un lector común, mientras sea buen lector, te dice cosas acertadísimas; a menudo les hago caso. Por norma nunca publico nada que no hayan visto otros ojos que no sean los míos.

 

¿Qué pasa si en el proceso de corrección perdés el entusiasmo, si el texto ya no te causa sensaciones placenteras o positivas de ningún tipo?

A veces los textos descansan por años… Habitualmente, semanas o meses. Las cosas breves y escritas como trabajo, como las Irrupciones, de todos modos las voy acumulando en borrador y revisando cada tanto; cuanto más tiempo pasa entre la escritura y la corrección, tanto más fácil es la corrección. Y no hay nada como la publicación, o mejor dicho, la inminencia de publicación: cuando estoy por enviar un texto, le doy un vistazo, y es seguro que cambio bien a último momento tres o cuatro cosas que estaban realmente mal. No sé si les pasará a otros, pero siempre trabajo para mí y con la mente puesta en alguien que lo vaya a leer (el amigo lector, mi mujer, quien tenga a mano); recién tomo conciencia de que va a haber lectores desconocidos cuando estoy por mandarlo, y ahí funciona la adrenalina, y las macanas saltan por sí solas.
Para la corrección funciona otra forma de inspiración, otra parte del cerebro. Desde luego no produce lo mismo que escribir, pero a mí me resulta un ejercicio atractivo. También se puede no corregir; muchos no lo hacen. Después de todo no es un pecado que un texto no sea perfecto.

 

La lectura en voz alta ¿aclara fallos en la redacción? García Márquez dijo que «escribir es el arte de respirar», de acompasar la respiración con el texto.

Sí. Y mejor aún si te grabás y después lo oís mientras leés el texto. También hay programas que te leen el texto en la computadora. Aun los mejores no distinguen muy bien entre coma y punto y coma, pero te ayuda a percibir cómo lo leería alguien totalmente ajeno. Ayuda especialmente a calibrar las pausas. Pero insisto en no hacer correcciones importantes antes de que el relato tenga unas semanas o meses de «cajón».

 

¿Puede el argumento, por ejemplo, salir de una simple asociación de ideas, de un disparate intelectual?

Tenés que sacarte de la cabeza la idea de que se escribe a partir de la palabra, y sobre todo a partir de la invención (intelectual). Se escribe a partir de vivencias, que solo pueden traducirse mediante imágenes.

 

¿Qué diferencia establecés entre imaginar e inventar?

En mi sistema de categorías, la imaginación fabrica imágenes constantemente en base a recuerdos: exige más coherencia y da anécdotas más verosímiles; no inventa nada por sí sola. En cambio la invención conecta algunos cables intelectualmente y no se preocupa por la verosimilitud, sino que se conforma con narrar como se pueda el argumento inventado. Tampoco da un estilo personal: con la literatura tiene un parentesco medio lejano. A esos críticos que se entusiasman con un relato de ese tipo, donde prima el ingenio, habría que preguntarles qué les pasa si lo leen por segunda vez, por tercera vez, por cuarta… El buen lector vuelve a leer lo que le gustó y lo disfruta más en las sucesivas lecturas, ya libre de la cosa del ingenio y de los golpes de efecto. A mí me pasa también con el cine; me gustaría no ver una película por primera vez. Recién empiezo a disfrutar a partir de la segunda.

 

¿Cuál es tu criterio para titular un texto?

Siempre uso el mismo sistema: una vez terminado el texto, empiezo a leerlo, seguido o salteado, buscando algo que me resuene. Y siempre encuentro el título; en mi caso, está siempre en el texto. Aunque a veces me hago el vivo, pero en general busco que sea más bien simple y que yo mismo pueda asociarlo fácilmente con el texto.

 

Me gustaría que opinaras sobre el uso de paréntesis y guiones (¿será signo de inseguridad?). Según algunos, dificultan la lectura.

Sí, dificultan la lectura. La observación es válida sobre todo para el periodismo, que necesita un estilo que facilite las cosas al lector. En literatura, facilitar las cosas al lector no es más importante que expresar con la mayor exactitud posible lo que el autor quiere decir, y a menudo hacen falta paréntesis y guiones. Algunos, como Faulkner, usan esos paréntesis que abarcan varias páginas.

 

¿Qué hay con ciertas reglas del «escribir bien»? Cosas como evitar los adverbios terminados en -mente o no repetir palabras…

No se trata tanto de evitar los adverbios sino de no abusar. Forman palabras muy largas, pesadas, y si te encontrás dos o tres en una misma frase suena realmente desagradablemente, verdaderamente realmente desagradablemente.
También suelen formar rimas con demasiada facilidad, y la rima en la prosa me hace saltar, si es que es rima. Porque se pueden usar palabras consonantes entre sí sin que formen necesariamente rima; el problema es cuando la consonancia se subraya con alguna puntuación o una forma de ubicación en la frase que lo hace aparecer como un versito; es un problema de métrica + rima. Por otra parte, a veces acumulo esos adverbios a propósito, uno tras otro, para dar énfasis (o por capricho). En El alma de Gardel, por ejemplo, el lector de la editorial me hizo notar una frase cargada de adverbios en mente, pero la mantuve porque era a propósito; para mi gusto ahí están distribuidos de tal forma que no pesan.
Con respecto a eso de «no repetir palabras», hay que desconfiar del uso de sinónimos.
Cuando encuentro en un texto (a veces incluso en uno mío) un este que sustituye un nombre dicho un poco antes, clavado que se trata de una frase que podría haberse escrito mejor. Si vengo diciendo casa, y casa, y casa y de repente digo morada sin nada que lo justifique, me parece de décima. Yo a veces he abusado un poco de las repeticiones, conscientemente, pero cuando no es así y las detecto durante la corrección, en lugar de sustituir la palabra trato de reorganizar toda la frase, o todo el párrafo.
Eso si me molesta, si resulta chocante al oído (porque el lector oye el texto), y sobre todo si se nota que está ahí por torpeza y no en forma deliberada. A veces simplemente se puede eliminar la palabra repetida porque es innecesaria. Pero el uso de sinónimos para ocultar la falta de elaboración es la máxima torpeza.

 

Y al escribir, ¿le prestás atención a todo eso? ¿Son cosas importantes?

Al escribir, nada, solo escribir, no pensar ni controlar —salvo ese foco de atención crítica para que el inconsciente no te lleve al carajo, pero lateral, como distante, y con mucha cancha para hacer la vista gorda y no trabar la escritura cuando viene fluida—.
Ser escritor no significa escribir bien (hay quienes escriben mal, como Roberto Arlt, o con un lenguaje poco literario, como Kafka, y sin embargo son grandes escritores), sino estar dispuesto a lidiar durante toda la vida con tus demonios interiores. Y esa lucha no puede ni debe ser impuesta desde afuera, sino que forma parte de la búsqueda o el encuentro personal de cada uno.
Por otra parte, solo son opiniones mías; no es palabra de Dios; lo mejor es usar tu propio criterio.


Conversaciones con Mario Levrero
Silva Olazábal, Pablo
Criatura Editora (2018)
Páginas: 152
UYU 480

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