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libros en acción

La cocina al vacío

Por Alejandro Morales / Viernes 19 de octubre de 2018

La cocina de Alejandro Morales es llevada a la práctica con una sólida fuente teórica detrás. Además de su vasta experiencia en el mundo gastronómico, Morales es un gran lector que sigue de cerca las innovaciones culinarias que se proponen en la literatura gastronómica. En esta columna nos presenta los libros que ponen en acción la cocina de Escaramuza, y hoy conocemos la técnica de cocción al vacío.

A finales de los noventa, la cocina española se posicionó en el mundo como la vanguardia, luego de desarrollar la transformación más radical de su historia.

Cocineros vascos y catalanes, fuertemente influidos por la alta cocina francesa, venían revalorizando y reinterpretando los alimentos y cocinas de sus comarcas, desde los años sesenta. El producto local se empezó a preparar con deliberada intención de protagonismo. Los platos creaban el relato de la cultura del lugar, y la técnica, cada vez más sofisticada, empezaba a formar parte del mensaje.

Cocinar era cada vez más importante, y la investigación en el ámbito científico era la nueva herramienta. Generaciones más adelante nació la cocina molecular. Mal llamada así, según Ferrán Adriá, su máximo representante, se le debería llamar cocina de investigación.

Eran los noventa y la carrera por presentar la última innovación en el congreso de San Sebastián tenía en vilo a todos: científicos, cocineros y, sobre todo, clientes ávidos de nuevas experiencias. La técnica ya no era parte del mensaje, era el mensaje.

Esferificación, gelificación, nitrógeno líquido. Formas extrañas, texturas inconcebibles, contrastes desconcertantes. Las ollas mezcladas con los tubos de ensayo. Nuevos utensilios, nuevas recetas…, nuevos libros.

En 1997 Joan Roca y Salvador Brugués publicaron La cocina al vacío. En este libro los autores comenzaron preguntándose cómo cocinar un huevo perfecto. Analizaron las distintas proteínas que conforman la clara y la yema, establecieron sus puntos de coagulación y así nació el huevo 65°.

A partir de la cocción del huevo, este libro es un tratado de cocción a baja temperatura, se involucra en todas las carnes y aporta un fichero de temperaturas y tiempos con el cual afrontar cualquier desafío. Además, echa luz sobre la técnica del vacío como herramienta sanitaria y de estiba.

El libro es generoso en detalles técnicos y atractivo en recetas. A diez años de su primera edición, suma a su índice varias preparaciones con vegetales, producto de sus últimas investigaciones.

La cocina al vacío es una obra fundamental porque extendió su influencia permeando todas las cocinas del mundo, más allá de la proximidad que tengan con el movimiento de la cocina molecular.  Hoy todos usamos el Roner, el baño maría con termostato diseñado por Joan Roca y Narcis Caner para facilitar las cocciones al vacío. Es editado por Montagud, la editorial portavoz de la nueva cocina española. Enhorabuena, bienvenida Montagud a Escaramuza, con sus clásicos y sus nuevos libros.

MI EXPERIENCIA CON LA COCINA AL VACÍO

En el año 2004 yo no googleaba las cosas que iba a visitar. No googleaba nada en realidad. Parece otra era de la vida, pero hace solo catorce años todavía me cuestionaba si usar o no teléfono celular. Así que, en julio de ese año, llegué a Ronda, una encantadora ciudad malagueña, a hacer una pasantía en el restaurante Tragabuches sin saber muy bien de qué se trataba.

Sorpresa y emoción sentí cuando me di de bruces con la cocción al vacío.

Ese año todavía estaba en el Tragabuches Dani García, un cocinero malagueño que, a su regreso, tras varios años en el País Vasco con Berasategui, se propuso desarrollar la cocina andaluza en clave de cocina de investigación. Dani, siendo muy joven, ya era uno de los grandes. Ambicioso y desafiante, fue el primero en presentar el nitrógeno líquido para trabajar texturas con el aceite de oliva, su producto emblema. Esa temporada en su restaurante se servía un menú de dieciocho pasos que homenajeaba la cocina popular andaluza.

Recién llegado, sin esperar todo la que iba a aprender en esa cocina-nave espacial, los primeros días me pasé en la sala de producción escamando y limpiando lubinas recién llegadas. La lubina es una espacie del Mediterráneo, semigrasosa, con una morfología muy parecida a la del salmón, pero su carne es blanca. Es muy apreciada, sobre todo si son salvajes, como lo eran estas. Me llamó la atención el pedido de apartar y guardar con mucho cuidado una capa de grasa compacta que tenían en el vientre.

Días después, luego de varios cajones de pescado y algunas toneladas de verduras peladas y picadas, me anunciaron que iba a pasar a ayudar durante el servicio a la estación de pescados.

En un menú de degustación de muchos pasos, cada uno debe ser pequeño en tamaño, contundente en sabor y claro en lo que quiere transmitir. Uno de los pasos era la lubina, que representaba el pescado grillado a carbón que se vendía en los chiringuitos de las playas de Marbella al caer la tarde.

La lubina esperaba en la heladera trozada en tacos de sesenta gramos, con la piel, sin escamas. Al entrar una orden, sabíamos que era el paso número seis, de modo que, cuando se estaba armando el número tres, comenzábamos a prepararla.

Se salaba y pintaba con aceite de oliva antes de introducir los tacos en una bolsa de vacío que cerrábamos y sumergíamos en un gran tacho lleno de agua a sesenta y cinco grados celsius constantes, gracias al Roner. A los pocos minutos, la carne estaba cocida en un punto perfecto, manteniendo intactas todas sus fibras, jugos y sin haber recocinado ni una molécula de proteína. Todo ya había sido fríamente calculado y se ejecutaba con mucha facilidad. Se sacaban del agua y se abría la bolsa. Cada taco de pescado era secado con papel absorbente para llevarlo a dorar del lado de la piel en una plancha, hasta que quedara muy dorada y crocante. Se servía sobre una loza negra para resaltar el blanco nacarado de la carne bajo el plateado brillante y dorado de la piel chamuscada. Era muy bueno y faltaba lo mejor, se bañaba con una cucharada de grasa derretida del vientre, esa que se guardaba con tanto cuidado en la limpieza de los pescados. Era esa grasa derretida, y la piel tostada, lo que activaba el teletransportador para hacerte sentir en la playa, descalzo bajo las estrellas, aunque estuvieras en una sala de restaurante, bastante aburrida, rodeado de solícitos camareros que te hacían un cuento como este antes de cada paso del menú y rellenaban tu copa a cada centímetro cúbico que decidieras beber.

Por eso, este tipo de restaurantes generan opiniones tan encontradas, sobre todo, porque a la hora de la cuenta cualquier opinión se radicaliza. En su defensa digo que, en los buenos ejemplos de este género, sostener tal operación es tanto o más caro que su ya costosa materia prima, y eso abulta un precio que a veces no cubre los costos de investigación. Por otra parte, y siempre dentro de los buenos ejemplos, esta cocina tan sofisticada o «rara» es pensada por gente que domina las bases de la cocina con solvencia para desde ahí crear nuevas técnicas.

El caso de la cocción al vacío derramó hacia todos los estilos, y para quienes hacemos cocina simple de producto es una herramienta que aporta buenas posibilidades. En el menú de Escaramuza no exageramos con el recurso, pero está incorporado como una de nuestras técnicas. Ejemplo de ello son los huevos 65° que usamos para el ensopado o la tira de asado que hacemos a la plancha, las cuales pasan por el Roner en su primera cocción.

Dentro de los libros de cocina que usamos, este quizá sea el más distinto a los demás, y, sin embargo, está bien integrado, conviviendo en permanente conexión, porque, más allá del estilo de sus recetas, la objetividad de sus fichas técnicas lo vuelve universal.

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