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crónicas

LA, Joan Didion y un recuerdo que se resiste al saqueo

Por Rosario Lázaro Igoa / Sábado 17 de marzo de 2018
Joan Didion en Los Ángeles en 1968. Foto: Julian Wasser

El viento que despeina y se mueve al son de las palmeras, las luces de neón que anuncian que uno siempre puede dormir en cualquier autopista. La luz que hace brillar a unos más que a otros; un recuerdo del origen y la lectura de Joan Didion. Rosario Lázaro Igoa nos pasea en taxi por Los Ángeles.

Era la mañana más parecida a una tarde que he visto. Un poco por la diferencia de horario al bajarse de un avión, que aturde cualquier atisbo de orden metabólico, pero mucho más por esa luz inclasificable de Los Ángeles, que no se sabe si es de mañana o si es de tarde. O si recién se vino al mundo, o si ya morimos y esto es una especie de cielo brillante y nítido en el que no sirve de nada pedir explicaciones. Absoluta: luz neta en los carteles, las camionetas gigantescas, los moteles, las autopistas y todo el séquito de sustantivos que se aglutinan en cualquier texto sobre la ciudad de los autos y el icónico cartel que solamente vi desde el avión. Distancias conectadas a través de las autopistas por las que Maria, Mar-ay-a, de Según venga el juego, maneja autos a toda velocidad para ausentarse de víboras y humanos.

A mí me manejaban. Las palmeras pasaban como gigantes melenudos desde el taxi rumbo al océano. Ese olor a nada de las ciudades gringas, en ráfagas por la ventana. «Están tus padres en ese momento», dijo de pronto el jamaiquino autoproclamado médium que iba al volante. Frente al embate de sus palabras, abrí los ojos, sorprendida. Siguió con detalles que no admitían refutación. Minutos antes, me había convencido de testear sus habilidades parapsicológicas. En efecto, ahí estaban mis padres, es decir, no ahí en LA, sino en la imagen que se arremolinó en mi cabeza. Una imagen, quién sabe si recuerdo o si invención abrumada. Lo miré fijo por el retrovisor. Sonreía con dientes muy blancos. «Vamos a hacer otra prueba, lady», dijo entonces con la autoridad que le confería la revelación flamante.

Traté de decir que ya estaba bien, que, si era por traer un recuerdo complicado de la memoria, ya había sido genial de su parte verlo adentro de mis neuronas, o de mi alma imaginativa; pero que mejor en vez de cerrar los ojos para seguirle el juego, podía abrirlos bien grandes y ver la ciudad. Mirar hacia afuera y descubrir la aglomeración en la que Maria da vueltas y vueltas, llena de drogas. O de la que quiere huir: «Se imaginó conduciendo, ideando audaces cambios de carril, estratégicos cambios de marcha, por la carretera de Hollywood a San Bernardino y todo recto, más allá de Barstow, más allá de Baker, directa al centro hueco, duro y blanco del mundo». Pero no dije nada. Y cerré los ojos para que siguiera la cirugía. El jamaiquino repitió un mantra indescifrable, le pidió a algún dios que no conozco que me dejara soltar ese «trauma». Así lo denominaba, pero con la o de la pronunciación en inglés en el medio: troma.

 «Podés abrir los ojos», pidió al terminar el murmullo de conjuros. Le hice caso. Creo que preguntó si el recuerdo había cambiado, a lo que me apuré para descubrir si eso había surgido efecto o no. Quise acceder a la imagen, a ese momento tan lejos de Los Ángeles y tan adherido a mí misma. No pude. Traté de visualizarla de nuevo. Diseccionado, el troma flotaba en una nube, como si tuviera otra dueña. La distancia era encantadora. No pude más que reírme. Igual, la burbuja se desvaneció un rato después, cuando el taxi me dejó en uno de los muchos hoteles de la costa. El sol parecía seguir en el mismo lugar y el Pacífico era un espejo brillante ajeno a estos saqueos.


 Te recomendamos leer:

Según venga el juego
Didion, Joan
Literatura Random House (2016)
Páginas: 192
UYU 450

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