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el folletín filosófico

Imantada VI

Por Aldo Mazzucchelli Mazzucchelli / Lunes 18 de diciembre de 2017
En esta nueva entrega del Folletín Filosófico de Aldo Mazzucchelli, la «Imantada VI» viene a hablarnos del lugar del escritor en este ahora que nos encuentra a todos con la posibilidad de ser uno de ellos, o al menos de creer que podemos hacerlo. En una era en la que proliferan publicaciones, editoriales, concursos, lectores y escritores, es difícil encontrar al verdadero escritor, ¿dónde está?, ¿cómo se lo reconoce como tal?

Una vez comprendido y consiguientemente abandonado el gesto de los «géneros literarios», no haría falta escribir más que un solo libro. Pero si uno escribe dos, se verá siempre obligado a escribir un tercero. Lo que el primer libro no contenía y se sintió la ausencia, es decir, la necesidad, de que ocupase el segundo, es lo que ha desequilibrado la unidad originaria de las letras. Debido a ese fenómeno de proliferación, que debe ser en parte uno de los tantos hijos de la soberbia individual, la escritura se ha vuelto una ocupación casi popular. Pero el asunto es engañoso. La lectura de lo que se escribe nos vuelve a convencer de que escritores siempre ha habido pocos. Pero los gestos de la escritura sufrieron el mismo proceso de adocenamiento en su representación que todo lo demás. Es difícil que todo el mundo se vuelva marinero, porque la operación de navegar involucra un nivel de aparatosidad que la vuelve inaccesible para la mayoría. En cambio, la escritura, cuya realidad es un poco de carácter secreto, permite que muchos fingidores la adopten. El costo es muy bajo, y la recompensa de ser considerado escritor solía ser muy alta. Naturalmente, al reproducirse mucho el número de escritores, ha habido que repartir las recompensas simbólicas entre un número cada vez más inflacionario, más alto. Ese número ha crecido, y creo que ha alcanzado una cifra determinada en donde, al excedernos una unidad de ella, se ha producido un fenómeno de implosión. Es así que hoy la recompensa por ser verdaderamente escritor tiende a cero si se la busca en el tiempo presente. Pero quien escriba encontrará su recompensa. Esta emigra hacia afuera de los lugares consabidos, corrompidos de obviedades. Es decir, no se es escritor ya por publicar en editoriales transnacionales o por ser parte de gremios de autores; no por presentarse a concursos—en su inmensa mayoría son farsas amañadas a la luz del día por grupos de control—; no por autodenominarse escritor en las redes sociales o por reproducir los gestos bélicos y territoriales de un intelectual de hace cien años. En cambio, un escritor simplemente reconoce al otro. La escritura es una cuestión de congéneres que se toleran y se aman secretamente en circuito cerrado. Fuera del circuito cerrado, los escritores del hoy reproducirán los gestos ya codificados de una representación en la que apresurarse a entrar ha tenido, a menudo, el costo más alto.

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