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monstruos, sentido, imagen y silencio

Una charla de peluquería con Lucrecia Martel

Por Gonzalo Torrens / Viernes 22 de junio de 2018
Foto: Jeremías Segovia

El pasado 9 de junio de 2018, la cineasta argentina, Lucrecia Martel, visitó la Escuela de Cine del Uruguay y, entre el público que la escuchaba extasiado, estaba Gonzalo Torrens viviendo toda la charla —entre técnica, de boliche y existencial—, a través de un rectángulo de aire, dentro de una cabina, tras bambalinas.

El ómnibus no se detuvo, venía cargadísimo.

El siguiente pasó con un retraso cercano a los quince minutos. Cuando me bajé en la parada de Benito Blanco y José Martí, apuré las patas tanto como pude con mi mochila, mi campera y un cuaderno todavía virgen en la mano.

La cola de concurrentes llegaba hasta la esquina de la calle, comenzando desde la puerta misma del cine. Caras en su mayoría conocidas, estudiantes, realizadores, compañeros de trabajo; mi novio reconoció a varios de un antiguo curso de psicoanálisis.

Llegué tarde, subí corriendo a la cabina; tenía que empezar la proyección, Lucrecia había dicho que no pensaba proyectar nada, pero nosotros habíamos preparado un fondo para la charla y algunos detalles para amenizar la entrada a los oyentes.

Al cabo de unos minutos, la puerta de la cabina se abrió de imprevisto.

Enrique (el director de la Escuela) me presentó a Lucrecia, y Lucrecia me contó que tenía algunos materiales para proyectar, lo había decidido a último momento y por esto mismo se disculpó.

La noticia no era precisamente buena.

Esperaba poder ir a la sala, les había dicho a mis amigos que me reservaran con celo un buen lugar; la idea de tener que estar atento a la proyección detrás de una computadora no era parte del plan.

El primer video estaba reproduciéndose: en la pantalla del cine una mujer, de espaldas a la cámara, era peinada por una mano que venía desde fuera de cuadro, con un cuidado cuasi quirúrgico.

Todo estaba bien, podía apoyarme contra un pequeñito rectángulo de aire en la cabina por donde me cabían la oreja entera o los dos ojos, pero no las tres cosas al mismo tiempo.

Lucrecia empezó hablando de la inmersión, de ese fenómeno que ocurre cuando hundimos la cabeza bajo el agua y escuchamos por primera vez el mundo sumergidos, el sonido desde otro entorno de la física.

Habló del aire, que aquello era en verdad algo cinematográfico, el sonido y nosotros allí (no yo exactamente, pero ellos sí), en la sala, mirando una pantalla, compartiendo el mismo aire por el que viajaba toda esa información, puesto que de alguna forma todo eso tenía que ver con la experiencia de la inmersión, y la experiencia de la inmersión era una de las más poderosas que ofrecía el cine.

Tosía mucho y hablaba bajito; pensé varias veces que, si me daba alguna indicación, de seguro me la perdería y podía ser un papelón.

Continuó hablando del sonido, de cómo en sus películas era importante que nunca se usara para subrayar la realidad, para reafirmarla, y, aunque parecía obvio, ahora que lo decía, yo siempre terminaba pensando al sonido como rehén de la imagen, y este empoderamiento me resultaba muy seductor.

Claro que el sonido no tiene por qué subrayar lo «real», claro que no tiene por qué estar necesariamente atado a la imagen, ¿qué sentido tiene eso?

Entonces preguntó si tenían algo para dibujar, yo hubiese contestado que sí, ¡mi cuaderno virgen! Pero había sido una buena idea sin lujo de provecho.

Lucrecia los puso a dibujar un ejercicio, una mujer mirando un reloj de alarma y una mujer escuchando la alarma de un reloj. El ejercicio consistía en que ella podía adivinar con éxito en qué lado habíamos dibujado a la mujer, con qué corte de cabello y qué clase de reloj; incluso (y esto fue un poco asombroso) la hora en la que algunos habíamos colocado las agujas.

No era clarividencia, se trataba en todo caso de ilustrar de manera gráfica ciertas características que compartimos a la hora de pensar en la imagen por contraste del sonido. La imagen genera sentido, dirección, domina; el sonido generalmente salía del reloj en forma de rayitas aleatorias, sin tanta flecha diligente, sin un sentido específico. Esta característica no oficiaba como falencia del sonido frente a la imagen, sino todo lo contrario, en esta naturaleza existen condiciones para poner la imagen en tela de juicio, para quebrar con un orden establecido.

Y esto era solo un costado, el experimento del dibujo ayudaba a concientizar algunas convenciones que hacemos a menudo, contratos que establecemos con la realidad y su representación, y que establecen cómo contamos las historias y cómo queremos que nos las cuenten. Al parecer, estamos inmersos en algo más que en el aire de la sala, que en el agua de la pileta; y es ahí, en ese terreno, donde existe un campo de juego infernal para un cineasta.

Lucrecia habló de la trama y se desvinculó del rótulo de poetisa. «Si en algún momento pudiste ver otras cosas en alguna película mía, fue porque yo te liberé de la dictadura de la trama», bromeó.

Habló de los finales y retomó la idea del sentido: «¿Quién puede espoilear 2001: Odisea del espacio? Esas películas que son espoileables, que se arruinan si se cuenta el final, ¿por qué comparten ese destino?, ¿qué lógica es esa de que solamente al final vamos a poder entender las cosas?, ¿por qué aceptamos tan obedientes esa línea de tiempo, esa flecha, ese sentido? Para mí no es más que otra idea heredada de la cultura judeo-cristiana».

Para este momento era obvio que Lucrecia ya no me iba a dar indicaciones, no proyectaría más nada. En la pantalla del cine una mano fantasma continuaba peinando el cabello de diferentes mujeres, en eso tuve suerte, le había dado repetir al video y nunca tuve que moverme de la ventanilla.

Era curioso lo de la flecha y el sentido, tenía Zama muy fresca en mi memoria y pensaba que nunca sentí, durante el transcurso de esa película, que la historia necesariamente avanzara en un sentido o que hubiese una linealidad clara en el tiempo; todo lo contrario, el tiempo era confuso, pero implacable, y lo castigaba al personaje y al espectador, y el sentido era un despropósito. Tanto ocuparse del sentido, cuando la vida, si hay algo que no tiene claro, es un sentido especifico; y me volví a mi rendija de la cabina con la oreja metida adentro del cine y mi memoria junto a Don Diego de Zama, a bordo de una balsa, rodeado de algas verdes fosforescentes.

No era una provocación tribunera, quien haya visto alguna película suya puede reconocer el enorme amor al cine que hay en ellas, un amor conocedor, de un ojo que ha visto muchas películas (claramente, unas cuantas de terror, eso casi sin duda).

«Mis películas son muy clásicas», dijo una y otra vez. «No estoy diciendo que hagan un cine punk y rompan todo, hay obras maestras que cumplen con las convenciones del cine mainstream y son maravillosas, lo que pretendo decir es que resulta peligroso cuando un discurso se vuelve hegemónico.»

A sus espaldas reaparecía la primera de las chicas del video, el cabello larguísimo, la mano la peinaba en ondas finas de movimientos cortos.

Entonces Lucrecia habló del tiempo, el mismo tiempo que obsesionaba también a Tarkovski en su búsqueda de un cine puro y honesto. El cine como telaraña que atrapa todo lo que toca y la funcionalidad de un sistema sociocultural que perpetúa el olvido como mecanismo de supervivencia.

«No quiero ser demagógica con esto, pero hay que estar muy educado para olvidarse de que en otro lado otra persona está pasando hambre o no tiene las mismas cosas que yo, que existe el otro, ¿cómo se lucha contra ese olvido?»

Un momento de iluminación particular previo a que terminase la charla fue cuando habló de la concepción de sus personajes como «monstruos» (esta palabra me quemó la pradera). Uno está educado para pensar que necesita saberlo todo acerca de sus personajes, qué comen, a qué hora, qué tan a punto les gusta su carne, y, de pronto, verlos impredecibles convertidos en «monstruos» me hizo sentir liberado; si resulta que, para escribir, no hay que saberlo todo, escribir resulta entonces más posible.

Y esta idea de no construir a los personajes desde la comodidad del prejuicio y darle terreno al «monstruo», para que aparezca y se manifieste, es una idea poderosa, una idea emancipadora.

La película aparece, los monstruos la traen consigo.

Foto: Jeremías Segovia

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