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Más allá de la educación sentimental

Madres: actrices secundarias tan tiernas como siniestras

Por Tamara Tenenbaum / Martes 20 de octubre de 2020
«Desayuno en la cama», de Mary Cassatt (1897)

Las madres en la literatura se nos muestran como personajes secundarios, que asumen la crianza como «tierno deber» o con siniestra represión y dureza, especialmente para con las hijas. Tamara Tenenbaum disecciona estos arquetipos femeninos desde dos ópticas: la maternidad como posición y la maternidad como experiencia.

Hay algo en la palabra madre que, como sucede con amiga o hermana, ya hace pensar en una posición secundaria: la madre es necesariamente la madre de alguien, probablemente de la (o el) protagonista de la historia. En el caso de la madre, además, hay una cuestión generacional: la madre ya pasó del lado de la vida que no importa, la orilla en la que las decisiones más cruciales ya han sido tomadas. Supongo que toda esta catarata de prejuicios tiene que ver sobre todo con mis lecturas formativas, las novelas inglesas de matrimonio: cuando el camino más importante de la heroína es el de la elección de un marido, aquellas que ya han pasado por eso no tienen demasiado que contar.

Y sin embargo, aun desde esas posiciones no protagónicas, hay madres memorables en las novelas del siglo XIX; más si una vuelve a ellas a otra edad, ya más cerca de las madres que de las hijas. Marmee, la madre de las Mujercitas, es probablemente una de las más famosas. Su carácter relacional es innegable desde el hecho de que ni siquiera la conocemos por su nombre de pila (Marmee es como decir mamá), y también porque su función la mayor parte del tiempo es educar, disciplinar y consolar a las mujercitas; así y todo, Alcott deja sembradas algunas huellas en relación con el punto de vista de Marmee (no solo qué se sentiría ser su hija, sino qué se sentiría ser ella) que son densas cuando se las mira de cerca, y que están muy próximas a las preguntas por la relación entre maternidad y subjetividad que aparece en la literatura contemporánea.

Estos rastros aparecen subrayados en la adaptación cinematográfica de Greta Gerwig de 2019: mientras que en la versión de la década del 90 el personaje de Marmee (encarnado por Susan Sarandon) nunca salía de su dulzura maternal, Gerwig se adentra en el punto de vista de Marmee para mostrarnos una madre vulnerable y agotada, que a veces se siente sola. La Marmee que en 2017 actuó Laura Dern es una mezcla entre el personaje de Mujercitas y la verdadera madre de Louisa May Alcott, cuya situación conocemos por relatos, diarios y cartas; sabemos que la madre de Louisa estaba sobrepasada por la necesidad de ocuparse de sus hijas mientras su marido, Bronson Alcott, se ocupaba de sus experimentos sociológicos y pedagógicos; que estaba siempre harta y cansada de estar buscando cómo darle de comer a su familia porque su marido hacía de todo menos trabajar, y que a Louisa esto no le hacía mucha gracia. Gerwig toma de estos testimonios muchos matices, pero la escena central de esta construcción no sale de ninguna fuente paralela, sino de Mujercitas: es una escena famosa, famosa y feroz, en la que Jo se está lamentando por sus ataques de ira que a veces la llevan a lugares oscuros e incontrolables, y Marmee le confiesa que, aunque no parezca, ella está enojada todo el tiempo. Es un discurso al que hoy quizás estamos acostumbradas —la idea de que la maternidad es una cosa agotadora e intensa y no solamente un cúmulo de amor y mariposas— pero que definitivamente no era común en esa época, y mucho menos de una madre que había sido catalogada como una «buena madre», y más aún, el paradigma de la buena madre, como es el caso de Marmee.

No hubiera sido demasiado sorprendente, en cambio, que una cosa así la dijera la señora Bennett, la madre de las chicas de Orgullo y prejuicio, que desde el minuto uno se presenta como una madre egoísta, mezquina y quejosa. Siempre me pregunté qué problema habría tenido Austen con las madres: la señora Bennett era prácticamente una villana, Emma Woodhouse de Emma era huérfana de madre y Fanny de Mansfield Park se fue de la casa de su familia pobre a criarse a la de sus tíos ricos y olvidó a su madre para siempre. Lo más cercano a una buena madre que hay en su obra, si no recuerdo mal, es la madre de las chicas de Sensatez y sentimientos, y así y todo, es interesante que —a diferencia de lo que hace Alcott con Marmee— Austen no pone a la madre de las Dashwood en un lugar de sabiduría; Elinor, la hermana sensata, tiene que lidiar con los excesos sentimentales de su hermana Marianne y con los de su madre; Elinor le aconseja moderación a su hermana, pero no tiene a quién acudir para conversar sus propias penas de amor. Las madres, en la literatura de Austen, son una carga poco más o poco menos benigna, pero nunca un punto de apoyo. La heroína debe hacer su camino sola, y ese camino se trata más de despegarse de su madre que de acercarse a ella. En las novelas de Austen las madres representan, casi sin excepciones, un pasado o una vergüenza: algo de lo que hay que huir para crecer. El matrimonio se presenta entonces, no como un destino triste (como se le aparece a Jo en la primera parte de Mujercitas), sino todo lo contrario, como la posibilidad de una fuga: no la forma de devenir la madre, sino de liberarse de la propia madre.

La figura de la madre que le pesa a el o la protagonista (sobre todo, en realidad, a la protagonista) tiene muchas encarnaciones en literaturas muy diversas: la madre castradora de Carrie en la novela homónima de Stephen King es una de las más célebres de la cultura pop (y reversionada ella misma muchas veces: la madre de Nina en la película El cisne negro de Darren Aronofsky se inspira claramente en ella), pero muchos años antes hubo otra madre villana y carcelera, la Bernarda Alba de Federico García Lorca. Estas madres son pura maldad, puro obstáculo: no se nos ofrecen vías de ingreso a su subjetividad. Su maldad puede tener un relato de origen pero rara vez una explicación que las haga humanas: son sobre todo representaciones arquetípicas, el útero viscoso que no quiere dejar escapar a su prole, mujeres que atrapan y estrangulan a sus hijas entre sus piernas como si fueran arañas. En una lectura feminista, podríamos decir que las madres villanas hablan de la familia como una fuerza destructiva y salvaje, pero también de la femineidad, en especial porque en general aparecen en relaciones madre-hija antes que madre-hijo: representan el miedo de la heroína a ser engullida por lo femenino, por eso que te saca de la vida y te convierte en «el ángel del hogar» (que más que ángel termina siendo un demonio).

Me seducen muchísimo —creo que se nota— esas madres siniestras y todo lo que producen en términos literarios y filosóficos; pero también creo que vale la pena prestar atención a ese giro contemporáneo que retoma un poco el hilo lanzado por Louisa May Alcott, ese que no se trata de las villanas «puras» sino del modo en que la oscuridad se cuela en la ternura y que intenta además ponerse en la piel de esas mujeres ambiguas, mostrarnos lo que ellas ven y sienten. Es una búsqueda que se mueve de la figura de la madre a la perspectiva de la madre, de la maternidad como posición a la maternidad como experiencia: encuentro esas voces en la literatura y las crónicas de mujeres madres y no madres de todas partes, desde norteamericanas como Jane Lazarre y Lorrie Moore hasta argentinas como Marina Yuszczuk, Ariana Harwicz y Samanta Schweblin. Además de la Marmee que vive enojada sin poder soltarse la cadena para romper todo, ellas tienen otra madre: Nora de Una casa de muñecas, ese caso límite que escribió Ibsen de la mujer que finalmente se anima y, en una decisión que incluso hoy sería totalmente escandalosa, abandona a su marido, su casa y sus hijos para siempre.

En esta división algo precaria que hice, los relatos de la maternidad como posición hablan de la familia como imposición, de lo que nos retiene: los relatos de la maternidad como experiencia, en cambio, hablan del deseo, de las contradicciones infinitas que emergen cuando las decisiones que tomamos con el cuerpo se mezclan necesariamente —como todas las que tienen que ver con el deseo— con los cuerpos de otros. 

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