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Más allá de la educación sentimental

Locas: entre el ático y la literatura

Por Tamara Tenenbaum / Viernes 29 de noviembre de 2019
«Ofelia» de John Everett Millais (1852)

«La loca del ático» es una mujer que se deja atravesar por sus emociones, que trasciende la corrección normativa, una mujer cuya animalidad es temida, denostada e incluso romantizada según la época. Tamara Tenenbaum nos acerca a algunas de «las locas» más conocidas de la literatura desde la crítica literaria feminista.

La primera loca que conocí en la literatura, estoy casi segura, fue la Bertha Mason de Jane Eyre. Bertha era la primera esposa de Edward Rochester, el galán a cuya casa fue a trabajar como institutriz nuestra heroína, la joven Jane. Después de las correspondientes idas y vueltas, Rochester y Jane están frente al altar cuando un caballero viene a hacer una objeción: Edward no puede casarse sin incurrir en la bigamia, porque tiene una esposa, Bertha, y está viva, encerrada en una habitación de la mansión de Rochester. Para justificarse ante el párroco y ante Jane, Edward lleva a todos los presentes en la pequeña boda a conocer a Bertha y mostrarles que lo que él tiene no es una esposa, sino una fiera. Jane Eyre está escrita en primera persona, de modo que no hay un narrador omnisciente que nos permita pensar un hueco entre lo que Jane ve y la realidad. Vemos a Bertha solo a través de los ojos de Jane y la voz de Rochester citada por ella, y en el discurso de ambos leemos lo mismo: una mujer insensata, agresiva y peligrosa, al punto que ya casi no parece una mujer. Rochester explica cómo su familia lo engañó para casarse con Bertha, hija de una familia muy rica, de origen creole, y cómo su juventud y la —luego desvanecida— belleza de Bertha lo hicieron precipitarse en ese matrimonio que no le trajo más que tormentos, con una mujer que a cada cosa que él contaba solo tenía una respuesta mitad malvada y mitad imbécil. Aún así, en su generosidad, Rochester la había mantenido en su casa en lugar de internarla, y aunque había intentado tapar su soledad con amantes, nunca había sido tan feliz como ante la perspectiva de casarse con Jane. Quienes leyeron la novela o vieron alguna versión fílmica saben cómo sigue: Jane se va, hereda una fortuna, Bertha muere en un incendio que ella misma provoca y eso le deja a Rochester el camino libre para nuestro final feliz.

Me gustaría decir que a los doce o trece años, cuando leí Jane Eyre, el personaje de Bertha me pareció más atractivo y revulsivo que el de Jane, una chica insípida que más allá de algunas mini rebeldías infantiles hizo más o menos todo lo que una joven de su posición social tenía que hacer: me gustaría decirlo, pero no sería cierto. La verdad es que entré como un caballo en el relato de Jane, en su forma de ver el mundo. Charlotte Brontë construyó una heroína tan magnífica, inteligente y chispeante que ni reparé en Bertha más que como un oscuro obstáculo en la trama hasta que no leí, ya en la universidad, The Madwoman in the Attic (literalmente «la loca en el ático») de Sandra Gilbert y Susan Gubar. En este libro de 1979 —que, aunque en algunos aspectos hoy pueda sonar anticuado, es uno de los textos fundacionales de la crítica literaria feminista— Gilbert y Gubar analizaban la obra de varias escritoras del siglo XIX, intentando rastrear en sus obras esos caminos que la crítica patriarcal había dejado sin explorar; y en particular, claro, se ocuparon de esa figura que protagoniza el título, «la loca encerrada en el ático». Yo no solamente no había pensado en el trasfondo claramente racista y colonialista de la «salvaje creole»; no había reparado tampoco en que Bertha era una especie de doble de Jane, y que ese tropo —la idea de una loca como «espejo» de la heroína— se repetía en otras novelas. Bertha, como dice el propio Rochester en Jane Eyre, era todo lo que Jane no era y, más aún, era todo lo que ella no debía ser: promiscua, peligrosa, violenta, desagradable e imposible de adaptar al matrimonio, la familia y la vida burguesa.

La figura de la loca nos acompaña culturalmente desde hace mucho, pero fue mutando: de hecho, podemos rastrear la relación que distintas épocas establecieron entre la femineidad y la locura a partir de cómo eligieron representar a la Ofelia de Shakespeare. Ofelia es un personaje misterioso: no es protagonista como Julieta ni cumple el rol pivotal en la trama de una Lady Macbeth, y quizás por eso, por todo el espacio vacío que deja su personaje, cada era se permitió reinterpretarla y llenarla con sus propias preguntas y valoraciones, como explica la especialista Elaine Showalter en su artículo «Representando a Ofelia: mujeres, locura y las responsabilidades de la crítica feminista»[1]: así, por ejemplo, mientras el teatro del siglo XVIII representó a Ofelia como una dulce e inocente doncella, eliminando todos los elementos potencialmente subversivos de la escena de la locura, en el siglo XIX el romanticismo propuso un revival de la figura de una Ofelia desatada, ubicándola como objeto de admiración y deseo. El posterior furor de la psiquiatría también tuvo efecto en las representaciones de Ofelia: las actrices, que intentaban cada vez más representar diagnósticos específicos, iban de visita a los asilos y se sorprendían con lo poco que se parecían las internas a las Ofelias lánguidas y sensibles que ellas querían representar. Citando a su vez a la crítica Bridget Lyons, Showalter explica que de todos los personajes en Shakespeare, Ofelia es la que más veces ha sido caracterizada en términos simbólicos: para la crítica durante años, su función fue primariamente iconográfica. Los significados simbólicos de Ofelia, además, vehiculizan mensajes específicos sobre la femineidad y la sexualidad: mientras que en Hamlet la locura es metafísica, proveniente de la cultura, en Ofelia es un producto del cuerpo y la naturaleza femenina. Su vestido blanco y virginal contrasta con el negro que lleva Hamlet, y las flores que la acompañan evocan imágenes contradictorias de pureza y promiscuidad. Su brote de locura produce un vocabulario indecoroso y licencias verbales que le eran inaccesibles como la buena hija que era antes y resultan en su muerte. Ahogarse también estaba asociado con lo femenino, con la fluidez femenina, en contraposición a la aridez masculina.

Muchas líneas que aparecen en lecturas sobre Ofelia nos conectan con los modos en que el arquetipo de la loca —y sus mil ramificaciones: la intensa, la desesperada, la loca linda— siguen funcionando a nuestro alrededor, en la cultura popular y también en el miedo permanente de las mujeres a ser identificadas con ese apelativo. La erotomanía, o la idea de que es la falta de un varón lo que hace que una mujer pierda la cabeza, está muy presente en «la loca linda» pero algo patética de la saga Bridget Jones. En la lectura de algunas feministas francesas como Luce Irigaray, Ofelia simboliza la imposibilidad de representar lo femenino en el discurso patriarcal como otra cosa que no sea la locura, la incoherencia, la fluidez o el silencio: algo de esto puede verse, por ejemplo, en una película como 500 días con ella, en la que —lo sepa la película o no, no queda del todo claro— Summer aparece como una figura tan misteriosa y caprichosa como falta de agencia, y todo lo que sabemos de ella está atravesado por esa mezcla de idealización y desdén con que la mira el protagonista de la película. También nos encontramos con subversiones del arquetipo: así, las chicas Almodóvar —emblemáticamente, las de Mujeres al borde de un ataque de nervios— representan, como Ofelia, esas emociones desbordadas que los varones tienen miedo de reconocer en su propio ser, tema que aparece explícitamente vinculado a la muerte de Ofelia.

Años después de la publicación de Jane Eyre, la propia Charlotte Brontë se arrepintió en una carta de la falta de compasión que tuvo en su libro con Bertha. Personalmente, yo no le cambiaría a Jane Eyre ni una coma, como no se las cambiaría, tampoco, a ninguno de los relatos en los que aparecen mis locas favoritas de ayer y de hoy, aunque analice y critique sus condiciones de producción hasta que me muera. Quizás es ese hiato, esa contradicción permanente entre amar y entender, el desafío de la crítica literaria feminista; y no es extraño que Gilbert y Gubar hayan elegido titular a un texto clave de esa tradición aludiendo a la loca del ático. En la loca, en nuestra relación ardiente y paradójica con ella, se funda ese espíritu que necesitamos para leer una tradición que adoramos sin dejar de mirarla a los ojos con firmeza.

 

[1] Showalter, E. «Representing Ophelia: women, madness, and the responsibilities of feminist criticism» en Shakespeare and the Question of Theory (1985).

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