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la nueva era de cinemateca

La última película

Por Gonzalo Torrens / Miércoles 28 de noviembre de 2018
Fachada actual de Cinemateca 18

Gonzalo Torrens vive el cine con la intensidad con que deben vivirse las cosas que nos apasionan. En plena mudanza de las salas clásicas de Cinemateca a un futuro que augura comodidad y tecnología, Gonzalo nos invita a adentrarnos en las butacas y la oscuridad de antaño, y asistir así a la proyección de esta transformación.

Entré unos segundos a la sala con mucho cuidado de que el telón de la arcada no filtrase la luz de afuera. Siempre tuve ese cuidado, no hay nada más detestable que luces entrometidas en una sala completamente a oscuras.

En mi horizonte cercano se dibujaban decenas de siluetas a contraluz de la pantalla, y delante de ellas Extraños en el paraíso de Jim Jarmusch, en un blanco y negro lacónico, en comunión con la sala y la negrura de las siluetas allí recortadas.

Entonces pensé en la pantalla y en el silencio.

Ahí, en esa hermosa oscuridad, sería la última vez que se proyectaría una película.

La muerte les llega a todas las cosas. Pensé en mis días de estudiante de Cine, cuando hice mi primer trabajo de fotografía en esa sala y aún estaban las butacas verdes (incómodas como los mil infiernos); en mi labor de proyeccionista durante los cuatro días que dura el Festival Internacional de Escuelas, internado en la cabina de proyección entre bobinas y restos de celuloide; en mis rituales diarios como funcionario de la ECU, escudriñando durante mis ratos libres, detrás de la cortina, para adivinar cuántos espectadores había adentro de la sala, para admirarlos en secreto y recordarme eso mismo que me impulsó a querer dedicarme al cine.

La muerte les llega a todas las cosas. Y compartí con los últimos espectadores parado en silencio al fondo de la sala, como un último ritual, una despedida cariñosa, y todos los recuerdos vinieron a socorrerme…, todas las películas.

En algún rincón de mi memoria, como un perfume que no se huele hace muchos años, está el grabado que adornaba las puertas de entrada a las salas del cine Trocadero (que luego fue una iglesia pentecostal y ahora es una tienda de ropa) por algún motivo mi cabeza de niño le tomó una radiografía a esos grabados que todavía hoy encuentran lugar en esta nota. Y es que para mí ocurría algo mágico una vez que se atravesaban esas puertas, algo del orden de lo inmaterial, de lo indecible. Por eso es que me empeñaba tanto en cuidar cada detalle cuando iba al cine; era un niño majadero, me tomaba mi tiempo para buscar el mejor asiento de la sala (el mejor asiento es exactamente al medio y adelante, preferentemente más cerca de la pantalla que más lejos) por eso es que llevaba una campera de sobra, por si se sentaba delante mío una persona más alta y tenía que elevar mi estatura un par de centímetros; por eso es que desarrollé un temperamento irascible con las personas que hablan durante una película, o aquellas que se cruzan indiscriminadamente por delante de la pantalla, o las que por alguna razón revuelven el pop como una mezcladora de cemento.

Por ahí tengo bastante tela para que mi terapeuta teja acerca de mis comportamientos obsesivos.

Hace pocos meses en una clase, un alumno me preguntó que opinión tenía al respecto de Netflix, y la idea de ver cine desde casa, y la posibilidad de que eventualmente las salas desaparezcan y una cosa termine por reemplazar a la otra; no hay caso, el cine no fue hecho para verse en una televisión;

el cine no fue hecho para verse en las casas, y las casas no pueden ser salas de cine.

No importa qué tan grandes sean los televisores o qué tan bueno sea el proyector. Las casas son casas y las salas de cine son salas de cine.

«Tratá de reproducir una experiencia colectiva estando solo en el living de tu casa a ver qué suerte tenés», le contesté, «y aunque juntes a veinte personas tampoco sería lo mismo»; no solo porque seguramente esas veinte personas no sean completos extraños, unidos únicamente por una película, sino también por lo que atañe a la experiencia y a la carga emotiva del espacio.

Ah sí, la espacialidad en el cine no lo es todo…, pero casi.

Ir a una sala de cine, salir de casa, sentarse en la oscuridad entre desconocidos, espiar juntos por una pantalla, eso no lo puede ofrecer Netflix.

Las casas están vivas de otra manera y teñidas de otras experiencias, es imposible intentar despojarlas de su condición de casa y hacerlo supondría el fracaso.

Y digo esto a sabiendas de que el cine como lugar está cambiando continuamente.

Las modernas salas comerciales están ubicadas en shoppings, operan como tiendas dentro de un conglomerado de otras tiendas, y las viejas salas dedicadas exclusivamente a la proyección de películas tienden a desaparecer para convertirse en iglesias o centros comerciales; hasta los rituales son distintos.

En las salas comerciales ya ni siquiera hay oscuridad, siempre hay luces encendidas en las escaleras, los pasillos y los pasamanos, no solo antes de la proyección, sino durante toda la película. Mi yo de siete años se volvería completamente loco. El momento de oscuridad era un tesoro, porque para la magia es necesario el preámbulo, la expectativa, eso que Michael Caine denominaba la prenda cuando describía las tres partes fundamentales de un acto de ilusionismo en The Prestige (El gran truco).

Pero, claro, hoy ya no es tan así, porque ni oscuridad hay; tampoco hay silencio, cuando no hay tandas publicitarias hay canciones de moda que suenan a todo trapo, y no quiero parecer con esto un viejo de treinta y dos años, solo estoy marcando algunas diferencias; lo que sí creo que es evidente es que hay una construcción diferente desde lo simbólico, desde lo que significa el cine como fenómeno, y ocurre por esa dualidad que le es inexorable a su propia condición de ser arte y ser industria.

Es en esa dualidad donde siempre existió espacio para la aventura en las salas de Cinemateca, ahí se cruzaban Spielberg con David Lynch, Ingmar Bergman con Robert Rodriguez y El Noctámbulo con Terminator.

Y en esas aventuras uno hacía sus propias historias, en la sala dos (la más pequeña de todas las salas que ahora se despiden) conocí a uno de mis mejores amigos, por ejemplo, ambos estábamos haciendo fila para ver La historia del camello llorón; recuerdo que los subtítulos se reproducían en vivo en una suerte de teleprónter, y era imposible que llegasen a tiempo para coincidir con los diálogos.

Confieso (más de un socio me colgaría por esto) que no era mi sala preferida, y que yo estaba habituado a la espectacularidad de Cinemateca 18, quizá porque fue allí donde pisé por primera vez una cabina de proyección o, simplemente, porque estaba sobre la avenida donde vivían los cines cuando era un niño.

Mi barrio es de casas bajas y veredas anchas, ir a 18 de Julio era ir al cine, era ver las marquesinas del Trocadero asomándose entre los edificios, las fachadas del cine Plaza tapizadas de fotografías de películas, el cine Ópera donde vi Las aventuras de chatrán (y que confundí con el banco que está en la otra esquina) y, por supuesto, la Cinemateca 18, que no conocería sino hasta ser más grande.

En esa sala participé de un pequeño escándalo más cercano en el tiempo;

ocurrió durante el estreno de un corto que habíamos dirigido junto a un amigo en el marco del Festival Internacional de Cinemateca, un señor nos pidió a los gritos que nos quitáramos el gorro que llevábamos puesto justo cuando los dos (mi amigo y yo) acabábamos de descubrir que nos estábamos quedando pelados y que aquella era la única estratagema que teníamos para salvaguardar nuestra dignidad.

La pulseada con el hombre duró más de lo imaginado, y el escándalo ocurrió delante de dos chicas que nos gustaban; en el preciso momento en que daba inicio la proyección del corto, terminamos sacándonos el gorro a regañadientes.

Toda una verdadera salida del closet.

Al final el tipo nos vino a felicitar, nos dijo que le había gustado mucho el cortometraje y que aquello del gorro era un tema de respeto.

«Hay que tener respeto cuando se entra a una sala de cine», nos dijo;

yo me escudé en que los gorros eran de sol y no de copa, pero lo cierto es que me moría de vergüenza, en otro tiempo y con una cabellera más plena, no hubiese entrado de gorro al cine.

Hay una película de Peter Bogdanovich (uno de esos directores que merecen más reconocimiento del que tienen) que es una completa hermosura y se llama

The Last Picture Show; aquí se la conoció como La última película.

Es la historia de un grupo de amigos cercanos a los veinte que viven en un pueblo mortecino de Texas donde nunca pasa nada interesante y la gente no cambia: envejece y se muere, o se va y desaparece del mismo modo.

En ese pueblo hay un cine a punto de cerrar, precisamente el único punto de escape y (valga la redundancia) de proyección que tienen todos esos jóvenes.

No puedo imaginarme una película que me haga acordar tanto a nosotros.

La historia toma lugar en los años cincuenta, es la era de la televisión y en ese contexto ocurre también una mudanza, una transformación del cine como lugar, un cambio que empuja las cosas a su muerte.

El título evoca la última película que proyectará el cine antes que cierre y desaparezca. The Last Picture Show estuvo rezumbando en mi cabeza estos días, entre la despedida de las salas y el cierre del videoclub, no puedo menos que pensar en ella, no puedo menos que traerla.

El próximo 6 de diciembre Cinemateca estrenará nuevas salas, más cómodas, más modernas, con mejor sonido; otras salas, pero la ecuación seguirá siendo la misma, porque no hay cine sin espectadores y porque, si bien es cierto que la muerte le llega a todas las cosas, también es cierto que las historias son la única excepción a esa regla.

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