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la dimensión levrero #5

La materia del vacío

Por Matías Núñez / Lunes 02 de abril de 2018
Un libro que empezó como un ejercicio caligráfico en el que el autor se proponía concentrarse exclusivamente en la forma y no en el contenido. Un libro en el que, de todos modos, Matías Núñez encuentra relatos cotidianos del Levrero que se autoficcionaba en sus obras. Abrimos una nueva puerta de la Dimensión Levrero que nos lleva a un aparente discurso vacío.

«Aquello que hay en mí, que no soy yo, y que busco.
Aquello que hay en mí, y que a veces pienso
que también soy yo, y no encuentro.
Aquello que aparece porque sí, brilla un instante y luego
se va por años
y años».

Mario Levrero, El discurso vacío.

 

Transcribir un ejercicio caligráfico a letras de imprenta parece una empresa absurda cuando el objetivo del ejercicio es demostrar la relación entre los tipos de letra y los estados de ánimo. El discurso vacío, novela impresa en filosas letras de molde, está vaciada —en primer lugar— de esos trazos manuscritos que podrían darnos alguna clave sobre la personalidad del narrador a partir de los cambios que supuestamente se producen en su caligrafía. «Letra linda, yo lindo», sintetiza Levrero, y uno perfectamente podría asumir que esa frase se destaca en el manuscrito original por su letra redondeada y continua como una guirnalda de felicidad.

Ese primer extrañamiento que descoloca al lector (el ejercicio caligráfico presentado en letras de imprenta) es seguido por el otro «vacío» que pretende lograr el narrador en su discurso: el de contenido. De este modo, si el lector todavía no comenzó a reírse con los torpes esfuerzos del narrador por contar cómo es su letra, de seguro termine por ofuscarse cuando el libro que tiene entre manos insista en que el discurso no debería desarrollar contenido alguno, ya que eso dificultaría la idónea realización del ejercicio caligráfico. Sin embargo, de a poco vamos notando cómo el texto comienza a desplegar una sucesión de apostillas sobre las rutinas cotidianas que, según el narrador, son un material lo suficientemente inocuo como para no afectar el proyecto caligráfico. Pero, claro, lo que apenas eran insignificantes desviaciones empiezan a crecer y abarcarlo todo hasta derivar en una exacerbada exaltación de los efectos destructivos que tienen sobre la identidad el hecho de convivir en familia.

Hasta acá uno se puede dejar llevar por el enorme potencial humorístico que genera la necesidad de actualizar una y otra vez los pactos comunicativos que exige el discurso. Es decir, en cuanto el lector ingrese en ese espiral de interrupciones y digresiones se verá obligado a cuestionarse qué diablos está leyendo al dar vuelta cada página. En este sentido, el mecanismo construido por Levrero despliega la tensión y el desafío de lo que se conoce como «arte en proceso», esas obras que exponen los materiales y estrategias involucradas en su elaboración y que liberan su energía comunicativa desde la confusión y el extrañamiento. Por lo general, el work in progress tiene un fuerte anclaje biográfico, es decir, los cambios en la materialidad de la obra remiten a los cambios vitales que experimenta el artista. Esto mismo ocurre con El discurso vacío, donde el narrador se explora a sí mismo y busca interpretar el mundo presentando no solo las circunstancias en que se gesta la literatura sino los hallazgos que irrumpen como resultado de esa búsqueda, como si se tratara de una sesión de jazz.

Pero El discurso vacío no se agota en los dispositivos comunicativos que exigen un lector activo. En medio de ese ejercicio que parece un desesperado intento por reconquistar un poco de intimidad, cosas extrañas comienzan a suceder. Por ejemplo, a partir de un accidente que afecta al perro de la casa, el narrador desliza su sospecha de que la escritura de su diario caligráfico ha producido ese episodio que dejó al perro maltrecho, como si el trazado de las letras sobre el papel imitara los pases mágicos que realiza un hechicero. Semejante idea, que recorre los libros autoficcionales de Levrero, se basa en que la escritura centrada en la observación del yo termina por modificar al sujeto y liberar fuerzas psíquicas (algunas peligrosas)  adormecidas a raíz de la rutina. Es entonces que, como resultado de la propia escritura, comienzan a aparecer en el texto claves sobre ese narrador que en principio se negaba a hablar sobre nada que pudiera parecer trascendente y que termina por articular el motivo de ese tenaz intento de evasión, de ese silencio autoimpuesto: la enfermedad y la muerte de su madre. Es así que el vacío cobra entonces un sentido diferente, el de la obscenidad del dolor. Y esta «obscenidad» es un peligro al que todo escritor de diarios debe enfrentarse. Porque  enlazar la escritura con la vida supone una serie de cuestionamientos estéticos y éticos (por ejemplo, preguntarse cuál sería la mejor manera de escribir sobre la muerte de un ser querido sin caer en el melodrama). Y lo indecible emerge y se manifiesta en el libro de Levrero gracias a un infrecuente momento de soledad en esa casa que prodiga interrupciones; y sobre todo surge como resultado de las páginas y páginas acumuladas horadando el yo. Porque la epifanía que le revela a Levrero su propio temor a la muerte a partir del duelo por su madre surge en el texto de forma «casual», como resultado de ese proceso de escritura errática que en un momento dado hace surgir el recuerdo de unas ruinas abandonadas, de una lejana tarde dedicada a fotografiar paredes agrietadas y malezas que crecen bajo el cielo que deja ver un techo derrumbado. A su vez, como cierre de aquella sesión fotográfica dedicada a la contemplación de la decadencia, Levrero recuerda un tango que sonaba en el coche mientras regresaba a su casa. «Siento que renace mi alma», dice en algún momento la letra del tango, y qué melancólicamente cierto —y tanguero— el hecho de reencontrarse con el yo a partir de un hallazgo doloroso. Esa es la búsqueda y el sentido de la escritura autoficcional de Levrero y, claro, de su discurso, en apariencia, vacío:

Es inútil buscarlo, cuanto más se lo busca más se esconde.
Es preciso olvidarlo por completo,
llegar casi al suicidio
(porque sin ello la vida no vale)
(porque los que no lo conocieron aquello creen que la vida no vale)
(por eso el mundo rechina cuando gira)
Este es mi mal, y mi razón de ser.

Mario Levrero, El discurso vacío.


El discurso vacío
Levrero, Mario
Literatura Mondadori (2014)
Páginas: 208
UYU 470

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