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Historias cruzadas

La luna de las noches no es la luna: sobre «Stark», de Nina Leger

Por Francisco Álvez Francese / Jueves 25 de julio de 2019

Con menos de treinta años, la escritora francesa Nina Leger ya había recibido el premio Anaïs Nin por su obra Mise en pièces. Francisco Álvez Francese nos presenta su nueva novela, Stark, un relato que ensambla fragmentos de El promontorio del sueño de Victor Hugo con la expedición del Apolo XI, hace cincuenta años.

Digamos, como Mulder, «Quiero creer», pero creámosle esta vez al discurso oficial. Aceptemos, contra todas las teorías conspiranoicas más o menos convincentes, que hace 50 años y algunos días un grupo de hombres llegó a la luna y que algunos de ellos pisaron la superficie que tanto desveló a la humanidad, desde sus comienzos. Esa quimera de los poetas, esa luna soñada o percibida, tocada o apenas vista, leída o recorrida en películas y en imágenes, explorada y medida, es el punto de partida que parece tomar Nina Leger (Antibes, 1988) para escribir su último libro, Stark, que publicó el año pasado como parte de la colección «Prismes», de la editorial francesa Marcel.

La colección, ideada por Elsa Viet, supone cruzar un texto clásico que forme parte del dominio público con un autor reciente, con el que se establece un diálogo más o menos directo y, en todo caso, fecundo, en el entendido de que, como dice Julien Gracq (citado por la editora en su prólogo) «escribimos porque otros han escrito antes que nosotros». Siguiendo esta premisa, el libro se arma sobre, al costado, con, en el margen de Le Promontoire du songe, de Victor Hugo. El texto de Hugo, escritor mayor de la literatura francesa y signo de los avatares de su siglo, data de 1863 y cuenta una visita al Observatorio de París, al que lo invitó su director, Arago, por otra parte amigo del poeta. Puesto a ver la luna, el autor escribe que al principio no vio nada sino «un agujero en la oscuridad», para su comprensible decepción.

Esta perplejidad inicial, sin embargo, da paso al descubrimiento del satélite y la maravilla de Hugo, que se asombra al verlo tan de cerca y no puede entonces no evocar la luna «metafórica» que cantaron desde siempre los poetas ni la luna «algebraica» de los sabios, mientras, dice, tiene frente a sus ojos a la «real»: «la impresión es extraña». Entre estas lunas, la luna de Hugo, descubierta y vuelta a descubrir, digamos, y, más de un siglo después, la luna desencantada, la luna gris que mostró la televisión, esa luna «stark», como la describió el mismo Neil Armstrong que la había pisado por primera vez, es que Leger fija su obra, no exenta de lirismo.

En Stark, ese adjetivo que se puede traducir como «estéril» o «desolada», se fija toda la fuerza de esta nouvelle interceptada por los recuerdos de otro, que enumera vertiginosamente nombres y juega con las variantes como si fueran pedruscos: así, vemos pasar ante nosotros, en la lista de Hugo, la luna de los romances, la reina de la noche, la pálida mensajera, la hija de Tea, el ojo de la noche, la que gobierna el silencio, como la llama Horacio, o la que «no evoca al pueblo otra cosa que a Arlequín y Pierrot». En esa deriva, no obstante, Leger insiste con la palabra justa (como si se pudiera hablar en estos términos) y corta otra de las listas del poeta con el nombre buscado: «...la hermana de Apolo, la casta diosa, / la luna / etc.»

En una escritura documentada (después de todo, Leger se basa en entrevistas y artículos) y fluida, entre la historia de época que se va centrando cada vez más en Armstrong y los fragmentos confesionales de Hugo, la autora logra por momentos un ensamble perfecto de dos prosas distintas pero que logran convivir armónicamente y servirse la una a la otra, como, por ejemplo, cuando un fragmento de Le Promontoire... aparece para comentar el divorcio del héroe lunar visto por la narradora. Escribe Leger, entonces: «cuando Janet había contado en los periódicos que no lo amaba más y le pedía el divorcio, la noticia nos había parecido tan obscena como si hubiéramos irrumpido en la habitación de nuestros padres para asistir a la revelación de que ese lugar, también, era cuestión de sexo» y acota Hugo, desde el pasado: «Eso es, dice Hesíodo, lo que Júpiter ha enseñado a los hombres».

Si el poeta habla de un «horror sagrado» (dice «es extraño entrever tal cosa y no escuchar ningún ruido») y de un «mundo espectro», Leger agrega a la imagen la lividez, el frío, la muerte y el vacío de «un planeta inerte» y de ese modo, entre las muchas lunas crea a fuerza de palabras su luna propia, la de Armstrong, la del lunático, del perdido del mundo. Ahí está, entonces, otra y definitiva, la literatura: una conversación lenta, oculta o, como en este caso, expuesta, en la que las palabras y las voces se suceden siempre nuestras y, sin que esto sea contradictorio, siempre ajenas.

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