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Cómo escribir desde la vida

La lengua paterna: «El lugar», de Annie Ernaux

Por Francisco Álvez Francese / Miércoles 20 de noviembre de 2019

Annie Ernaux, maestra de la escritura autobiográfica, parte de sus propias experiencias para hablar de clases sociales, derechos humanos o memoria colectiva. Francisco Álvez Francese nos la presenta a través de la obra El lugar, un acercamiento intimista a la muerte de su padre, los roles, aspiraciones y tensiones de una familia rural, con la que ganó el Premio Renaudot en 1984.

«Nuestro verdadero yo no está entero en nosotros» es la frase de Rousseau que abre como epígrafe Journal du dehors (1993), publicado diez años después que La Place (1983), novela que valió a su autora, Annie Ernaux, el premio Renaudot. Reunida en la colección Quarto de Gallimard, que incluye doce novelas, artículos y varias fotografías acompañadas de fragmentos del diario íntimo de la autora, El lugar establece un diálogo doble, por un lado con el resto de la obra de Ernaux y por otro con su vida, que a su vez es su materia novelística principal. Así, uno lee sobre la ciudad de Y…, disimulada en la narración, y luego puede ir al principio y ver una fotografía de la comuna normanda de Yvetot, o lee la descripción muy somera de una pose, de un lugar, del padre o de la madre, y luego puede encontrar esas casas, esos paisajes, esos rostros, pero, sobre todo, uno está en presencia de una prosa que la autora trabaja con esmero tanto en sus diarios como en sus libros. Esta superposición, no obstante, de «la vida» (entendida como eso que sucede) y «el arte» (lo que se hace), pronto se resquebraja, como sucede en la buena literatura, autobiográfica o no.

En efecto, aunque se apoya en momentos concretos de la existencia de la autora (en este caso el acontecimiento doble de ganar un concurso para entrar en la enseñanza pública y la muerte del padre), esta escritura no es fácilmente asimilable a una escritura del yo, en tanto no ahonda en una subjetividad que se pretende original, por ejemplo, ni busca lo excepcional como materia. Como dice Alma Bolón en una incisiva reseña de Los años (2008), en este sentido, «contrariando esta ideología que ubica a la primera persona en una superlativa interioridad —en lo íntimo— Annie Ernaux imagina un “yo” exterior, hecho en y con el afuera». Ese afuera (lo ajeno, lo otro) es a la vez la Historia, «el mundo» y el lenguaje, en el que hay un trabajo con lo convencional, incluso lo anodino: en las antípodas del sentimentalismo y de la ampulosidad, Ernaux se limita casi a «dar cuenta», aunque tal vez ahí radique la mayor fuerza de su artificio: en esa simulación, que apuntalan reflexiones sobre la propia escritura y, sobre todo, sobre su dificultad.

Siguiendo un procedimiento clásico de la literatura de misterio (comenzar por el final y luego dar cuenta de lo que llevó a ese desenlace), Ernaux recorre en El lugar la vida de su padre, tras su muerte y, a la vez, elabora sobre el propio acto de escribir esa vida después, una vida que, por otra parte, jamás se pensó desde o en la escritura. Joven de provincia, Ernaux estudió en las universidades de Rouen y de Bordeaux, y al principio de la novela, como se ha dicho, la encontramos accediendo a un puesto en la enseñanza pública, destino inimaginable para el padre, a quien sin embargo recupera, precisamente, como una voz, una serie de procedimientos lingüísticos, un conjunto de frases, de construcciones, de palabras, que van dando el tono y ponen cuerpo a eso que es desde el principio una ausencia. La obsesión del «qué dirán», la preocupación por dejar en claro la honestidad propia, el no hablar de dinero, todos rasgos que forman parte del «canto cotidiano» de la vida de la narradora, la hacen escribir «sin alegría», marcar con itálicas un discurso que se separa del fluir normal del francés: «no para indicar un doble sentido al lector y ofrecerle el placer de una complicidad, que rechazo en todas sus formas, nostalgia, patetismo o burla. Simplemente porque estas palabras y estas frases dicen los límites y el color del mundo donde vivió mi padre, donde viví yo también. Y no tomábamos jamás una palabra por otra».

Ese idioma personal, en apariencia intransferible, familiar, es por eso también el habla de una región y de una clase, que marca el origen de la narradora contra, por ejemplo, el de su marido (cuenta que en la casa, cuando alguien rompía un vaso, por ejemplo, otro citaba un verso de Sully Prudhomme), pero también su deriva posterior, fuera de la casa paterna a un mundo que es de alguna forma extranjero, pero al que puede entrar si participa de sus modos, de sus ideas, de sus gustos. De esta manera, si para su padre el patois de sus propios padres era algo viejo, «un signo de inferioridad», la narradora mira el habla de los suyos con una lejanía distinta y se funde en esas formas como posibilidad de dar sentido, desde esa distancia que marcan itálicas y comillas, a una porción de la vida y, en consecuencia, darle existencia y potencial político.

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