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¿Qué emoción?

Imágenes lacrimosas

Por Santiago Cardozo / Martes 23 de abril de 2019
Fotograma de «Acorazado Potemkin», de Sergei Eisenstein (1925)

Emocionarse supone una alteración en el estado del ánimo, un movimiento, un potencial insumo creativo, y un desplazamiento del control personal. Sin embargo, se da gracias a la existencia de un otro, en el espacio de lo social, en el espectro de lo político. Santiago Cardozo nos aproxima a la figura del filósofo e historiador del arte francés George Didi-Huberman a través de varias de sus publicaciones.

1.

Con una obra pródiga en textos y reflexiones, deudora de las ideas y la escritura (si pudiéramos realizar esta separación) de Walter Benjamin y, en menor medida, de Aby Warburg, Georges Didi-Huberman (historiador del arte y filósofo francés contemporáneo) se ocupa de las imágenes, su naturaleza política y su relación con el tiempo, con la manera como el pasado retorna y, en ciertos casos, lo hace como síntoma inadecuadamente simbolizado que interroga la constitución misma del presente, de la memoria construida y, llegado el caso, «saturada» (como lo expone notablemente en Remontajes del tiempo padecido. El ojo de la historia 2 sobre los campos de concentración y la Shoah), en términos de los efectos de legibilidad de la historia.

El tiempo, decíamos, es una constante en Didi-Huberman (por ejemplo, Ante el tiempo. Historia del arte y anacronismo de las imágenes, donde el concepto de anacronismo, lejos de ser una noción negativa que debería ser extirpada del análisis, muestra su potencia teórica de legibilidad y cognoscibilidad de eso que vemos), así como la mirada que se despliega para «leer» las imágenes (Lo que vemos, lo que nos mira: «Lo que vemos no vale –no vive– a nuestros ojos más que por lo que nos mira. Ineluctable, sin embargo, es la escisión que separa en nosotros lo que vemos de lo que nos mira», enunciados de notoria factura benjaminiana), el pueblo (por ejemplo, Pueblos en lágrimas, pueblos en armas o Supervivencia de las luciérnagas, magistral libro sobre las pequeñas resistencias a los poderes totalitarios: «Las luciérnagas han desaparecido, y eso quiere decir que la cultura, en la que Pasolini reconocía hasta entonces una práctica –popular o vanguardista– de resistencia, se ha convertido en un instrumento de la barbarie totalitaria, confinada como está en el reino mercantil, prostitucional, de la tolerancia generalizada») y ese «reverso» de las imágenes al que no tenemos acceso sino mediante una forma ya mediada (las propias imágenes): lo real (Cuando las imágenes tocan lo real).

«Manifestantes católicos. Batalla de Bogside», de Gilles Caron (1969)

 

2.

Un niño llora en público; lo hace sin motivo aparente, pero de manera desconsoladora. Un adulto mira una comedia romántica de bajísima factura y, en la escena donde él le pide casamiento a ella en una cancha de algo, deja caer unas cuantas lágrimas que no puede explicar: él sabe que hay una mirada invisible que lo condena, que le dice «qué estás haciendo». Otra persona se estremece de angustia con un timbre vocal o una nota y, pese a que procura evitarlo, no logra que su pathos no emerja por sus lacrimales.  

Escribir sobre la emoción o las emociones no es tarea para nada sencilla. Tanto menos si se tiene en cuenta la facilidad con la que podemos caer en los juicios pueriles que la condenan rápidamente y la tachan, llegado el caso, de «mariconadas», de inmadurez, de impotencia. ¡Cuánta tarjeta postal disponible en cajas de supermercado lo evidencia! En ¡Qué emoción! ¿Qué emoción?, Didi-Huberman se eleva por encima de los lugares comunes y produce un reflexión merecedora de una atención cercana.

En una obra dedicada fundamentalmente a la exploración de la naturaleza política de las imágenes, al modo como eso que vemos produce una interpelación ideológica que exige de (y fuerza en) nosotros una posición particular de sujetos políticos y funciona él mismo como un acontecimiento político que siempre excede a la instancia de su propia aparición-creación, el filósofo francés insiste en un tema transversal a la multiplicidad de los análisis realizados que no puede dejarse de lado si de política y revolución se trata: decíamos, la emoción.

Fotograma de «Acorazado Potemkin», de Sergei Eisenstein (1925)

3.

Una emoción es, ante todo, un movimiento (una moción que se exterioriza), una e-moción. Y es también una manifestación de coraje, porque expone una debilidad, una fragilidad y, con ellas, una sinceridad, que equivale a decir «no estoy dispuesto a fingir», «no quiero crear una ficción afectiva».

A partir de un texto conciso pero hondo, Didi-Huberman se plantea un problema poco atendido por los filósofos, problema o asunto que suele ser visto con malos ojos y, principalmente, como una conducta primitiva que, en la consideración de Charles Darwin, es propia de los seres inferiores (animales, niños, mujeres, ancianos). La emoción aparece, entonces, como un tema legítimo y digno de reflexión, que resulta inherente a la vida humana en su combinación entre mente y espíritu, entre pensamiento y afecto. En este sentido, la emoción es un embargo y un desplazamiento: por un lado, sobrepasa las posibilidades de control de las personas y, al hacerlo, nos sitúa en una situación de desposesión respecto de nosotros mismos, eventualmente vulnerables a los otros (al menos en cierta perspectiva que la entiende como el talón de Aquiles de quien se emociona ante los ojos de esos otros que, podemos decir, aparecerían como los más fuertes, aquellos que podrían tomar el control de las circunstancias); y, por otro lado, es la conversión de la pasividad del pathos en la actividad creadora de un particular vínculo con el mundo, vínculo esencialmente social, que requiere de ese otro semejante (la emoción, si es emoción, está destinada a o reclama un otro).

De este desplazamiento Didi-Huberman extrae un excedente político de la emoción, que contiene la furia, la indignación y la acción política derivada, que supone un «no me voy a dejar avasallar», de modo que, signo de debilidad al principio, se torna una fuerza de lucha que, lejos de ser una inofensiva llama de fósforo encendida con dificultad, debe ser tomada como centro de la actividad política contra un orden de cosas injusto.

«El Laocoonte y sus hijos», copia en mármol del siglo I d. C. de un original en bronce del siglo III a. C. (Escuela de Rodas)

4.

Según la expresión es patético (valoración de alguien que llora), hay un pathos en tanto una pasividad que se releva en toda su inmovilidad y que nos expone a la vergüenza, a la risa del otro. Rechazando el contenido de esta expresión, Didi-Huberman construye una especie de política de la emoción, puesto que, parece decirnos el filósofo francés, en el fondo toda emoción es política, dado que produce un común, una instancia en la que los cuerpos se exhiben y se exponen, de lo que se sigue que la condición positivamente primitiva de lo humano es parte constitutiva, necesaria, de las prácticas políticas, ejemplificadas por Didi-Huberman en las prácticas artísticas, de las que toma algunas de las imágenes que comenta en el libro (fotografía, pintura, cine).

El patetismo de la emoción, además, es la fuente de la tragedias clásicas (Esquilo, Sófocles, Eurípides) y, se adivina con facilidad, de las lecturas políticas de dichas tragedias (el caso más conocido es Antígona). Así, contra Aristóteles, Didi-Huberman reivindica la disolución de las diferencias entre la dimensión activa y la dimensión pasiva presupuestas en el pathos: según estas diferencias, la pasividad de las pasiones es un padecimiento que coloca al sujeto en la posición de ser objeto de una acción realizada por otro o incluso ser objeto de una situación que «descarga» sus efectos sobre las emociones del que padece. Encerrado en este padecimiento producido por los efectos de una acción ajena, la emoción «sería una callejón sin salida: callejón sin salida del lenguaje (cuando, emocionado, me quedo mudo, sin poder ya encontrar palabras); callejón sin salida del pensamiento (cuando, emocionado, pierdo todas mis facultades); callejón sin salida del acto (cuando, emocionado, me quedo de brazos caídos, incapaz de moverme como si una serpiente invisible me inmovilizara)».

Contra esta caracterización negativa de la emoción Didi-Huberman levanta una concepción positiva, apelando a los planteos de Hegel y Nietzsche, de Sartre, Merleau-Ponty y Freud, y al modo como el arte (por ejemplo, Pasolini) produce ese espacio común de emoción, que es también, decíamos, un espacio político. Atendiendo, pues, a lo señalado por el creador del psicoanálisis, Didi-Huberman pone de relieve la importancia del inconsciente en la constitución de la naturaleza humana y de eso –la emoción– que adviene sin que podamos controlarlo y sin que podamos dar razones de su advenimiento. La emoción es, pues, algo que «actúa en mí pero al mismo tiempo me supera. Está en mí pero fuera de mí». De este modo, en la medida en que la emoción, contrariamente a lo que suele pensarse, desenfatiza al «yo» (Deleuze), dota de centralidad a lo que nos atraviesa como seres individuales más allá de nuestro «ego», aunque este sea, al parecer, el que grita de emoción: la sociedad, la vida con otros.  

«Los burgueses de Calais», de Auguste Rodin (1889)

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