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pensamientos alternativos

Gurdjieff y el cuarto camino

Por Teresa Porzecanski / Jueves 28 de diciembre de 2017
Foto: The Gurdjieff Legacy Foundation
La antropóloga Teresa Porzecanski nos invita a descubrir, a partir de diferentes lecturas, algunas doctrinas de pensamiento alternativas con relación a los sistemas de creencias occidentales. En esta oportunidad, repasa la vida y enseñanzas de George Ivanovitch Gurdjieff, un pensador nacido en la antigua Armenia que, tildado de «místico», propuso un cuarto camino para el desarrollo de la conciencia.

«No te encadenes a nada que a la larga te destruya.»

Este es uno de los tantas aforismos que se presentan como recomendaciones, textos reflexivos, semblanzas y leyendas que componen la obra de un extraño pensador y músico, que algunos han llamado místico, nacido en Alexándropol —la antigua Armenia luego conquistada por los zares— cerca de 1877 y fallecido en Paris en 1949. Escapando de sus biógrafos, a quienes solía confundir cambiando siempre su año de nacimiento y otros datos de su juventud, George Ivanovitch Gurdjieff desarrolló una filosofía al mismo tiempo esotérica y pragmática (influida por corrientes precristianas: el budismo, el jainismo, el hinduismo, el zoroastrismo, y otras), con base en la autodisciplina, y en ejercicios y movimientos de danza (en su mayoría tomados de los antiguos sufíes), proponiendo para el individuo occidental de los años veinte una transformación radical de su mente y de su cuerpo (ambos vinculados, al igual que en casi todas las doctrinas religiosas orientales).

Fundador de varias escuelas en distintos continentes, algunas que todavía existen, lo que este maestro concibió, junto con el matemático ruso Piotr Demiánovich Ouspensky, fue denominado el cuarto camino. Este superaría en mucho a los otros tres, ya conocidos por Occidente para el desarrollo de la conciencia: el del fakir, que somete su cuerpo a mortificaciones dolorosas y concentración extrema para lograr superar la condición del cuerpo y favorecer el acceso a planos superiores de conciencia; el del monje, que se retira de la vida mundana para alcanzar, a través de la oración, la flagelación y el ayuno, la conexión con los mundos espirituales; y el del ermitaño, que elige la soledad de la naturaleza, la meditación y la pobreza, en busca de la iluminación. El cuarto camino sería el más adecuado para el sujeto que no puede darse el lujo de retirarse del mundo así sin más; y que, en cambio, puede usar las adversidades provocadas por ese mundo externo, para hacer nacer y desarrollar su interioridad.

A diferencia de otras filosofías orientales, que en la década de los años veinte empezaban ya a fascinar a los intelectuales europeos y norteamericanos por su contraste con los modos de vida agitados de las sociedades de masas industrializadas, Gurdjieff planteó una metodología y una práctica específicas, que acompañarían sus propuestas teóricas espirituales. Se trataba no solo de pensar y sentir de manera diferente, sino también del cómo vivir. Primero, había que descreer de todo lo aprendido, destruir las premisas que nos habían moldeado desde niños como autómatas y esclavos de los colectivos sociales, para hacer emerger la verdadera esencia individual y así nacer a otra conciencia.

Un ejemplo son las ochenta y dos recomendaciones que Gurdjieff dedicó a su hija, algunas de las que transcribo, que son tan revolucionarias como lúcidas:

«Cesa de autodefinirte», «No sigas modas», «Admite que alguien te supere», «No te encadenes a nada que a la larga te destruya», «No hagas propaganda de tus obras o ideas», «Acepta que nada es tuyo».


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