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Sydney: crónicas desde el Botánico

El prado de verano, aún en otoño, y «Una breve historia del jardín»

Por Rosario Lázaro Igoa / Martes 27 de abril de 2021
Foto: Rosario Lázaro Igoa

Cada jardín es un paraíso, cercado, amurallado incluso, en el que los humanos nos acercamos a la Naturaleza, intentamos domesticarla, moldearla o simplemente, observarla en su diversidad. Rosario Lázaro Igoa recupera las notas del jardinero, botánico y paisajista Gilles Clément y nos invita a observar el jardín como lugar en que se cruzan la horticultura, la ciencia y la historia.

Si las rosas, coquetas e impostadas (volveré por ellas, lo admito), ocuparan todo el espacio del Botánico, sería tedioso. Apoteosis de la perfección y el control, faltaría algo en tanta hermosura. Dentro de cualquier conjunto, se agradece el caos. Siempre. El llamado «prado de verano» no es tan vigoroso como en nuestra visita de marzo. Pero no ha desaparecido, nos damos cuenta al caminar del Jardín Oriental hacia el Oeste y entrar en el matorral. Este año, usaron una mezcla particular de semillas que se espera que dure hasta mayo. Es verdad que ya no está la explosión conjunta de mirasoles, girasoles, bocas de sapo, margaritas, amapolas, y decenas de especies más. Pero el conjunto, flores pequeñas, significativo en altura y caótico en sus texturas y límites, sigue ofreciendo un laberinto de plantas a través del que corretea mi hijo. Lo sigo, tratando de que no me vea. En este sentido, es cierto lo que argumenta Gilles Clément en Una breve historia del jardín: en los jardines contemporáneos, agradecemos cuando las plantas parecen seres vivos, se salen de los bordes, y son más que un mero adorno.

Hay algo en la multitud y el desparpajo que encandila. Recuerdo los canteros de las esquinas en Amberes. Después del invierno, surgían descontrolados los matorrales en flor. Los matices del violeta predominaban. Al parecer, esos jardines están de moda hoy en día. Después de siglos de zarandear a la naturaleza o, mejor dicho, de encorsetar con ímpetu, de pronto parecería que es bueno dejarla tranquila. En el verano, siguiendo a Clément, estos jardines pierden «legibilidad». El otoño los muestra más endebles, destinados a desaparecer, como ahora. Un prado frágil, nada perenne. Es bueno que mi hijo ríe: una forma de orientarse en este espacio que aún florece. Hay maleza seca, aquejada de otoño. Debe de servir de abono, pienso, porque los jardineros la dejan al pie de las flores, como un recordatorio de que aquello forma parte del conjunto, por si faltara más. Dicen que una gestión ecológica no puede ofrecer una imagen del jardín perfecto. El pasto tal vez crezca a sus anchas. Ciertas plagas dejarán de serlo. En suma, la diversidad se impondrá sobre el refinamiento.

Monumentales, reinan las arañas entre las plantas del prado de verano. Las telas, en general por encima de los noventa centímetros de altura de este corredor mignon de maratones, se extienden campantes. Le advierto que no las toque, pero estos consejos son más para tranquilizarme yo, que otra cosa. Podría sacar fotos de los cuerpos gordos, hinchados de comer insectos. Vuelan las mariposas. Menudo, él sigue corriendo y trata de atraparlas. «Paposas», grita. Aún no conoce el arte del esconderse. Clément, en capítulos que intercalan anécdotas e historia (aunque en el fondo el libro no es una historia, sino un conjunto de notas), abarca los cercos, los jardines verticales, los que emulan el firmamento, otros que recrean el misterio de la noche y hasta los delirios de grandeza en los jardines franceses. Así, da cuenta del jardín como lugar en que se cruza la horticultura, la ciencia y la historia.

Vuelan las abejas también, embelesadas entre la variedad de flores. Tantas opciones que sería como un buffet livre brasilero. Jardín viene de la palabra germana Garten, que significa cercado y en eso se encuentra, como explica Clément, con la etimología de paraíso. Del latín paradisus al griego paradeisos, la palabra a su vez proviene del persa pairidaeza: pairi que sería alrededor y daeza, que sería muralla. Al vincular los dos términos, Clément da cuenta de ese espacio cercado, diferenciado del entorno, que protege algo en su interior. Y que fascina. Si hoy en día cunde la idea de que el jardín es un espacio de ocio, el autor se encarga de fundamentar que nada más lejos de ello en su motivación inicial. Plantas y frutos, espacio con animales, resguardo: el jardín contenía la clave de la sobrevivencia.

Un cuerpo cansado pide upa. Lo subo a mis hombros, desde donde manotea los insectos. Las primeras décadas del XIX fueron de ensayos y errores en el Botánico de Sydney. La tierra era infértil, el nuevo mundo desafiante. Allá se les ocurrió aclimatar ciertos tipos de viñas. Delirios, muchos delirios conlleva la horticultura. Eso también lo recuerda Clément, aunque en ocasiones lo empaña con su colonialismo. Lo transpira en su encuentro con los pigmeos, cuyos jardines no espera encontrar (los nómades no conocen la jardinería, quiere reivindicar a toda costa), con los aborígenes australianos (a quienes casi culpa por no hacer jardines en las reservas en las que se los confina) y en cuanto se enfrenta a todo lo que no sea netamente francés. El jardín, como si fuera un rasgo esencial de la evolución, quiere decir. En casa, cinco macetas lo recrean. Tres de plantas aromáticas, dos de tunas a prueba de olvidos. Una invasión de moscas esciáridas nos advierte acerca de la diversidad de cualquier entorno.  

Una breve historia del jardín, de Gilles Clément (2019). Traducción de Cristina Zelich

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