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Margaret Millar y su señor esposo

El misterio de la herida amarilla

Por Hugo Fontana / Miércoles 13 de noviembre de 2019

Margaret Millar, escritora de novela negra y mujer de armas tomar, publicó casi treinta libros, consiguió llevar su relatos a guiones televisivos y recibió el Premio Edgar de la Asociación de Escritores de Misterio de América. Hugo Fontana nos presenta los relatos de intriga y misterio de una mujer que, a pesar del mercado, no se dejó opacar por la sombra del también escritor (y esposo), Ross Macdonald.

Dice el escritor español Lorenzo Silva que Margaret Millar murió en un asilo, ciega y contándose a sí misma sus propias historias, las que había escrito por decenas a lo largo de su vida. Y es muy probable, porque su obra, cargada de mujeres en peligro, inteligentes, que desaparecían, eran ultimadas o perdían la cordura, le debía recordar que ella también estaba dando, en los primeros meses de 1994, un adiós triste y solitario. Viuda desde hacía once años, con su única hija muerta en 1970, quien había sido una de las escritoras más leídas de su tiempo estaba apagándose lentamente y casi sin saberlo.

Margaret Ellis Sturm había nacido en Ontario, Canadá, en 1915. A los veintidós años, y tras una inestable y turbulenta juventud en la que había sufrido un episodio de esquizofrenia y había intentado suicidarse, conoció a Kenneth Millar, con quien se casaría un año más tarde y de quien tomaría el apellido. En 1939 nació Linda. Tras el parto, Margaret demoró semanas en salir de la cama del hospital acusando los peores dolores de cabeza de la historia moderna y, cuando por fin regresó a su casa, el joven y desconcertado esposo intentó distraerla llevándole novelas policiales que conseguía en una biblioteca pública. Insatisfecha con ellas, en 1941 escribió y publicó su primer título, El gusano invisible, protagonizado por un psiquiatra llamado Dr. Paul Prye. A este siguieron, y en corto lapso, El murciélago corto de vista y El Diablo me ama, que rápidamente le dieron visibilidad editorial y la decidieron a continuar con una actividad que había iniciado apenas como un pasatiempo.

Acaso sintiéndose desafiado, o simplemente movido por la envidia, Kenneth también hizo lo suyo y en 1944 dio a conocer su primera novela policial, El túnel oscuro, firmándola, para no competir con su esposa, con el seudónimo de John Macdonald, que luego cambiaría definitivamente por el de Ross Macdonald. Fueron tiempos en el que el desastroso matrimonio comenzó a funcionar un poco mejor. Cuenta la escritora estadounidense Kathleen Sharp que una vez, durante una de las tantas discusiones, Margaret le arrojó un huevo crudo a Ken. Cuando este se agachó, el huevo estalló y salpicó la pared. «Durante días, cada uno obstinadamente ignoró la herida amarilla en la habitación hasta que, finalmente, alguien (¿él o ella?) la limpió». Tiempo después, en 1949, Ross publicaría El blanco móvil, presentando al investigador Lew Archer, que lo haría famoso y lo acompañaría hasta 1977, protagonizando unas veinte novelas y transformándolo en uno de los principales herederos de Dashiell Hammett y Raymond Chandler.

Margaret escribió veintisiete obras de largo aliento, en las que fue variando sus personajes centrales, desde el psiquiatra Prye, pasando por el inspector Sands, los detectives privados Joe Quinn y Steve Pinata, el fiscal Eric Meecham, el corredor de bolsa Paul Blackshear y el joven abogado hispano Tom Aragon. Pero también escribió guiones para radio y televisión, cuentos, poesía y un libro de memorias. A fines de la década del 40 la pareja se mudó a California, más precisamente a la encantadora Santa Bárbara, a sus calles coquetas, sus casas de estilo español y sus muelles sobre el Pacífico, convirtiéndose en uno de los escenarios preferidos de sus novelas, a veces bajo el nombre de Santa Felicia (Margaret) y otras Santa Teresa (Ross).

Uno de los libros más conocidos de Margaret fue La bestia se acerca (1955): se trata de las vicisitudes de una joven heredera que un día es amenazada telefónicamente por quien fuera la esposa de su hermano gay. Mujeres al borde de un ataque de locura o de terror, la historia fue adaptada por Alfred Hitchcock para un ciclo de televisión y multiplicó la fama (y el dinero) que la autora ya había logrado con su obra anterior. Agatha Christie, Truman Capote, Pearl S. Buck, Ngaio Marsh y Evelyn Waugh fueron algunos de sus más fervientes admiradores. Hoy es mucho más fácil conseguir sus libros traducidos al español (Semejante a un ángel, Pagarás con maldad, Un extraño en mi tumba, El asesinato de Mrs. Shaw entre otros) que en Estados Unidos, en su idioma original.



Fragmento de La bestia se acerca:

La voz era suave, melosa:

—¿Es la señorita Clarvoe?

—Sí.

—¿Sabe quién soy?

—No.

—Una amiga.

—Tengo muchas amigas —mintió la señorita Clarvoe.

En el espejo situado sobre el teléfono vio cómo su boca repetía la mentira, disfrutándola, y vio también cómo su cabeza asentía como si quisiera darle la razón: esta mentira es verdad, sí, es una mentira muy de verdad. Solo sus ojos se negaban a aceptarla. Avergonzados, parpadeaban y miraban hacia otro lado.

—Hace mucho que no nos vemos —dijo la voz de la chica—. Pero me he mantenido al corriente de usted, de una u otra manera. Tengo una bola de cristal.

—¿Co… cómo dice?

—Una bola de cristal de esas en las que se ve el futuro. Tengo una. Todos mis viejos amigos aparecen en ella de vez en cuando. Esta noche le ha tocado a usted.

—A mí.

Helen Clarvoe se volvió hacia el espejo. Era redondo, como una bola de cristal, y su rostro se reflejaba en él: el rostro de una vieja amiga, familiar pero no por ello amado; la boca fina y tensa, como si bajo la piel solo hubiera un leve hueso, el cabello castaño claro cortado como el de un hombre, dejando al descubierto unas orejas siempre teñidas de malva, como si estuvieran permanentemente frías, pestañas y cejas de una palidez tal que hacían que los ojos parecieran desnudos y temerosos. Una vieja amiga en una bola de cristal.

Dijo con mucho cuidado:

—Por favor, ¿quién es usted?

—Evelyn. ¿No se acuerda? Evelyn Merrick.

—Ah, sí.

—¿Me recuerda ahora?

—Sí.

Otra mentira, más fácil que la primera. El nombre no le sonaba de nada. Solo era un sonido y no podía separarlo ni identificarlo, lo mismo que le sucedía con el ruido de uno u otro coche en el rugido del tráfico procedente del bulevar situado tres pisos más abajo. Todos sonaban igual, los Ford y los Austin y los Cadillac y Evelyn Merrick.

—¿Sigue ahí, señorita Clarvoe?

—Sí.

—Me enteré de que su padre había fallecido.

—Así es.

—Creo que le dejó mucho dinero.

—Eso es asunto mío.

—El dinero es una gran responsabilidad. Yo podría ayudarla.

—Gracias, pero no necesito ninguna ayuda.

—Puede que pronto la necesite.

—Entonces ya me apañaré yo misma con los problemas, sin ayuda de extraños.

—¿Extraños? —había un matiz molesto en la repetición—. Pero si ha dicho que se acordaba de mí.

—Solo intentaba ser educada.

—Educada. Siempre haciéndote la gran dama, ¿eh, Clarvoe? O haciendo como que lo eres. Pues mira, puede que un día de estos me recuerdes de golpe. Un día de estos seré famosa; mi cuerpo estará en todos los museos del país. Todo el mundo tendrá la oportunidad de admirarme. ¿No te pones celosa, Clarvoe?

—Creo que estás… loca.

—¿Loca? Oh, no, no soy yo la que está loca. Eres tú, Clarvoe. Tú eres la que no se acuerda. Y yo sé por qué no te acuerdas. Porque estás celosa de mí, tan celosa que me has borrado de tu mente.

—Eso no es verdad —dijo la señorita Clarvoe levantando la voz—. No te conozco. Nunca he oído hablar de ti. Estás cometiendo un error.

—Yo no cometo errores. Lo que tú necesitas, Clarvoe, es una bola de cristal para poder recordar a tus viejas amigas. Tal vez debería enviarte la mía. Para que tú también te pudieras ver en ella. ¿Te gustaría? ¿O te daría miedo? Como siempre has sido tan cobarde, puede que mi bola de cristal te dé un canguelo tremendo. La tengo aquí mismo. ¿Quieres que te diga lo que veo?

—No… Basta ya…

—Te veo a ti, Clarvoe.

—No…

—Tengo tu cara justo delante de mí, clara y brillante. Pero hay algo que la afea. Ah, ahora lo veo. Has sufrido un accidente. Estás mutilada. Tienes un tajo en la frente y la boca te sangra. Sangre, sangre, sangre por todas partes, por todas partes…

La señorita Clarvoe extendió el brazo e hizo caer el teléfono de la mesita. Se quedó de lado en el suelo, ronroneando, sin romperse.

La señorita Clarvoe tomó asiento, rígida de terror. En la bola de cristal del espejo, su rostro permanecía inalterado, sin mutilar. La frente estaba lisa; la boca, remilgada y contenida; la piel, blanca como el papel, como si se hubiera quedado sin sangre. La señorita Clarvoe llevaba años desangrándose, por dentro y en silencio.

Millar, Margaret. La bestia se acerca. Barcelona: Editorial RBA, 2012.

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