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Los dos Bowles, sexo, kif y literatura

El hombre cortés que vivió en Marruecos

Por Hugo Fontana / Jueves 03 de diciembre de 2020

En un café de Tánger el escritor norteamericano Paul Bowles nos espera, peregrino y bohemio, junto a otros intelectuales como William Burroughs, Allen Ginsberg o Jane Bowles. Hugo Fontana nos sumerge en el ambiente del país norteafricano a través de la vida y las letras de Paul Bowles.

Durante casi medio siglo la capital de Marruecos fue un buen pretexto para visitar a Paul Bowles, aunque también muchos podrán suponer que él fue el pretexto que tuvieron algunos escritores para conocer el permisivo ambiente de Tánger, disfrutar sin censuras ni culpa sus libertades sexuales y participar sin temor de sus interminables «fumatas de kif», tal como se conoce al hachís en el norte de África. Bowles, nacido en Nueva York en 1910, después de un largo e intenso peregrinaje se casó, a fines de los 30, con la también escritora Jane Auer, autora de la novela Dos damas muy serias. Ella sería luego conocida como Jane Bowles, y fue quien más insistió para que el matrimonio se estableciera en Tánger. Murió en 1973 en Málaga, España, tras largas internaciones a causa de un diagnóstico de demencia. Paul la sobrevivió más de un cuarto de siglo, falleciendo en noviembre de 1999, unos días antes de cumplir 89 años.

Dedicado en su juventud a la música, alumno de composición de Aaron Copland, peregrino en la Europa de la Generación perdida, bohemio en el Broadway de Orson Wells, Joseph Losey, John Huston y hasta Salvador Dalí, visitante alucinado de los misterios de México, que por aquellos años también cautivaron a Malcolm Lowry, Aldous Huxley y Graham Greene, Bowles dio a conocer en 1949, dos años después de haberse mudado a Marruecos, la que sería su primera y acaso mejor novela, El cielo protector, una historia inspirada en su propia vida y llevada al cine con brillo por Bernardo Bertolucci en 1991, con las actuaciones de un joven John Malkovich y una bellísima Debra Winger, y con la participación del propio Bowles comentando un puñado de escenas. Por estos lares la película se conoció con el anodino título de Refugio para el amor, pero vale la pena verla.

A El cielo protector la seguirían, entre otras, las novelas Déjala que caiga (1952), La casa de la araña (1955) y Muy lejos de casa (1991), la autobiografía Memorias de un nómada (1972), un libro de viajes por África titulado Cabezas verdes, manos azules (1963) y colecciones de cuentos como Delicada oración (1950), El tiempo de la amistad (1967), Palabras ingratas (1988) y Cuentos del desierto (2000). Justamente las desoladas extensiones africanas, sus habitantes, sus costumbres, sus amargas condiciones de vida, fueron los temas centrales de un escritor que no hizo otra cosa que retratar con excelencia su propio alrededor, trasplantado a un mundo que no le pertenecía pero que sin embargo hizo suyo por talento y por raigambre.

Durante años algunos, los más distinguidos nombres de la literatura se dieron cita en la casa de Bowles, a saber Tennessee Williams, Truman Capote, los beatniks William Burroughs, Jack Kerouac, Gregory Corso y Allen Ginsberg, Gore Vidal, Luchino Visconti, Francis Bacon y hasta Mick Jagger. Si alguien hubiera querido comparar el lugar donde Bowles vivía con una posada de paso, una y otra vez hubiera encontrado sus habitaciones repletas de creadores notables.

Profundo admirador de la obra de Kafka y de Jorge Luis Borges, una vez le preguntaron qué recordaba de Salvador Dalí tras haberlo conocido en sus jóvenes años neoyorquinos.

Era ridículo —contestó—. Él no hubiese sido tan ridículo si no fuera por Gala. Ella sabía hacer buena prensa. La publicidad era muy importante para él. En una oportunidad yo hacía la música de una obra y él era el realizador de la escenografía. Yo no había podido asistir a los ensayos, había dejado la música escrita y aparecí un día antes del estreno. Dalí estaba sentado sobre una butaca dos filas delante, al darse vuelta hizo un gesto de triunfo acerca de la realización de su escenografía. Para mí era horrorosa, no tenía nada que ver ni con la música ni con la obra. Él estaba contento de su realización y yo quería desaparecer cuanto antes. [1]

«Si la muerte entrara por esa puerta y fuese una mujer hermosa. ¿Usted qué le diría?», le preguntó el periodista Marcos Rosenzvaig, del diario argentino Página/12, en una de las últimas entrevistas que concedió el escritor. «La invitaría a que se siente, le convidaría un chocolate, trataría de ser lo que soy, un hombre cortés. Además, espero su llegada. Lo único seguro en la vida... es la muerte.»

 

Fragmento de El cielo protector:

En la terraza del Café d’Eckmühl-Noiseux estaban sentados unos cuantos árabes bebiendo agua mineral; sólo los feces de diferentes tonalidades de rojo los distinguían del resto de la población portuaria. Sus ropas europeas estaban ajadas y grises; hubiera sido difícil ver el corte original de cualquier prenda. Los niños limpiabotas, casi desnudos, se acuclillaban en sus cajas con la vista clavada en el pavimento, sin energía suficiente para ahuyentar con la mano las moscas que se paseaban por sus caras. En el interior del bar el aire estaba más fresco pero inmóvil, y olía a vino rancio y a orín.

A la mesa, en la esquina más oscura, estaban sentados tres norteamericanos: dos hombres y una mujer. Conversaban tranquilamente, como quienes tienen todo el tiempo del mundo para todo. Uno de los hombres, el flaco de rostro ligeramente torcido y consternado, doblaba unos grandes mapas multicolores que un momento antes había desplegado sobre la mesa. Su esposa observaba sus meticulosos movimientos con diversión y exasperación; los mapas la aburrían y él los consultaba a cada rato. Aun durante los breves períodos en que sus vidas permanecían estacionarias, que habían sido bastante escasos desde su boda doce años antes, le bastaba con ver un mapa para decidirse a estudiarlo con pasión y entonces, casi siempre, se disponía a planear algún viaje nuevo, imposible, que a veces acababa convirtiéndose en realidad. No se consideraba un turista; era un viajero. La diferencia, explicaba, radica en parte en el tiempo. Mientras que el turista suele apresurarse por volver a casa al cabo de pocas semanas o de pocos meses, el viajero, sin pertenecer más a un lugar que al siguiente, se desplaza despacio y durante un período de años de una parte de la tierra a otra. En efecto, le hubiera costado mucho decir, entre los diversos lugares donde había vivido, en cuál precisamente se había sentido más en casa. Antes de la guerra habían sido Europa y Oriente Próximo, durante la guerra fueron las Antillas y Suramérica. Y ella le había seguido sin reiterar sus quejas ni demasiado a menudo ni demasiado amargamente.

En aquel momento acababan de atravesar el Atlántico por primera vez desde 1939, con gran cantidad de equipaje y con la intención de alejarse lo más posible de los lugares que habían sido tocados por la guerra. Pues, como mantenía él, otra diferencia importante entre un turista y un viajero es que el primero acepta sin reservas su propia civilización; no así el viajero, quien la compara con las demás y rechaza aquellos elementos que no son de su agrado. Y la guerra era una faceta de la era mecanizada que él quería olvidar.[2]


 

[1]Rosenzvaig, Marcos (7 de marzo de 1999). Lo único seguro en la vida, es la muerte, Página/12. Recuperado de  https://www.pagina12.com.ar/1999/99-03/99-03-07/pag28.htm

[2] Bowles, Paul. El cielo protector. Barcelona: Galaxia Gutemberg, 2015.

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